Juan Antonio González Fuentes
Acaba de aparecer en las librerías de todo el país la edición de bolsillo, y con precio muy asequible, de un gran pequeño libro,
El halcón peregrino del americano
Glenway Wescott (DeBolsillo, 2007). La lectura es más que recomendable, ideal para acercarse a la buena literatura en un fin de semana de esos en los que no sabemos muy bien en qué emplear el tiempo. Ya escribí hace años sobre este libro cuando apareció en la
editorial Lumen (2004) con traducción de
Toni Hill. Creo oportuna traer de nuevo hasta esta página lo que entonces publicó el número 105 de la estupenda
Revista de Libros.
Creo que una de las principales razones de la existencia de las páginas de esta revista es avisar al lector de lo que a juicio del crítico va a encontrarse cuando inicie la lectura de un determinado libro. Por eso cumplo con mi deber si escribo que quien se acerque a
El halcón peregrino va a hallar una anticuada obra maestra, afirmación que desconozco si es fácil sostener con alguna solidez, o si plantea algo cercano a una especie de pálido y desafortunado oxímoron. A continuación voy a procurar explicar por qué califico
El halcón peregrino, historia de amor firmada por el poeta y novelista norteamericano Glenway Wescott (1901-1987), de anticuada obra maestra.
Glenway Wescott:
El halcón peregrino (DeBolsillo, 2007)
Esta extensa
nouvelle fue publicada por vez primera en su versión original en el año 1940, es decir, en un momento histórico, el de entreguerras, en el que toda la literatura occidental estaba fuertemente influida por los grandes modelos narrativos norteamericanos; modelos estilísticos y temáticos establecidos entre otros por autores como
Ernst Hemingway, William Faulkner, Saul Bellow, John Steinbeck, John Dos Passos, Francis Scott Fitzgerald, Nathanael West, Gertrude Stein o
Sherwood Anderson, curiosamente varios de ellos galardonados con el premio Nobel durante el periodo mencionado.
De un modo u otro, y a lo largo de los años veinte, treinta y comienzos de los cuarenta, todos estos escritores plasmaron en sus novelas y relatos las dramáticas consecuencias de la guerra, la experiencia del exilio, los mecanismos y excesos de la “era del jazz”, el hondo malestar de los años de depresión económica y social que experimentaron los EE.UU, la triste vida de las pequeñas ciudades del interior del país, la miseria de los trabajadores del campo, la errante vida de los vagabundos, la miseria espiritual y el arribismo de las clases dirigentes y acomodadas, la sordidez vitalista de los bajos fondos de las grandes ciudades, la eclosión de una sociedad dominada enteramente por lo ficticio...
Construyendo historias sobre esta gran diversidad de asuntos, y haciéndolo a veces con técnicas absolutamente novedosas (pensemos por ejemplo en la técnica del “ojo fotográfico” que John Dos Passos aplicó en su célebre trilogía
USA), la gran narrativa estadounidense comenzó a imponerse al resto de las del mundo occidental, y éste empezó a reconocerse en los retratos labrados por los prosistas americanos.
Pues bien, la breve novela de Glenway Wescott que en estas páginas reseñamos, no se inscribe en ninguno de los modos y maneras de la corriente narrativa de entreguerras más arriba apuntada, sino que lo hace claramente en la corriente que había dominado a finales del siglo XIX en los EE.UU., y que estaba muy influenciada por las tendencias nacidas en Europa tras los últimos procesos revolucionarios liberales, es decir, el naturalismo, el realismo y el impresionismo. Es más, podemos incluso precisar e inscribir directamente
El halcón peregrino en la amplia estela dejada por
Henry James (1843-1916), el primero de los grandes escritores norteamericanos expatriados en Europa y que encontró gran parte de su mejor materia narrativa en el conflicto que en aquella época surgía cuando el americano educado y de clase alta se enfrentaba a la complejidad social y cultural europea en París, Londres o Italia. Al igual que Henry James, Glenway Wescott instala su narración en dicho contexto y lo hace también concentrándose no tanto en los detalles ambientales como en los procesos de evolución de la conciencia de los personajes.
Podemos establecer por tanto que cuando Wescott escribe y publica
El halcón peregrino, no concibe su
nouvelle ni temática ni estilísticamente como lo estaban haciendo sus compatriotas contemporáneos más destacados, sino como lo habían hecho tiempo atrás escritores como el aludido Henry James o como
Ford Madox Ford (1873-1939), otro modelo al que pueden ajustarse bien las ideas literarias de Wescott. En otras palabras, el mismo año de su publicación, 1940,
El halcón peregrino, nacía como una narración de otra época, como una narración anticuada desde el punto de vista del estilo y del asunto.
Pero si algo deja en claro el trato con la literatura, es que no hace falta que ésta siga los preceptos y tendencias de su época para lograrse. En este sentido puede decirse que si bien con planteamientos propios de otra época, Glenway Wescott consigue con
El halcón peregrino una pequeña obra maestra edificada en el esfuerzo por comprimir numerosos detalles en sutiles abstracciones o metáforas, en una fórmula o moraleja cuyo fin último es plasmar, con un trazo caleidoscópico, los acontecimientos devastadores que brotan de forma apenas perceptible del mismo interior de unos seres que han elegido el ardiente y trágico fracaso frente al confortable arrullo del orden y la sensatez.
Sobre el tapete verde de la campiña no muy lejana a París, Glenway Wescott coloca ocho personajes (incluido el halcón, por supuesto) como si de ocho bolas de billar se tratase. Cada bola de un color diferente, cada una con una numeración y una posición distinta, con distancias y cercanías entre sí. Con estos ocho elementos convenientemente distribuidos y estratégicamente relacionados, Wescott maneja con fina maestría el taco de juego e insufla movimientos internos en los distintos personajes, movimientos que hacen que choquen unos con otros, se relacionen mediante la descripción de estratégicas órbitas de conmoción psicológica, formen grupos y dibujen figuras geométricas (triángulos, círculos…) con un hondo perfil íntimo y a la vez social.
En un marco propicio al mejor Chéjov, Glenway Wescott cuenta una historia que tiene de Ford Madox Ford la acumulación de pasiones y tensiones sometidas al confortable plomo de la conveniencia social, y que tiene de Henry James un sutilísimo termostato perceptivo que logra registrar cualquier variación en la temperatura psicológica de los personajes.
Con
El halcón peregrino su autor establece una lección de anatomía del alma que exhibe dos claves esenciales disfrazadas con los sentenciosos ropajes de la moraleja: primera, el amor exige cantidades excepcionales y agotadoras de perdón; y segunda, todo lo majestuoso y sublime, incluido un soberbio ejemplar de halcón ejerciendo como símbolo de lo irreducible, si es aislado de su realidad y pervertido por la inagotable y variopinta capacidad humana del absurdo, se convierte en triste pálpito domesticado a la espera de una rápida y limpia autopsia.
Lo dicho, una anticuada obra maestra.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.