Imaginemos un cataclismo que hiciera desaparecer la
mayor parte de la cultura escrita, que destruyera los logros más admirables y
las tradiciones más arraigadas, por ejemplo, de nuestro país. Imaginemos que de
nuestra sociedad, que de la España de hoy, sólo quedaran ciertos documentos
materiales, un puñado de novelas a partir de las cuales reconstruir esa cultura.
¿Cuáles? De entrada, eso no importa mucho. Desde cualquier ángulo se puede
observar el todo. Pero hay que elegir: el investigador puede hacerlo por
cantidad, por afinidad o por aborrecimiento, decía Max Weber. Lo importante es
que esa elección le lleve a conocer más. Pongamos que esas novelas fueran
algunas de las obras recientes de Eduardo Mendoza, Luis Landero, Arturo
Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas. Hombres blancos,
occidentales, ya maduros. ¿Por qué estos autores españoles? ¿Acaso porque forman
parte del canon literario de nuestro país? Podría ser una buena razón, aunque no
la única. En todo caso, a esta lista podría oponerse otra con la que emprender
un análisis semejante. Pero acabo de decir otra cosa: sus obras, aquellas de las
que nos vamos a servir, no son con las que empezaron o con las que alcanzaron la
celebridad, sino las que han venido después, las que han publicado en los
últimos años, cuando ya sobrepasaban o frisaban la cincuentena. ¿Hay alguna
razón que me justifique?
A esa edad, en torno a los cincuenta, un escritor suele
estar formado y confirmado. Por tanto, sus rasgos están bien definidos. En el
caso de estos novelistas, el reconocimiento de que son objeto les hace ser
copartícipes de cierto parentesco. Sus libros expresan rasgos destacables de la
cultura de nuestros días, de hombres que están cambiando, de varones que
experimentan la gran transformación moral del siglo. Ahora bien, cada uno de
ellos emplea sus recursos de modo muy distinto. Pensemos en el azar y en la
cronología: aceptemos que son esas obras las que están a nuestra disposición
–publicadas entre 2007 y 2010-- y no las de otros autores. Son novelistas
nacidos en 1943, 1948, 1951, 1956 y 1960. No forman parte de una misma
generación. Sus vivencias formativas son diferentes, pero todos ellos tienen
algo en común y constitutivo: se dan a conocer tras la muerte del general Franco
y al hacerlo incorporan y rehacen las tradiciones literarias que la Guerra Civil
y la dictadura quebraron o abolieron. Pero hay más: estos novelistas escriben
sus obras con nutrientes externos, con aportaciones foráneas, con injertos:
modelos ajenos que aprendieron cuando eran jóvenes, en los setenta o ya en los
ochenta. Su distinta maduración y su diferente incorporación a la novelística
hacen de ellos casos a estudiar por separado. Tal vez nos muestren de qué modo
aprendieron a ser locales y universales, leales a tradiciones previas y a la vez
innovadores. Pero su análisis nos permitirá averiguar qué fue para ellos el
pasado, esa contienda del 36 que no vivieron. O qué fue el Régimen franquista,
que todos padecieron. O qué fue la Transición democrática, que a punto estuvo de
atascarse trágicamente. La novela expresa miedos, esperanzas y tanteos, repite
esquemas y ensaya nuevos caminos. Pero sobre todo en la novela se prueban los
autores, hijos de su tiempo: estos varones más o menos desconcertados,
contemporáneos de una época que carga con el desastroso pasado
español.
Leamos lo que escribía el novelista Juan Benet años
atrás. En un ensayo histórico muy influyente, ¿Qué fue la Guerra Civil? (1976), un
ensayo que marcará a los literatos españoles y a numerosos historiadores, Benet
indicaba algo que parece obvio. Trataba el desarrollo de la contienda, algo
puramente descriptivo. Bien pensado, no lo es. El fondo de lo abordado era muy
distinto: la herida, justamente la
incisión siempre imaginada por tantos novelistas que no vivieron el conflicto
bélico y que él si vivió con amargura. Dice: “La Guerra Civil de 1936 a 1939
fue, sin duda, el acontecimiento histórico más importante de la España
contemporánea y quién sabe si el más decisivo de su historia. Nada ha conformado
de tal manera la vida de los españoles del siglo XX y todavía está lejos el día
en que los hombres de esta tierra se puedan sentir libres del peso y la sombra
que arroja todavía aquel funesto conflicto (…). Es evidente que España es un
país distinto de aquel de 1939 y tal vez su transformación haya sido más intensa
y radical que la de cualquier nación europea en el mismo lapso de tiempo. Pero
en ciertos aspectos y caracteres que determinan las condiciones necesarias para
que sea respirable un clima ciudadano, sigue siendo el mismo pueblo de siempre:
las mismas actitudes intransigentes que afloran aquí y allá, el mismo
menosprecio a las ideas del adversario, la misma sobredosis de sentimientos con
recargar opiniones que no nacen de juicios claros, la eterna prioridad de los
intereses privados sobre los públicos y, como colofón, esas constantes con el
miedo y la agresividad caracterizan la conducta de los seres
débiles”.
Las obras recientes de Mendoza, de Landero, de
Pérez-Reverte, de Muñoz Molina o de Cercas, esas que vamos a examinar, tratan
del belicismo español, de la violencia contemporánea. Y tratan de la fuerza
bruta masculina. Tratan del conflicto que no acaba en esta o en aquella guerra,
en este o en aquel roce. Y tratan de la larga posguerra y de las miserias que
llegan hasta ahora mismo. España no se acaba en la contienda del 36, por
supuesto, pero aún llevamos décadas y décadas de asimilación. Cuando ya estamos
en otro siglo y en otra circunstancia, el pasado no nos lo hemos sacudido. No
nos lo sacudiremos. Y, sobre la base de esos condicionantes, los novelistas
imaginan un presente continuo que es incertidumbre. ¿Qué hacen los hombres, en
el fondo tan insignificantes? Las nuevas novelas de autores confirmados, de
varones maduros, expresan sobre todo angustia y una leve esperanza: sus obras
son fieles medidores de un estado de ánimo. Hablan de cosas que acaban de
acaecer o de cosas que son remotas, pero hablan especialmente del tanteo y de la
chiripa histórica, esa expectativa con anhelos cada vez más debilitados. De todo
ello son muy conscientes los novelistas, y los narradores que adoptan se
expresan con desconcierto. Muy bien podríamos tomar esas obras como exámenes
masculinos. Pero también podríamos tomarlas como reconstrucciones históricas
potenciales. ¿Qué papeles desempeñan los hombres, estos hombres imaginados, en
un mundo de cimientos inestables? ¿Qué aportan estas obras a sus lectores? Si
estos novelistas tienen seguidores (y los tienen en gran número) en parte se
debe a que han sabido expresar lo que sus destinatarios precisan y con los
medios que hacen atractiva esa presentación: justamente en el momento en que
esto se hacía más perentorio. ¿En qué corrientes y creaciones se nutrieron para
imaginar lo que era y es nuevo e inventado? ¿En qué circunstancia inventan
ahora? Tomaremos algunas de esas novelas recientes como indicios actuales, como
pruebas con las que reconstruir sus concepciones, su realidad y su imaginación
sobre el pasado y sobre el presente continuo en el que
viven.
En estas páginas hay, sí, un ejercicio de imaginación
histórica: la que dichos novelistas ejercitan cuando escriben sus obras y hay
también un ejercicio de imaginación cuando el historiador las lee así.
Supongamos que alguien, un lector con referencias pero a la vez ignorante de
muchos datos personales, contextuales, históricos debiera reconstruir esa
sociedad a partir de dichos restos. Estoy hablando de un historiador cultural
que se aplica, que se pone manos a la obra, a las obras, para desentrañarlas. En
las novelas hay informaciones y hay fabulación, hay datos y hay invención. Pero
sobre todo hay enunciados que provocan consecuencias en los lectores. La
reconstrucción de lo dicho, de su sentido y de su contexto permitirá al lector
componer un cuadro aproximado de nuestro tiempo, de la España del presente: una
sociedad que los novelistas, estos novelistas varones, recrean con recursos muy
variados.
El historiador cultural estudia así las cosas. Analiza
objetos materiales que quedan como vestigio, averiguando su función, su
significado: en la época de los objetos o, tiempo después, cuando el historiador
accede a ese resto documental. La cultura es un marco de referencias y de
evidencias, de prescripciones y de prohibiciones a partir de las cuales obran
los seres humanos. Pensamos cosas, inventamos cosas, hacemos cosas, etcétera:
todas esas actividades se ejecutan a partir de ciertos códigos con los que nos
reconocemos y que son el dominio cultural que define el ámbito de lo posible y
de lo probable de cada uno de nosotros. ¿Cómo se pueden estudiar esas
concepciones y esas acciones? A partir de huellas materiales en cuyo soporte
hallamos un pensamiento expresado, una fantasía plasmada o el vestigio de un
acto emprendido. ¿Cuál es el contexto en el que hay que insertar esos objetos
que son huella de elaboraciones humanas? ¿Qué conexión tienen entre sí los
distintos productos de una época determinada?
Eduardo
Mendoza. La ironía de la tradición
Cataluña tiene fama de ser un país serio, un país en el
que sus gentes suelen adoptar poses circunspectas, graves, las propias de
personas atrafegades, apremiadas por obligaciones impostergables y por el
trabajo. Es un tópico sempiterno que a los propios nativos les gusta cultivar.
Tal vez porque tradicionalmente les ha dado un aire de modernidad en la España
de la siesta y la indolencia, de los toros y el primitivismo, una imagen también
estereotipada. Dice Javier Marías que cuando Eduardo Mendoza y él mismo fueron
invitados a Apostrophes, el programa televisivo que dirigía Bernard
Pivot, tuvieron la ocurrencia de acudir al plató con aspecto de españoles
decimonónicos: con patillas de hacha y con una faca, arma dispuesta para
ser ensartada en la mesa del estudio. ¿Con qué fin? El propósito era el de
reforzar la España del tópico, confundir a nuestros vecinos con imágenes
redundantes y previsibles sobre nuestra violencia salvaje. Hablamos de 1992,
fecha de emisión del programa televisivo. Finalmente se comportaron: evitaron la
sobreactuación histriónica presentándose como un catalán y un madrileño sensatos
y modernos.
¿Podemos tomar a Eduardo Mendoza como guía o introductor
de la Cataluña real en la España presente? Su literatura es exagerada y
caricaturesca, con resabios expresamente anacrónicos: es un riesgo, pues,
servirnos de una escritura extremada y deliberadamente arcaizante para hacernos
una idea cabal de la sociedad de hoy. Sin embargo, en ocasiones, los disparates
literarios más elaborados podemos verlos como documentos muy fieles del mundo
material. En el Diccionario de
autoridades de 1732, sin ir más lejos, la voz documento se definía del
siguiente modo: “doctrina o enseñanza con que se procura instruir a alguno en
cualquiera materia, y principalmente se toma por el aviso u consejo que se le
da, para que no incurra en algún yerro o defecto”. La literatura de Eduardo
Mendoza podría tomarse, sí, como doctrina y enseñanza con que el autor procura
instruirnos para que no incurramos en algunos yerros o defectos. Eduardo Mendoza
es un letraherido. Tanto en el
sentido del que tiene mucha afición a la literatura, como en el de quien usa la
escritura para dolerse. Pero Mendoza se duele satirizando.
[…]
Por supuesto, las novelas de Mendoza no aspiran a ser un
calco o reflejo de la Cataluña histórica: se escriben con el propósito evidente
de escarnecer unos vicios en un contexto concreto que es, básicamente, la
Barcelona natal del autor. Es decir, son documentos en el sentido moral del
término. Hay admoniciones y severas reprensiones: muy serias y a la vez muy
burlescas. Sobre esa meta, estas ficciones exageran el lado cínico y
aprovechado de los poderosos y el lado pendenciero y menesteroso de
las clases populares. Como en los folletines de antaño, en las radioteatros de
posguerra o en las comedias de enredo. Pero sobre todo sus novelas suelen
mostrar de manera satírica el lado gamberro y descacharrante que hay y
aflora en aquel país, en esa Cataluña circunspecta. A pesar del porte reservado
de sus habitantes, que les sirve de máscara o de defensa, los catalanes serían
gente cómica o involuntariamente cómica, incluso desquiciada: eso parece
inferirse de sus ficciones. En sus páginas siempre hay locos o excéntricos que
con torpeza, ingenio e impudor malviven o sobreviven en una tierra aparentemente
discreta, grave y severísima. Esos individuos son tipos que no han sabido
gobernarse, que están fuera de lugar, gentes con existencias desastrosas y
risibles: incapaces de acomodarse a la norma común, a ese estadio general de una
civilización hipócrita.
Antonio Muñoz
Molina. El tiempo en sus manos
En las novelas de Muñoz Molina, la voz del narrador es
esencial: como en todo relato, se me replicará. Sí, es cierto, pero en este
autor hay una particularidad. El narrador es observador a veces participante, a
veces ajeno a la historia que está contando. Por un lado, ese yo que se expresa
capta con precisión y sutileza la emoción de las cosas, los sentimientos
asociados a los hechos y a los objetos. Es capaz, es perspicaz. Suele acertar de
pleno. Por otro, ese narrador no distingue bien lo que rodea, lo que vive o lo
que aprecia en los otros. No suele contar en tiempo real, cuando ocurren los
acontecimientos, sino años después. ¿Qué es lo que sucede? Que si se equivocó
entonces, se vuelve a equivocar ahora; que si fantaseó, que si cayó en la
irrealidad absoluta, recae nuevamente. En ciertos narradores-personajes, la
quimera o el error no los corrige la edad. Eso con lo que fabularon es
prácticamente lo que les queda después de una vida de derrota o de retirada. Se
aferran a la ilusión y viven los hechos sin hacer un duelo correcto. Los viven
obnubilados, con una suerte de melancolía llevadera.
[…]
La mirada de Muñoz Molina es la del aturdido observador
que va a la caza de lo grande y lo minúsculo para hallar su sentido y, sobre
todo, para integrarlo en una narración propia: en un pequeño relato que luego
publica bajo la forma de colaboración periodística o en una gran novela que más
tarde colma las expectativas de sus lectores. Si va a la caza de lo inesperado
que debe ser integrado y parcialmente explicado, la materia de que se sirve es
azarosa, como azaroso es también el resultado de la obra: el curso y la
consumación de esa obra. La experiencia no garantiza el buen producto. La
facilidad o el mucho hábito pueden arruinar una ficción, justamente por la
creencia –tan difundida– de que lo ya sabido sirve para lo que está por venir.
En ocasiones, un pequeño detalle sólo provoca una narración mucho tiempo
después. Habrá que esperar, pues. Pongamos un ejemplo. En julio de 1969 llegaron
los primeros hombres a la Luna. El muchacho llamado Antonio Muñoz Molina tenía
trece años en esa fecha. Como otros contemporáneos suyos, muchos niños quedan
absolutamente hechizados por ese prodigio de la aeronáutica. Dicho
acontecimiento permanecerá durante años y años y ya para siempre cmo un suceso
de significado incierto que perturbó, alimentando la imaginación. Transcurridas
dos décadas, el articulista Muñoz Molina vuelve sobre ese acontecimiento en una
pieza triste, emocionante y evocadora. La titulará “Un verano en la Luna”
(1990), luego incorporada en su libro periodístico Las
apariencias (1995). Pasados
muchos años, el novelista reelaborará ese texto hasta hacer una
novela de formación, El
viento de la Luna.
La capacidad de invención depende de la capacidad de
observación, de las mezclas de lo material y lo inmaterial, de lo ocurrido y lo
leído. Uno aprecia un minúsculo dato de lo real y lo toma como el detalle de un
todo, pero no siempre ese entero es conocido, con lo que el detalle acaba
siendo el fragmento de una totalidad que sólo podrá reconstruirse
trabajosamente. Muñoz Molina se vale de numerosos fragmentos del pasado y del
presente, recogidos con avidez, con la paciente escucha de quien atiende a
los mayores. Luego ese material es expresado, descrito, mostrado y narrado en
sus relatos o en sus novelas, añadiéndoles el valor y la emoción que los objetos
provocan en sus personajes y en sus narradores. Muñoz Molina se desdobla en esos
caracteres y, por tanto, en sus volúmenes recupera vivencias propias y ajenas
que ordenan o desordenan el pasado y el presente. Dichas obras le sirven para
cotejarse, para pensarse en situaciones distintas de las efectivamente
sucedidas. ¿Cómo habría reaccionado yo si en vez de irme a la
capital me hubiera quedado en la provincia? ¿Cómo sería yo ahora mismo si
hubiera regresado pronto y derrotado? Eso lo aplica en sucesivas ficciones
con ingredientes varios y es una manera de hacer autoanálisis. Pero
atención: no es mero autoanálisis. Hay que saber contar, saber mezclar
materiales y recursos, y hay que saber persuadir al lector para que se quede,
para que se interese por una historia que en principio no le concierne.
Nota
de la Redacción: agradecemos a la Fundación José Manuel
Lara su generosidad por permitir la publicación de
este extracto del libro del profesor Justo
Serna, La
imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles
contemporáneos (Premio Manuel Alvar de Estudios
Humanísticos) en Ojos de
Papel.