Tribuna/Tribuna libre
Los regímenes populistas en América Latina
Por Pedro Pérez Herrero, martes, 3 de julio de 2007
Tradicionalmente, se suele identificar de populistas a los gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1955, 1973-1974) en Argentina; Getulio Vargas (1951-1954) y João Goulart (1961-1964) en Brasil; Luis Echeverría (1970-1976) en México; José María Velasco Ibarra (1952-1956) en Ecuador; Fernando Belaúnde Terry (1963-1968) y Juan Velasco Alvarado (1968-1975) en Perú; Alberto Lleras Camargo (1958-1962) en Colombia; Carlos Andrés Pérez (1974-1979) en Venezuela; Joaquín Balaguer (1966-1978) en República Dominicana; y Carlos Ibáñez del Campo en Chile (1952-1958). Si bien cada uno tuvo características propias como resultado del tiempo y del tipo de sociedad en los que le tocó actuar, todos compartieron un cierto sello común.
Al conjunto de estas experiencias políticas se le conoce como populismos clásicos en comparación con los populismos tempranos (anteriores a 1930) y los nuevos de finales del siglo XX (Carlos Saúl Menem, Alberto Fujimori, Carlos Salinas) y comienzos del siglo XXI (Hugo Chávez, Evo Morales, Néstor Kirchner, Alán García, Daniel Ortega).
Los regímenes populistas en general y sus diferentes variantes latinoamericanas en especial han recibido una especial atención por parte de los historiadores. El término de populismo tuvo su origen a finales del siglo XIX para describir unas situaciones políticas concretas, pero posteriormente se fue convirtiendo en un concepto más ambiguo por haberse utilizado por economistas, politólogos, sociólogos e historiadores para explicar realidades parcialmente distintas entre sí desde distintos ángulos interpretativos. En Estados Unidos el People’s Party, que comenzó su andadura como un movimiento campesino alternativo a los grandes partidos demócrata y republicano, utilizó el término de populismo para referirse a la necesidad que había de solucionar los problemas urgentes de la población con políticas nuevas; y en la Rusia zarista de fines del siglo XIX, en condiciones muy distintas a las de Estados Unidos, el movimiento narodnichestvo, conformado por un reducido grupo de intelectuales, reclamó el empleo de políticas populares para mejorar las precarias condiciones de vida de amplios sectores de la población.
Algunos autores trataron de legitimar en la década de 1960 los regímenes populistas explicando que estos sistemas de gobierno defendieron los intereses de un pueblo compuesto por gente simple y virtuosa. Estos historiadores de mediados de siglo XX sostuvieron que, dado que en América Latina no se habían generado por diferentes razones las condiciones objetivas necesarias para el desarrollo económico, no existía una cultura democrática consolidada, ni un sistema de partidos fuerte, y puesto que había importantes desigualdades en la distribución del ingreso que ocasionaban fuertes tensiones sociales, los regímenes populistas representaron una garantía del orden interno. Algunos autores llegaron incluso a plantear a medidos de siglo que los populismos latinoamericanos no eran sino la adaptación de los principios de la socialdemocracia europea a la situación de la región caracterizada por la fuerte heterogeneidad estructural de sus sociedades. En la misma década, y siguiendo la teoría de la modernización, otros autores explicaron que los populismos latinoamericanos debían ser interpretados como una etapa intermedia entre la sociedad tradicional y la moderna.
Posteriormente, algunos analistas comenzaron a explicar la acción de los populismos desde distintos puntos de vista. Un grupo de historiadores, influenciados por la teoría de la dependencia o por el marxismo según los casos, sostuvieron que los populismos debían entenderse como una fase del desarrollo del capitalismo y en concreto como la etapa que marcaba el final del modelo agroexportador y de las formas de acción del Estado oligárquico. Otros especialistas subrayaron que la esencia de los populismos radicó en la lucha librada por el pueblo (siempre en singular y considerado como el factor fundamental del proceso de cambio), sabiamente dirigido por un líder, contra la acción negativa de las elites dominantes. La justicia social fue vista como el beneficio tangible que se debía esperar de este tipo de gobiernos. Carlos Vilas llegó a defender que el populismo representó en América Latina una etapa necesaria en el camino a la democracia por entender que facilitaba la inclusión de las masas y la reducción del poder de la oligarquía.
Un tercer grupo de autores señaló que los populismos, sin tener una ideología claramente definida, se basaron en la excitación de los sentimientos nacionalistas a fin de tratar de impulsar la cohesión social. Dichos historiadores explicaron que los discursos de los políticos populistas se centraron en la presentación de una tensión dicotómica y maniquea entre la patria (identificada como el bien) y el exterior (representación del mal). El discurso nacionalista basado en la negación de lo externo brindaba la posibilidad de presentar una imagen de una sociedad cohesionada y homogénea, eclipsando con ello la profunda heterogeneidad estructural que caracterizaba a dichas poblaciones. El nacionalismo facilitaba el desagüe de los odios y los traumas acumulados, a la vez que evitaba tener que entrar en la realización de diagnósticos profundos y diseñar políticas complejas modernizadoras. El justicialismo de Juan Domingo Perón encontró en la oligarquía el enemigo a batir e identificó físicamente el Jockey Club de Buenos Aires como el edificio contra el que había que dirigir todas las furias y las fobias de los descamisados. En Bolivia, los poderosos empresarios con intereses extranjeros integrantes de La Rosca fueron señalados como los causantes de las desgracias de los pueblos andinos. En Ecuador la Gran Prensa fue etiquetada como la autora de casi todas las desgracias de la región. Luis Echeverría no se cansó de repetir en México que Estados Unidos era el causante de casi todas las desgracias nacionales. La falta de una ideología propia del populismo y el profundo pragmatismo de los gobiernos que actuaron bajo dicha bandera quedaron ejemplificados en la famosa frase que definió al peronismo argentino de mediados de siglo XX como un movimiento que “no era de izquierda, ni de derecha, sino todo lo contrario”.
A partir de mediados de la década de 1970, y una vez que muchos de los regímenes populistas habían periclitado, comenzaron a aparecer múltiples posiciones críticas con dichas experiencias. La crisis económica iniciada en 1973 supuso la reducción drástica de los ingresos de los gobiernos populistas. Sin recursos que repartir, las redes clientelares comenzaron a desmantelarse. No por casualidad, a finales de la década de 1970 y durante la de 1980 el discurso democrático comenzó lentamente a reemplazar al demagógico populista (Ecuador en 1979, Nicaragua en 1979, Argentina en 1983, Brasil en 1985, Bolivia en 1982, El Salvador en 1980, Guatemala en 1986, Honduras en 1980, Paraguay en 1989, Perú en 1980, Uruguay en 1985). En casos excepcionales hubo que esperar hasta la década de 1990 para ver el regreso de la democracia (Chile en 1990). Algunos autores, subrayando la distancia que se había dado entre lo formal y lo informal y la teoría y la praxis en los populismos, definieron ya en esta época los populismos como prácticas bonapartistas y cesaristas. Otros analistas pusieron de manifiesto que por lo general los gobernantes de este signo habían cometido el error de apartarse del modelo de Estado weberiano (basado en la existencia de una administración pública eficaz y profesionalizada) cayendo en consecuencia de forma inevitable en la utilización de canales de gestión de lo público construidos sobre las relaciones personales y de lealtad en vez de sobre las de eficiencia, mérito y capacidad. Posteriormente, este grupo de historiadores definió a los populismos como regímenes plebiscitarios que se apoyaban en las masas evitando a toda costa el contraste de las ideas y las discusiones en los Congresos (Cámara de Diputados y Senado); o como democracias delegativas, en palabras de Guillermo O’Donnell (el pueblo, considerado menor de edad, delega su soberanía a una figura redentora con la esperanza de que la concentración del poder garantice las soluciones que se esperan).
En esta misma época, algunos especialistas caracterizaron a los populismos de sistemas antidemocráticos, explicando que la democracia se basaba en la participación consciente y reflexiva de la ciudadanía en las tareas de interés común general, y que estos regímenes centraron su acción en una relación emocional entre unas masas irreflexivas y la acción de un líder político con fuertes capacidades taumatúrgicas apoyado en un discurso redentor que sin estar basado en una ideología clara prometía construir un mundo feliz al que se llegaba de forma rápida y fácil sin necesidad de realizar muchos esfuerzos. Este mismo grupo de pensadores defendió que los populismos latinoamericanos fueron una combinación de las experiencias de las guerras contra el Antiguo Régimen en Europa (1780-1850), las luchas de los liberales en Estados Unidos a fines del siglo XIX, los enfrentamientos de los trabajadores europeos entre 1871 y 1939 y las revueltas antiimperialistas del Tercer Mundo en la segunda mitad del siglo XX (Quijano, 1998). La capacidad magnética de los discursos populistas para atraer a las grandes masas se convirtió en esta época en el punto de reflexión más importante de estos analistas. No casualmente, los gobernantes populistas fueron identificados como mesías salvadores de la patria. En consecuencia, bastantes de los estudiosos de los populismos que partieron de estas premisas identificaron a estas formas de acción política con los individuos que lo propiciaron; y sus éxitos y fracasos con su capacidad de liderazgo y de comunicación con las masas. Por lo general, este grupo de historiadores coincidieron en conceder una singular importancia al papel del sujeto en el devenir de la Historia, recogiendo la tradición historiográfica conservadora de Thomas Carlyle, ensayista escocés que desconfiaba de la democracia y sostuvo en Los héroes (1841) que el avance de la civilización se debía a la actividad de los héroes, en clara contraposición con los planteamientos del socialista revolucionario prusiano Carlos Marx, que reivindicó en el Manifiesto comunista (1848) el papel protagonista de las masas sobre el curso de la Historia.
Posteriormente, en la década de 1990 se puso de relieve que el éxito de los populismos no se podía explicar exclusivamente por la acción de los líderes, sino que se debía introducir en el análisis además el fracaso del funcionamiento transparente de las instituciones y la complejidad de las formas de interacción de los representantes políticos con las masas, puesto que por lo general disfrutaron de un apoyo multiclasista y gozaron del respaldo de diferentes coaliciones de intereses. Obreros y empresarios, empleados y profesionistas, miembros de distintos partidos políticos, trabajadores sindicalizados e independientes, y ciudadanos no afiliados a ningún grupo político se unieron codo con codo en las grandes plazas para escuchar con emoción los discursos de sus líderes. Según este grupo de autores, los populismos fueron consecuencia, en vez de causa, del precario funcionamiento del Estado de Derecho, no pudiendo interpretarse que fueran causantes de la destrucción del sistema de partidos, sino que se apoyaron en la crisis de representación ocasionada por la desconfianza de los ciudadanos en el sistema político imperante. Una vez que los gobernantes populistas lograron el poder trataron de profundizar por todos los medios de debilitar el funcionamiento de las instituciones subrayando para ello de forma continua los precarios resultados derivados del sistema de partidos y recordando permanentemente el descrédito (corrupción) de los políticos tradicionales a fin de legitimar su acción personalista y poner de relieve los beneficios prácticos derivados de las relaciones clientelares. Esta acertada explicación, sin duda, ayuda a entender por qué cuando finalizaron los regímenes populistas no se restablecieron de forma automática los Estados de Derecho que algunos interpretaban que existían antes de que los populismos aparecieran en el escenario político del continente.
A finales del siglo XX se constató que por lo general las experiencias populistas de mediados del mismo siglo tuvieron un final trágico y compartieron algunas importantes similitudes en sus evoluciones. El aumento de las frustraciones políticas colectivas, al no conseguir el paraíso prometido, y la desesperación de los líderes, al no poder encontrar la piedra filosofal capaz de curar todos los males y convertir cualquier material en oro, acabaron impulsando desórdenes sociales e incluso dramas personales. Mientras Getulio Vargas se suicidaba en Brasil, y Juan Domingo Perón se veía obligado a huir de Argentina, las sociedades latinoamericanas caían en un ciclo de desesperación que fue aprovechado o bien por los militares o bien por regímenes revolucionarios de distinto signo para tratar de conseguir cambios drásticos en poco tiempo (Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua entre 1979 y 1989). La izquierda vio en los líderes populistas a demagogos que habían traicionado a las masas; y la derecha les culpó de haber desatado la inflación, atemorizado a los inversores extranjeros y desestabilizado el curso de la política. No obstante, todo ello no impidió que los líderes populistas y sus gobiernos fueran recordados pasado el tiempo como héroes en épocas de abundancia.
Estos mismos autores detectaron que los populismos clásicos tuvieron unas fases similares. En un primer momento, los líderes que llegaron al poder aplicaron programas de acción expansivos logrando en el corto plazo éxitos innegables. La producción aumentó, los salarios reales mejoraron, el paro se redujo, el déficit no se disparó y la inflación no se elevó demasiado. En un segundo momento, se crearon cuellos de botella debido a una fuerte expansión de la demanda de bienes nacionales y a una falta de divisas. La inflación se elevó reduciendo la capacidad adquisitiva de los salarios, y el déficit se deterioró como resultado de los subsidios generalizados a los bienes de consumo básicos y la compra masiva de divisas para mantener artificialmente una buena relación de la moneda local con el dólar. En una tercera fase, la aceleración de la inflación y el aumento de la falta de divisas se tradujeron en una fuga de capitales y en una desmonetización de la economía. El déficit presupuestario aumentó al darse un retroceso de la recaudación fiscal y al seguirse aumentando exponencialmente el gasto público financiado por la deuda externa. El escaso ahorro interno siguió huyendo hacia el exterior, mientras que los trabajadores quedaron anclados a unos puestos de trabajo de unas plantas productivas obsoletas, poco eficientes, no competitivas y de baja productividad. A continuación, los gobiernos trataron de estabilizar el deterioro económico reduciendo los subsidios y efectuando una depreciación de la moneda, generando una caída drástica de los salarios reales, con el consecuente malestar social y las turbulencias políticas derivadas del mismo. En una cuarta fase, un nuevo gobierno emprendió un plan de rehabilitación de la economía a través de un programa de choque ortodoxo (generalmente ayudado por el FMI o el BID). Al final de ciclo, la capacidad adquisitiva del salario real fue menor que al comienzo de la experiencia populista.
Las experiencias de los nuevos populismos de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI han ayudado a clarificar algunas de las interpretaciones de los regímenes populistas (tanto de mediados del siglo XX como de comienzos del siglo XX). Tradicionalmente, fue habitual sostener que los populismos clásicos coincidieron con un período de máxima movilización de los sectores populares, el fortalecimiento de los mercados internos, la debilidad del sistema de partidos, la ampliación de la corrupción, el impulso de las políticas ISI y el aumento de la injerencia del Estado sobre la economía. No obstante, las prácticas neopopulistas han puesto de manifiesto que este tipo de gobiernos no sólo se dieron con políticas económicas intervencionistas, proteccionistas y autárquicas (ISI) de crecimiento hacia dentro, sino también en épocas con políticas económicas aperturistas de crecimiento hacia fuera, de fomento de los programas de desregulación y de impulso de la reducción de la injerencia del Estado en la economía (Carlos Saúl Menem, Alberto Fujimori y Carlos Salinas). A partir de entonces se comenzó a subrayar que los populismos se caracterizaron más por sus dimensiones políticas y discursivas (enfrentamiento de la oligarquía, consideraba como negativa, con el pueblo, identificado como positivo), que por sus directrices económicas.
A comienzos del siglo XXI se introdujeron algunas variables explicativas nuevas que posibilitaron profundizar en la comprensión del funcionamiento de los regímenes populistas. El análisis de los datos históricos adecuados mostró que la aceptación de los regímenes populistas por las masas no se debió únicamente y de forma mecánica a la personalidad magnética de los líderes y a su carisma, a la apatía o despolitización de la población latinoamericana, a la ausencia de un sistema de partidos, a la desideologización de los discursos políticos, a la falta de administraciones públicas, a la debilidad de las instituciones o a la excitación de los sentimientos nacionalistas unificadores, sino además y sobre todo al modo en el que los gobernantes (civiles y militares) emplearon el gasto público y las políticas fiscales en el contexto de un específico sistemas de partidos para concitar el apoyo popular de grandes conjuntos poblacionales que no se caracterizaban precisamente por coincidir en sus planteamientos ideológicos ni por pertenecer al mismo grupo social.
La comprensión de la evolución del gasto público y del funcionamiento del sistema de partidos ayudó sin duda a ofrecer más luz al clásico enfrentamiento historiográfico decimonónico entre el papel del individuo y la sociedad en la Historia; facilitó el entendimiento de la evolución de los populismos al poner de relieve sus diferentes variantes; y destacó la necesidad de entender de forma vinculada las dinámicas sociales y los instrumentos de poder manejados en cada período y región. Los datos históricos dejaron claro que para comprender el éxito de los populismos había que partir no sólo de la estructura institucional, sino de la situación social imperante. Resulta ilustrativo recordar que en la mayoría de los casos en los que triunfaron los regímenes populistas sus sociedades se caracterizaron por presentar abultadas bolsas de pobreza, una distribución del ingreso marcadamente desigual, fuertes procesos de metropolización como resultado de migraciones internas, una extensa marginación, niveles educativos bajos, relaciones laborales basadas en la informalidad, niveles de explotación elevados, presencia de sindicalismos corruptos con violencia social descontrolada, una justicia lenta y poco eficaz, un arraigado centralismo, y sistemas de partidos caracterizados por una elevada volatilidad. Unos trabajadores habituados a malvivir en condiciones de insalubridad identificaron las promesas de cambio de los líderes populistas como la escalera por la que poder escapar del pozo de la pobreza en el que vivían.
Partiendo de este planteamiento, se entiende mejor cómo precisamente en los países y regiones en los que las injusticias y las desigualdades fueron (o son en la actualidad) más dolorosas fue donde los cantos de sirena de los gobernantes populistas resultaron más creíbles. Si la población parecía anestesiarse en los grandes mítines de los líderes populistas, no era porque no fuera capaz de discernir que muchas de las promesas que oían eran pura demagogia, sino por la necesidad que tenían de confiar en una posibilidad de construir un futuro distinto, mejor que el actual, en el que los desposeídos y descamisados tuvieran una mayor participación de las riquezas que se pregonaba había en los países donde vivían. La frase de “queremos promesas, no realidades” (repetida en muchas manifestaciones de América Latina) reproduce fielmente estos sentimientos. Si los líderes políticos utilizaron los discursos populistas demagógicos no fue sólo por la necesidad que tenían de legitimar el ejercicio del poder con un baño de masas (cosechando los votos necesarios que les llevaran al poder), sino también por la urgencia de convertir el desorden social y las frustraciones existentes en un clima de esperanza. El contacto con las masas se convirtió en un ritual cuidadosamente diseñado que necesitaba repetirse de forma regular a fin de retroalimentar las relaciones clientelares. Se comprueba con ello que la capacidad que cada líder populista tenía para convencer que su modelo era el adecuado para construir un futuro mejor con un bajo costo de esfuerzo de la ciudadanía no se basaba solamente en un buen diseño del discurso, sino también en un acertado programa de gasto público destinado a engrasar las lealtades de los diversos sectores sociales. Sin duda, los gobiernos populistas deben explicarse partiendo de la situación social de desigualdad existente y de la pobre estructura institucional imperante, pero no hay que olvidar tampoco que el hábil ejercicio del gasto público ayudó a construir confianzas y alimentar clientelas. Palabras e inversiones se retroalimentaban y vinculaban de forma permanente. Como por arte de magia, cada grupo social entendía lo que necesitaba escuchar en cada frase pronunciada por el líder y recibía una subvención específica acorde a sus necesidades. La habilidad del político residía en hacer comprender que había que evitar los enfrentamientos entre los grupos sociales y que todos eran compañeros de viaje que debían compartir solidariamente lo que el líder les ofrecía. Un político ecuatoriano definió correctamente la política populista cuando afirmó que era la que “fascina a las masas sin dejar de servir a las oligarquías”.
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Nota de la Redacción: agradecemos a Editorial Síntesis, en la persona de su directora de ediciones Carolina Centeno, la gentileza por permitir la publicación de esta parte del libro Auge y caída de la autarquía, volumen V de la Historia Contemporánea de América Latina (1950-1980) (Editorial Síntesis), obra de Pedro Pérez Herrero.