Primera
Noche
Hay una silla vacía en el
salón. Ya nadie se sienta en ella. Su florida tela está impoluta. Sola, en medio
de un inmenso cuarto. Nadie se sienta en ella.
La luz del exterior se posa
sobre ella con delicadeza, dejando claroscuros; una imagen tenebrista. El aire
parece descomprimirse en su rededor, parece que está suspendida o sujeta por
unos finísimos hilos de cobre ajustados al techo. A su izquierda, sobre una mesa
coja, una foto en blanco y negro. Los rostros se suceden en ella, todos parecen
felices, contentos, parecen pasarlo bien. Avanzar con la mirada por la foto
lleva irremediablemente a los dos últimos rostros, el primero ha girado su
mirada a la persona que tiene a su derecha; no tiene rostro, se ha perdido su
mirada, su expresión ha desaparecido.
Sobre la misma mesa coja, un
cigarro se consume sin miedo, haciendo bailotear el humo que de él se desprende.
Un baile un tanto satírico, un baile de guerra y DE paz, de amor y de odio, que
mueve el ambiente. Un cigarro que se prende y se apaga a cada momento, que aun
apagado sigue consumiéndose.
Un pequeño rincón en soledad.
Un hombre sentado junto a la solitaria silla, que enciende el cigarro cuando se
apaga, que acaricia con la yema de los dedos el desaparecido rostro de la
fotografía. Un hombre joven, pero herido. De su pecho inerme brotan gotas de
agua tibia teñidas de carmesí. En sus manos una estilográfica que abre y cierra
sin mirar. La mirada la tiene fija en la silla, la mirada teñida de sangre no se
despega de ella. Mira esperando a su acompañante, a la persona que ha de ocupar
ese sitio. No hay más muebles, solo dos asientos y una mesa
Se abre y se cierra la puerta
de la habitación. Un Secreto entra en ella, etéreo y corpóreo a una vez, susurra
palabras inaudibles, su sola visión
provoca la mueca del joven. Su pecho ha cesado la sangría. Lo mira, con ojos
eternos, inabarcables, ¡continentales!, lo mira y se sonríe. Le ofrece el
cigarro y el asiento. El Secreto se sienta y juguetea con el cigarro entre sus
manos. El joven sonríe, continua mirándolo con ojos enamorados. La luz entra
ahora en la sala con todo su potencial y la silla ha dejado de levitar. Ambos se
cogen la mano, se dicen te quiero. No te vayas.
El Secreto se desvaneció. El
joven cogió el cigarro caído sobre la silla y volvió a posarlo en el cenicero.
Limpió la silla y miró la fotografía. El rostro desaparecido estaba allí. Alegre
y vivo, mirando a los ojos sangrantes de quien tenía a su izquierda. Miradas
cruzadas en las que el infinito parecía tangible...
El cigarro se encendía y se
apagaba, seguía consumiéndose. La puerta continuaba con su vaivén y la silla se
quedó otra vez en soledad. El joven volvió a deshacerse en su pecho, volvió a
abrir y cerrar su pluma, seguía acariciando la fotografía, de nuevo con el
rostro desaparecido. No había promesas de por medio, él prometió, prometió
fidelidad sin saber si iba a recibir lo mismo. No le importaba.... Un momento
valía la vida entera... que el Secreto entrara y se sentara un segundo en
aquella silla ya merecía la pena, ya convertía la vida en Vida.
Lloró, se contenía por el
dolor, pero lloró todo lo que el sufrimiento le dejó. Mirando fijamente la
silla, que seguía pareciendo como suspendida en el aire. La luz, aun más
tenebrista
Minutos, horas, días, semanas,
años. Le daba igual el tiempo que tuviera que esperar sentado frente a la silla
vacía. No existía el tiempo, todo era presente, un presente enamorado que
anhelaba el siguiente instante, que devoraba los momentos junto al
Secreto.
Se abrió la
puerta.
¿puedo
sentarme...?
Segunda
Noche
Madrid está helado. El frío
atraviesa la carne y congela el tuétano de los huesos. La respiración se hace
torpe y los labios no pueden abrirse mucho; las llagas que los pueblan se
abrirían y comenzarían a sangrar.
Como con miedo, los músculos
tiemblan desposeídos de su ser, ya no responden a los imperativos de la
voluntad, simplemente tiemblan. La sensibilidad de la piel - ¡qué tanto te
añora! -, desaparece por momentos.
La ventana que hay junto a la
mesa en la que escamoteo los papeles, comenzó a vibrar y la sangre brotó de
entre las grietas del cristal.
En un jardín viejo que respira
muerte por cada una de sus hierbas, una joven de larga cabellera castaña se
debate entre el pino y el sauce. Sus enrojecidos pómulos son las únicas
facciones que dotan de expresión a su cara. Ojos vacíos, piel blanquecina y
labios muertos. Nada más. Un ligero vestido de cama blanco cubre su cuerpo, un
cuerpo que aún pareciendo ligero y delicado, tiembla de una forma bruta y
pesada. El pelo iba y venía según quería el viento.
Los brazos caídos encontraban
su fin en unas manos exentas de todo. El único objeto que portaba era una
fotografía, que la joven asía con su mano derecha. En ella, las imágenes se iban
y se venían. El pasado, el futuro y el presente se iban y se venían. Entre el
marco de madera, tan pronto aparecía un recién nacido sonriente, como una
anciana desdentada y curva.
Las largas ramas del sauce
jugaban con su pelo, se enredaban y desenredaban mientras el pino, egoísta y
caprichoso, acercaba su olor a la joven que miraba dubitativa a uno y otro árbol
sin saber en cuál cobijarse.
La hierba estaba fría por el
viento que congelaba, además, las gotas de humedad que quedan en ella después de
haber sido cortada. Los pies de la joven, desnudos y azulados, estaban
indecisos.
El sauce, llorón como todos,
sería buen cobijo para mis lágrimas, pensó la chica. El pino, sin embargo, me
llenaría con su aroma y mis lágrimas perderían su razón.
Los bajos del vestido bailaban
al son de la sinfonía de la tormenta que acababa de sobrevenir. El cielo rompió
a llorar lágrimas rojas, espesas como las cremas y a la misma temperatura que la
sangre. El vestido se tiñó de manchas rojas que se resbalaban por él lentamente.
Pronto, un charco de líquido rojo se formó a sus pies.
Un trueno resonó en lo alto y
un dolor intenso, puntiagudo, le traspasó las manos. Otro trueno, y sus pies
creyeron ser aguijoneados con una espada. Se derrumbó al suelo y las lágrimas
brotaron. Se retorcía del dolor, como poseída por unas fuerzas desconocidas que
quisieran romperle los músculos. Las horas pasaban y aún sin fuerzas ni para
respirar, esas potestades malignas la movían de aquí para allá y exponían su
cuerpo al caer de gotas rojas. Un grito ahogado enmudeció el ambiente. Las gotas
de líquido rojo dejaron de ser tal, y unas lenguas de fuego empezaron a caer
desprovistas de cualquier sentido. El orden que rige la naturaleza parecía haber
huido ante tal demoníaco espectáculo.
Las horas se sucedieron, y el
crepúsculo comenzada a invadirlo todo. Unas pequeñas barras de luz se colaban
entre las hojas del pino, y por ellas se deslizada el intenso calor del sol.
Algunas de esas barras, de esos rayos de luz cayeron sobre la piel de la joven.
Una convulsión respondió a la cortesía del sol que pugnaba con los vientos por
bañar aquel cuerpo mortecino y que tanto había sufrido.
La luz se retiró un instante.
Desapareció y todo se quedó en penumbra. Segundos de silencio. El cuerpo de la
joven no se movía. Los árboles habían dejado de bailar su mortífera danza, su
aquelarre.
De pronto, la luz del sol
volvió a aparecer en el horizonte. Lo boca, los ojos, la nariz, el cuerpo entero
de la chica quedaron transidos por él y en una fuerte convulsión, quedó sin
conocimiento.
Pasaron las horas, y el sol no
se movió del lado de la joven. Horas....
Abrió los ojos, ahora con
pupilas y color, y la vida volvió a entrar en sus órganos.
Primer
beso
Querida parte de mí que vive
en H:
¡A menudo corazón has ido a
parar! De lo mejor que hay, así que no te quejes ni le des problemas porque ha
tenido la amabilidad de acogerte y darte las posibilidades que yo no podía
ofrecerte. Aprovéchalas, no seas terca, querida parte de mi que vive en H. Sé
que de vez en cuando te gustaría volver junto a mí, pero aguanta tus envites y
quédate en el corazón que quiso acogerte.
Aprovecho para decirte algo
que quizás, debí haberte dicho hace mucho. Nunca he sido mucho, ni muy
importante ni muy listo, ni muy guapo. He sido normalito, muchas veces oscilando
la mediocridad. Quizás tus sentimientos hacia mí no te permitan ver esto muy
claro, pero es así. Y por ello somos tan afortunados, por eso deberíamos estar
infinitamente agradecidos por haber encontrado un corazón tan digno - ¡el mejor
que yo he conocido! – dispuesto a acogerte.
No estoy dividido. Nunca he
estado más unido.
Gracias a la esperanza, tú vas
a poder ser mucho mejor que yo. Puedes hacerlo porque tienes capacidad de sobra
y tienes, además, las posibilidades que tan digno corazón en el que moras te
ofrece. ¡Por favor, aprovéchalas!
Si algún día oyeras que tu
morada llora o se lamenta, estate presto a saltar y al punto, comiencen a brotar
las primeras lágrimas, hazte presente y abrázala todo lo que puedas y más.
¡Desángrate haciéndolo!. Aunque yo no sea mucho y no haya podido mostrarte toda
la belleza que hay en el mundo, hay algo que sí sabes y eso es abrazar. No serán
tus abrazos los mejores, ni los que más arropen, pero sé que son sinceros y son
vitales; se te va la vida en ellos. Así que recuerda, siempre que tu morada
sufra, abrázala.
No puedo decirte mucho más
todavía. Te echo de menos. Si los astros – o al Astro – quiere o tiene a bien,
el corazón en el que habitas y el mío se unan en una sola piel…
Segundo
Beso
En los encuentros entre tu
vida y el mundo, cuando sólo el crepúsculo atiende a tu andar, el cielo se
estremece por las lágrimas que un día brotaron de tus ojos y de las sonrisas que
siempre reina en tu cara.
En ese día, el Cielo, tan
cerrado como parece por los avatares de los hombres, se abre de par en par para
gritar al mundo entero su presencia y empañar su dolor por tantos ultrajes
cometidos contra él y secar sus lágrimas en los bajos de tu falda y volverá a
gritar por el amor que en ellos encontró y volverá a los brazos de los hombres
sólo porque encontró en ti la fe suficiente para luchar un poco
más.
El vuelo de tu falda es así.
Lleno de parsimonia, como un baile constante entre las nubes, entre las vidas
ajenas que un día soñaron contigo, de las vidas conocidas que cada día sueñan
contigo.
El viento frío del norte o
caliente del sur la mece de un lado a otro y se une a ella en un baile sin cese
ni pies, y la tela roza tus tobillos, y se impregna de gloria y de luz, y
glorifica y alumbra y el viento,
unido a ella, participa en aquel baile que cada mañana se repite como si se
tratara de un ritual de esperanza, en el que los hombres encuentran la paz y el
sosiego necesarios para dar otra bocanada de aire y seguir
respirando.
Enseña
a amar el vuelo de tu falda. A mirar con ojos enamorados, porque son los únicos
ojos que pueden apreciar aquel baile, aquella tela, aquel viento... Un mirar
obligado y, aunque pueda parecer contradictorio, libertario, en el que las
cadenas que atan nuestros ojos se rompen como presionadas por una fuerza mayor,
y liberan las pupilas que comienzan a asombrase por todo lo que ven.
Nota de la Redacción: agradecemos al director de Ediciones
Carena, José Membrive, su generosidad por autorizar la
publicación de los fragmentos del libro de Álvaro Petit
Zarzalejos, Once noches y nueve
besos (Carena, 2012), en Ojos de
Papel.