Juan Antonio González Fuentes
El pasado sábado comí con
Álvaro Pombo en un conocido restaurante de Santander. Pocas horas antes, un instituto de enseñanza secundaria de la cercana población de Camargo le había puesto su nombre a la biblioteca por iniciativa de mi compañera de tertulia radiofónica, la profesora de literatura
Blanca Gutiérrez Morlote.
Llegué a eso de las tres al restaurante, cuando acababan de llegar todos los comensales. Pombo estaba a la cabeza de la concurrencia, luciendo entre orgulloso e irónico, en una de las solapas de su chaqueta gris, una insignia de oro que le había entregado minutos antes el inefable presidente regional,
Miguel Ángel Revilla. Lo acompañaban parte de los profesores del instituto (los más vinculados a la Biblioteca), la alcaldesa de Camargo y algunos de sus concejales, dos o tres conocidos del escritor, y dos primas carnales como recién salidas de alguna de sus últimas novelas.
Álvaro Pombo en Camargo (24 de febrero de 2007)
Subimos a un elegante comedor privado dispuesto en el segundo piso del singular restaurante: una antigua mansión de la alta burguesía santanderina reconvertida en restaurante de postín. Nos sentamos en torno a la gran mesa unas quince o dieciséis personas, comimos y bebimos muy bien, charlamos entre nosotros, y al acabar los manjares, se produjo el previsible turno de firmas de libros, de fotos a la vera del escritor, de preguntas a la celebridad más o menos de manual.
Lo más singular de la velada llegó, como no podía ser de otra manera, cuando con los cafés humeantes aún sobre el mantel, Pombo tomó la palabra y deleitó a la concurrencia y trabajadores hosteleros con su verborrea incontenible, siempre entre bromas y veras. Nos leyó Pombo un poema inédito absolutamente memorable, anuncio de un libro de poesía que me confesó espera salga a la calle el otoño que viene. Dejo aquí plasmada por tanto la novedad para los seguidores acérrimos del académico: después de muchos años, Álvaro Pombo regresa a la poesía, y por lo oído el sábado en la sobremesa, con brío y melancolía brumosa a partes iguales.
Leyó Pombo su poema sobre los veleros, los balcones y los vientos santanderinos como sólo un gran actor desinhibido y confiado puede hacer. Dejó el papel garabateado sobre la mesa, y poniéndose y quitándose las gafas, bajaba y subía el medio cuerpo entero al ritmo de los versos. Sus ojos cegatos bajaban hasta casi comerse el papel, y una vez recogidos los versos en la mirada, subía la cabeza fijando los ojillos en el alto techo y declamando a voz en grito el húmedo
spleen con el que está sudado su poema. Fue memorable. Un momento atemporal en el que todo quedó suspendido en el aire mientras duró el poema. Lo mismo podía decirse que estábamos en el restaurante santanderino en febrero de 2007, que en un local parisino de finales del siglo XIX, que en el camarote de un viejo lobo de mar navegando en busca de ballenas por los mares helados del sur.
Leyó Pombo su poema sobre los veleros, los balcones y los vientos santanderinos
Después de los aplausos y de los comentarios siempre romos y con algo de impostura educada, Pombo invitó a la concurrencia a comer con él en la Real Academia de la Lengua, y agradeció los desvelos de muchos de los presentes, sobre todo los de Blanca, por haberle proporcionado tan grande felicidad.
Continuó después asegurando que él era un hombre con mucho “papo”, palabra que hacía décadas que no oía en la boca de nadie. Pero luego aseguró que de toda la familia Pombo el sólo ha llegado a ser el segundo miembro con más “papo” o cara, pues ganarle a su pariente
Gabriel María de Pombo Ibarra (1878-1969), presidente del Ateneo de Santander casi seguido entre 1914 y 1936, Mayordomo del rey Alfonso XIII, y oficioso Conde de las Polaciones de Sahagún. Álvaro Pombo nos contó dos anécdotas que ratificaban la “cara dura” de su pariente: este personaje llegó a darle una conferencia sobre la teoría de la relatividad a
Albert Einstein y a
Ortega y Gasset durante la visita del primero a España, y luego le dio otra sobre logística a todo el Estado Mayor del ejército español. No hace falta decir que el señor Gabriel María no tenía ni la más remota idea ni de física ni de artes militares, simplemente tenía un “papo” descomunal.
Álvaro Pombo estaba muy contento. Bromeamos en no pocas ocasiones, le di un sonoro beso en la calva, lo que produjo en él un ataque de risa estrambótica, inclasificable. Pero pasadas las seis llegó la hora de la despedida. Un magnífico Mercedes Benz plateado y nuevecito, con su chófer correspondiente y atento a las previsoras demandas de Blanca, esperaba a los primos Pombo para llevarlos agotados a su casa, desde la que el Palacio de la Magdalena es una construcción casi vecina.
Nos dimos un abrazo y Álvaro Pombo me recordó que su nuevo libro de poemas estará en las librerías, si no ocurre ninguna catástrofe, después del verano. Me dijo también que en breve iría a Salamanca a presentar
La fortuna de Matilda Turpin,
Premio Planeta, invitado por el otro Juan Antonio amigo,
González Iglesias. Montó en el Mercedes junto a sus dos primas, le cerré con cuidado la puerta y el vehículo abandonó lento y majestuoso el jardín del restaurante. Todos, en fila, despedíamos a los Pombo saludando con la mano, como sólo se despide a un rey, en este caso de la comedia y la buena literatura.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música...) como cronológicamente .