Que los estragos que sobre la
conciencia de un hombre puede arrostrar un crimen alcanzan a veces proporciones
insoportables para aquel que decide aceptar el desafío –por mucho que profesemos
que el orden cósmico no se va a ver alterado para volverse tarde o temprano
sobre el transgresor–, parece un hecho literariamente contrastado. Pero, ¿qué
ocurriría si el asesino fuese un aristócrata en apuros y la víctima un siniestro
clérigo consagrado a la usura y la especulación al que nadie va a echar de
menos? ¿Y si con la eliminación de ese elemento de un plumazo se solucionasen
todos esos problemas que comprometen nuestra posición? ¿Puede hacerse sin temor
a las consecuencias aunque se tenga la certeza de que nunca la justicia nos va a
alcanzar? ¿Aunque hayamos asimilado una doctrina filosófica a nuestra media que
justifique cualquier acto si supone un obstáculo dentro de la lógica y natural
“lucha por la vida”? ¿Existe un crimen de tamaña perfección, capaz de no dejar
huellas ni sobre la materia, ni en nuestra conciencia?
En el marco de una Nápoles
popular y menesterosa, en la que las capas más desfavorecidas confían sus
escasas posibilidades de abandonar su estado de miseria jugando a la lotería, y
en la que la prensa sensacionalista se encarga de soliviantar los ánimos de sus
lectores a base de “chismes impresos”, Emilio de Marchi (Milán
1851–Milán 1901) nos invita a seguir un alucinado viaje por los intrincados
caminos del crimen, la persecución y la culpa, de la mano del noble en apuros
Carlo Coriolano, barón de Santafusca.
Obra precursora de un género
de prolífica y larga descendencia conocido como ‘giallo’, El sombrero del cura –publicada por
entregas en 1887 y en volumen único en 1888, conociendo un extraordinario éxito
de ventas en su época, y que ahora vuelve a editarse en España más de un siglo
después– incorpora con suma habilidad las lecciones aprendidas de algunos de los
grandes maestros de su siglo, particularmente de Poe, Maupassant, Dostoievski o Manzoni, al tiempo que filtra
parte del clima espiritual de una época que libraba su particular duelo entre la
idea de Progreso y la de Decadencia mientras que el darwinismo científico y
social se convertía en una especie de nueva religión laica. El autor lombardo,
que cultivó también el periodismo, la crítica literaria, el ensayo, la poesía,
el teatro o el relato breve, compone, de este modo, dieciséis años antes de que
naciera Simenon, y saliéndose de los
márgenes de la bohemia milanesa (scapigliatura)
predominante, un verdadero ‘noir’ que se desliza con sabio equilibrio entre el
boceto ottocentesco, la novela gótica
y el ‘verismo’ que hasta Italia, con Verga a la cabeza, importaron
de Francia.
Aunque la trama pivote sobre
la existencia de ese sombrero, “ese fantasma delator”, que puede resultar
decisivo para incriminar al barón en su abyecto proceder, son las particulares
implicaciones psicológicas que afectan al personaje principal, las que le
confieren en buena medida su verdadera dimensión a la obra, distinguiéndola no
ya solo por lo que pueda tener de punto de arranque de un género, sino por la
acertada dosificación de los elementos dentro de una arquitectura formal que a
la vez que se adhiere formalmente a la narrativa de su tiempo, consigue mantener
la tensión creciente propia de una buena novela de aventuras.
En una época en la que
quedaban lejanos “los días en que una sotana salvaba al infeliz de la horca
y lo mandaba santo al paraíso”, en que los periódicos liberales “cuando se
trataba de curas a todos los ahorcarían desnudos”, en que la religiosidad se
confunde con la superchería, cuando no desemboca directamente en un oscurantismo
más propio de nigromantes, puede no resultar tan insólito el que un hombre de
buena posición, imbuido de determinadas lecturas en boga, pudiera llegar a
vanagloriarse de ocupar un sitial más allá del bien y del mal. Si como decía el
doctor Panterre, ese terrible nihilista que es el padre espiritual del barón, en
el que éste encuentra consejo y consolación cuando alguna duda hacía mella en su
superior espíritu: “En el respeto a las leyes fundan todos los débiles su
defensa y protección; es el egoísmo individual el que viene a crear ese gran
egoísmo social que se llama ley”, nada resultaría más legítimo, por tanto, que
en ese mundo sin Más Allá, sin Dios, dentro de ese combate vital que establecen
el cura Cirilo y el barón en los primeros compases de la historia, el destino
del primero se le presente a su verdugo como naturalmente sellado de
antemano.
Hasta aquí, la elucidación de
las circunstancias del asesinato y la caza por parte de las autoridades del
homicida nos proporcionarían ingredientes suficientes para mantener la atención
del lector, si no fuera porque De Marchi no se contenta con eso. Si el barón no
percibiera más que una “cierta náusea”, tras acabar con la vida del cura Cirilo;
si pudiera seguir con su existencia, despejado el horizonte además de aquellos
nubarrones económicos que tanta angustia le habían ocasionado, como si tal cosa;
si ese dichoso sombrero no se hubiera presentado de repente; si, si, si… Pero ni
el disoluto caballero, aquel que “jugaba y vencía siempre”, es capaz de
sospechar hasta qué punto esas ligeras y por otra parte comprensibles dudas e
inquietudes, de acuerdo que azuzadas por las pesquisas de la Justicia, pueden
derivar en una espectral angustia que le llevarán en un determinado momento a
plañir: “¡Ni que fuera Macbeth!” ¿Podrá cambiar en apenas unos días de
perspectiva el frívolo pensador de cafetín hasta el punto de pasar de “envidiar”
a los desharrapados con los que se cruza por la calle, porque ellos no tienen
preocupaciones y pueden dedicarse sencillamente a ser felices, a descubrir sin
posibilidad de desandar su loca huida hacia adelante que “solo las fieras
devoran sin remordimiento”?
El
‘giallo’
Se ha convertido casi un lugar
común afirmar que la palabra italiana “giallo” (amarillo), fue adoptada para
designar a esta versión italiana de la novela “negra” en alusión al color que lucían las
cubiertas de una popular colección de novelas policíacas baratas editadas por
Mondadori desde el año 1929 y que calaron especialmente entre el público durante
la posguerra –cuando la censura del régimen fascista no podía impedir que la
acción de las mismas se desarrollara en Italia, lo que era visto como una
incitación al crimen– gracias a esa particular mezcla de investigación
detectivesca y misterio, a lo que vino a sumarse una dosis de erotismo
característico también del pulp americano
(etimológicamente pulp hace
referencia al desecho de pulpa de madera con la que se fabricaba un papel
amarillento, astroso y de mala calidad), al que los “libros amarillos” se
asemejaban temática y, sobre todo, formalmente.
Esta aproximación al fenómeno,
no resultando descaminada, parece obviar, sin embargo, que al igual que críticos
como Leonardo Sinisgalli se
referían ya en 1929 a estas novelas como “romanzo giallo” –que pronto pasó a
identificarse con “novela policíaca”–, la alusión al amarillo (al ‘yellow’
inglés) ya contaba con su particular genealogía en el ámbito anglosajón, como lo
demuestra el hecho de que, por ejemplo, a finales del siglo XIX el propio Connan Doyle utilizara la
expresión “yellow-backed novel” para referirse a ese tipo de obras basadas en la
lógica investigadora fundada por Poe medio siglo atrás, por no hablar del uso
que de la palabra hizo la prensa estadounidense a raíz de una célebre tira
cómica (“The Yellow Kid”) que
terminaría dando nombre a toda una escuela de periodismo a nivel
mundial.
Pero más allá de controversias
y relecturas críticas, parece evidente que de las portadas amarillas de la serie
puesta en marcha por empeño personal del propio Arnoldo Mondadori, la
denominación pasaría más tarde a designar entre la crítica cinematográfica a
aquellos thrillers producidos en el
país transalpino entre 1962, año en se produce La muchacha que sabía demasiado de Mario Bava y 1982, momento en
que Dario Argento filma el
considerado como el último ‘giallo’ fílmico genuino: Tenebrae. Así las cosas, y pese a
algunas reticencias iniciales, paulatinamente y gracias a la labor de estudiosos
como Luca Trovi (autor de Tutti i colori
del giallo), se fue poniendo de manifiesto que Italia, al igual que otras
grandes literaturas occidentales, gozaba de una tradición propia de novela
“negra”, que encuentra en las postrimerías del siglo XIX, precisamente en la
obra De Marchi a su principal precursor.
Partiendo de la obra de
escritores ya clásicos como Carolina Invernizio, Augusto De Angelis, Giorgio
Scerbanenco, Emilio Gadda, o
Leonardo Sciascia, y
llegando hasta autores en activo como Loriano Macchiavelli, Andrea Camilleri,
Tiziano Sclavi, Giorgio Faletti, Sandrone Daziere, Maurizio de Giovanni,
Gianrico Carofiglio, o Donato Carrisi, entre otros, el ‘giallo’ ha desbordado
los márgenes estrictamente literarios para consolidarse como un género
especialmente fértil y versátil para poblar el imaginario colectivo de la
geografía italiana. Eso, por no hablar de lo particularmente propicio que
resulta en la actualidad, al dar entrada a una dimensión social que incorpora la
realidad de un tiempo en que el crimen organizado y la corrupción política y de
las instituciones, suponen una inagotable fuente de inspiración.
Evidentemente, en su siglo
largo de vida el género ha evolucionado. En un interesante artículo de Celia
Aramburu Sánchez incluido en la obra colectiva Las revolucionarias. Literatura e insumisión
femenina titulado “Las mujeres
de Lucarelli: héroes y antihéroes en femenino”, la profesora de la Universidad
de Salamanca nos recuerda que se han consignado tradicionalmente, dependiendo de
“la relevancia que se atribuye al plano narrativo” y sin descartar posibles
ampliaciones en función de los autores y sus respectivos intereses, al menos seis grandes categoría de
‘giallo’: ad enigma o classico; noir o hard boiled; suspense; thriller; giudiziario; y medico legale o medical thriller. En este sentido, Marco Vichi, padre del
melancólico comisario Bordelli, ha manifestado en alguna entrevista que “el
giallo contemporáneo se ha liberado de las imposiciones clásicas de la novela
negra, que ve en la trama su eje principal”, y siendo esto cierto, su
apreciación de que en las representantes del género en la actualidad “el perfil
psicológico y la humanidad de los personajes son mucho más importantes que la
historia en sí” no es totalmente incompatible con la filosofía que subyace a El sombrero…, obra que reuniría
elementos de varios de los subgéneros citados más arriba y que con independencia
de su tono ameno, trepidante y rebosante de humor, demuestra ser mucho más
“moderna” por ejemplo, que las pulp
fiction de la posguerra, en la que los aspectos morbosos estaban muy
subrayados.
Y
es que, como ha destacado Carlo Lucarelli, a quien le
debemos la figura del Comisario De Luca, El sombrero del cura –obra que podemos
leer ahora traducida por Rubén López Conde, cofundador de la joven editorial
andaluza Ginger Ape Books&Films,
que con este título inaugura su colección de narrativa– representa “una pequeña
obra maestra que raramente se encuentra en las antologías
académicas”.