JULIO
Nada se mueve salvo las nubes,
y en el lago cristalino
sus dobles y la sombra de mi
bote.
El mismo bote se agita
solamente cuando rompo
este adormecimiento de calor y
soledad a flote
para comprobar si lo que veo
es pájaro o una mota,
o saber si ya los bosques de
la orilla están despiertos.
Crecieron desde el amanecer
las largas horas
–desplegadas– , y pasaron por lo alto
y por lo más profundo; he
observado los serenos
juncos suspendidos
sobre imágenes aún más serenas
en un cielo de imágenes:
nada había que mereciera la
pena pensar tanto;
todo lo que las tórtolas
dicen, por entre las lejanas hojas,
desborda mi mente de
satisfacción, así tendido en calma.
CINCUENTA HACES
Allí están, sobre sus
extremos, los cincuenta haces
que una vez fueron parte de
jóvenes avellanos y fresnos
en el bosque de Jenny Pink.
Ahora, junto al seto,
bien apilados, crean una
barrera por la que solo
puede aventurarse el ratón y
el carrizo. La primavera
que viene un mirlo o un
petirrojo harán su nido allí,
acostumbrados a ellos,
pensando que permanecerán
para siempre, sea lo que sea
eso para un pájaro:
esta primavera ya es demasiado
tarde, ha llegado
el vencejo.
Era un día caluroso para
portarlos:
nunca podrán calentarme mejor,
aunque deberán
encender
varias hogueras de invierno.
Antes de que se acaben
habrá terminado la guerra,
muchas otras cosas
habrán acabado, quizá, que ya
no puedo prever
o controlar más de lo que
pueden el petirrojo
o el carrizo.
LA PALABRA
hay tantas cosas que he
olvidado,
que una vez significaron
mucho, o puede que no,
todas perdidas, como el hijo
de una mujer sin hijos
y los hijos de este hijo que
vagan en el inmaculado
abismo de lo que nunca podrá
volver a ser.
He olvidado, también, los
nombres de grandes hombres
que lucharon y que perdieron o
vencieron en las viejas
guerras,
de reyes y demonios y dioses,
y de la mayoría
de las estrellas.
Algunas cosas olvido que he
olvidado.
Pero cosas más insignificantes
hay, aún en mi memoria,
que todas las demás. Un nombre
que no he olvidado
–a pesar de que se trata de un
nombre vacío,
sin concepto–
nunca puede morir porque
primavera tras primavera
algunos tordos aprenden a
decirlo mientras cantan.
Siempre hay uno a mediodía
diciéndolo claro y
áspero –el nombre, sólo oigo
el nombre–.
Mientras quizá esté pensando
en el olor, más antiguo,
que es como comida, o mientras
me contento
con el olor de la rosa salvaje
que es como la memoria,
este nombre me es clamado, de
repente,
desde algún lugar de los
arbustos por un pájaro
una y otra vez, una pura
palabra de tordo.
BAJO LOS
ÁRBOLES
Cuando este viejo bosque era
joven
los ancestros del
tordo
cantaban con la misma
dulzura,
como en los viejos
tiempos.
No había aquí ningún
jardín,
ni manzanas ni
muérdago;
tampoco los niños, tan
queridos,
corrían de un lado a
otro.
Nuevo era entonces el
techado,
pero el guarda era
viejo,
y no tenía
mucho
oro ni plomo.
Tan silenciosas las hayas y el
tejo:
mientras él daba
vueltas
por el bosque para
vigilar,
pocas veces
disparaba.
Pero ahora que él ha
desaparecido
de la mayoría de los
recuerdos
aún perdura
un armiño que era
suyo,
nada más, arrugado y
verde,
y sin ningún
aroma,
y casi
invisible
sobre la pared de esta
caseta.
UN SUEÑO
Por conocidos campos con un
viejo amigo caminaba
en sueños, cuando llegamos de
pronto a un extraño
riachuelo.
Sus oscuras aguas manaban
brillantes
desde el corazón de la gran
montaña hacia la luz.
Fluían un breve tramo bajo el
sol, para luego
sumergirse otra vez en un
foso, tan negras otra vez
como en su nacimiento; y me
paré a pensar allí
en lo blancas que serían, si
el día reluciera en ellas,
enroscándose y palpitando. Me
cautivaron
tanto el rugido y el siseo y
el poderoso vaivén del abismo
que me olvidé de mi
amigo
y ni lo vi, ni lo busqué hasta
el final,
cuando desperté de las aguas a
los hombres
diciendo: «volveré aquí algún
día».
Nota
de la Redacción: agradecemos a Ediciones Linteo la
gentileza por permitir la publicación de estos poemas seleccionados del libro de
Edward
Thomas, Poesía
completa
(Linteo, 2012), en Ojos de
Papel.