Quienes siguen con alguna asiduidad los textos dejados a secar en esta página, saben perfectamente que vivo con un perro, y que ese perro responde al artístico nombre de
Miller. Lo cierto es que no sé con total exactitud la edad de
Miller, pues llegó a mi vida en circunstancias que no hacen al caso y con el tamaño y aspecto que tiene ahora mismo. Eso ocurrió hace ahora once años.
Miller lleva una vida tranquila, lo que le ha permitido envejecer con excelente salud y aspecto, aunque algunos achaques se nos hacen ya evidentes a quienes lo tratamos. Son cosas sin importancia: no tiene ni de lejos el fino oído de antes, le cuesta cada vez más subir las escaleras, pasa casi todo el día medio adormilado… Sin embargo aún le levantan raudo del sofá la promesa de golosinas y le inquieta sobremanera el celo de la perra de enfrente.
Miller nunca ha sido un perro caprichoso ni mal educado. Y certifico que es completamente cierto el que los perros se acaban pareciendo a sus amos.
Miller es tranquilo, muy poco dado al estruendo y la algarabía, poco mañoso y bastante independiente en su día a día.
A
Miller lo saco a la calle tres o cuatro veces al día, entre quince y veinte minutos mínimo cada vez. El paseo que más le gusta dar es el nocturno. A mi también. Salimos juntos a eso de la una de la madrugada, cuando en el barrio apenas circulan coches y casi ningún paseante. Sí, lo confieso, a los dos nos gusta ese paseo porque le suelto. Él va a su aire y yo al mío, aunque ambos nos miremos de reojo continuamente y nos esperemos. El paseo nocturno es fácil que se prolongue durante más de media hora. La ciudad, la calle, es completamente distinta a esas horas. Se escucha todo, se siente el latir acompasado o intranquilo de los que duermen, se ven animales por el día insospechados (por ejemplo erizos), la fauna humana es de lo más variopinta, se ven las estrellas y los aviones del cercano aeropuerto si se mira con atención al cielo, las fachadas de los edificios se muestran diferentes a como se dejan ver por la mañana, se sospechan novelas y cuentos tras las escasas ventanas iluminadas…, y lo más hermoso o patético de la vida urbana asoma la patita detrás de la negrura de los callejones.
El paseo con
Miller siempre es el mismo, es decir, siempre implica a la misma geografía, incluso las mismas paradas para oír el silencio de la noche. Es un paseo litúrgico, en el que hago balance del día, de la semana…, reflexiono sobre los pasados acontecimientos del día y sobre los que esperan en el inmediato futuro.
Miller, mientras tanto, va a lo suyo. Husmea los rincones, pasea, corre algún tramo, persigue gatos, defeca, olfatea el aire con su instinto dormido de perro cazador y sin querer hace descubrimientos. Me explico.
Estas pasadas navidades, durante el habitual paseo nocturno, Miller avanzó por el nuevo puente que une la calle San Sebastián con el Río de la Pila en Santander. El nuevo puente no es hermoso, pero lo es muchísimo la vista que desde él se contempla. Se ve la bahía, las montañas, los tejados variopintos de la ciudad, las nubes, las luces del aeropuerto y de las casas del otro lado de la bahía, la sombra del arenal… El puente nuevo salva una considerable altura sobre el Río de la Pila. Es perfecto para varias actividades: el suicidio, la reflexión filosófica ante un paisaje, la contemplación, la fotografía, el paseo breve y pausado… Una vez que cruzas el puente con dirección al Río de la Pila, el camino pronuncia una curva cerradísima cuesta abajo. El trazo de la curva deja a un lado una casa bastante antigua de tres alturas con un jardín en su frente. Y detrás, en la parte que contemplan las ventanas traseras, hay un pequeño pedazo de césped en el los perros del vecindario se alivian. Allí fue a parar
Miller, y hasta allí me acerqué yo bolsa de plástico en mano con intención cívica. Y entonces es cuando vi la pintada en el muro trasero de la casa. La pintada llamó mi atención simplemente porque era el nombre de un personaje singular, un personaje conocido y famoso hasta cierto punto pero solo para una minoría llamémosla ilustrada y “puesta” en eso que podríamos llamar una cultura para “entendidos”. La pintada de letras blanca decía:
Arthur Cravan. Inmediatamente le hice una fotografía con el móvil. Y al día siguiente regresé por la mañana para cerciorarme de que no lo había soñado y hacer una nueva foto, con otro tipo de luz, quizá con otra perspectiva.
Arthur Cravan, seudónimo de
Fabien Avenarius Lloyd, nació en la ciudad suiza de Lausana en mayo de 1887. Hijo de
Otho Holland Lloyd, Cravan era sobrino de
Oscar Wilde, quien en 1884 se había casado con
Constance Mary Lloyd, hermana de Otho. Nadie sabe con certeza el origen del seudónimo, lo que está claro es que hoy nadie conoce a Fabien Avenarius Lloyd por tal nombre, si no por el de Arthur Cravan, el de la pintada.
En la capital de Francia Cravan fue el editor y único redactor de la revista
Maintenant, de la que publicó cinco números entre 1912 y 1915. En
Maintenant Cravan publicó reseñas literarias, críticas de arte y excentricidades literarias mil, siendo uno de los más claros y aceptados antecedentes de movimientos vanguardistas como el dadaísmo. Cravan ya entonces comenzó a boxear, alcanzando alguna fama en el complejo arte del pugilismo. Al estallar la I Guerra Mundial Cravan deja Francia y recala en Barcelona, ciudad en la que organizó un combate de boxeo con el campeón del mundo
Jack Johnson, quien le dejó fuera de combate en el sexto asalto, aunque es admitido por todos los especialistas que Johnson lo tuvo a merced desde que sonó la campana por primera vez, pero como el campeón había cobrado dinero por la filmación del combate y éste debía durar un tiempo mínimo, el combate se alargó artificialmente hasta el sexto asalto. Al poco tiempo Cravan marchó a Nueva York, donde entabló una relación sentimental con la poeta
Mina Loy. En 1918 Cravan desapareció para siempre en algún punto del Golfo de México. Jamás se volvió a saber de él.
¿Quién y por qué ha escrito el misterioso nombre de Arthur Cravan en una oscura pared medio escondida de una pequeña ciudad del norte de España?
Miller no ha sabido explicármelo.