“Morgan
tenía un grave problema: era incapaz de acabar cualquier escrito que comenzaba.”
Con esta frase, Marcos, con gafas ligeras y con media barba de pensador
incrédulo, da inicio a la que es su primera obra concluida. “En el fondo, mi
alter ego en este libro es el protagonista, Morgan, que busca un sitio en el
mundo”, conversa, y se atribuye a sí mismo las cualidades ascéticas de la
corriente que propugna y que ha envidiado en sus años de formación
universitaria.
Marcos
Vilaseca bebe
cerveza del gollete de la botella (se desprende del vaso) y se lía un cigarro y
saliva el papel de fumar (la cajetilla, innecesaria). “A mí los arquitectos que
más me han influido son los que más discretos se han mantenido, lo que es una
virtud. Desde que acabé la Facultad, no leo revistas especializadas en
arquitectura, pero sigo admirando a Josep Llinás, un referente, el creador
de la Biblioteca
Jaume Fuster, en Lesseps.”
Otro
de los coetáneos cuyo trabajo valora es Rafael Moneo, quien amplió el
Museo del Prado, “y que no es un [Santiago] Calatrava, ese Flash Gordon del oficio”.
Marcos
Vilaseca: Escritos mínimos (Ediciones Carena,
2012)
El
autor de Escritos mínimos (Ediciones
Carena, 2012) ha construido su novela como si de una casa
consistorial se tratase, piedra a piedra, con el cemento de los conceptos justos
(esenciales) y con los ladrillos de la yuxtaposición (escasas).
“Escribir
es un trabajo descomunal. Cuando escucho un ‘yo eso también lo haría’, pienso:
‘Muy bien, hazlo’. Y no sabes qué vas a escribir hasta que lo escribes. La
primera parte de la obra me la pasé intentando darle un contrapunto femenino al
protagonista, hasta que di con Lea, su pareja, un personaje que fue adquiriendo
fuerza y carácter y que, finalmente, decidí suprimir. Así, la segunda parte se
inicia así: ‘Cuando despertó, Lea no estaba a su lado’. Pero luego vi que la
tensión caía, y estuve rompiéndome la cabeza para hacerla resurgir”, arguye
Marcos, que se siente atraído secularmente por la estructura narrativa de Enrique Vila-Matas, con sus aires de
Dylan; del “cojonudamente rebueno” Norman Mailer, que, al igual que
Marcos, se enamoró de la temeridad del boxeo, y de Paul Auster (“es un tío que da al
lector lo que quiere, una historia mínimamente
divertida”).
Historia
mínimamente divertida. Escrita
mínimamente.