Alucinación en Kandahar: VELVET UNDERGROUND
El viaje empieza con una alucinación.
Desde las alturas,
aterrizando en la inmensidad del polvo, el aeropuerto de Kandahar aparece del
todo sensual, irreal, una arquitectura que excitaría a la revista
Wallpaper
y sus
sixties delights. Es la historia del tiempo y lo
inútil: con sus flipantes arcos blancos, lo pagó y construyó Estados Unidos en
1962 para que los aviones turbohélice de las grandes rutas comerciales pudieran
repostar combustible entre Oriente Medio y el Sudeste Asiático. Pero el
aeropuerto acabó en espejismo: recién estrenado, alguien inventó los aviones de
reacción, sin escalas, y este
sixties delight se quedó ahí, colgado en la
nada, hasta que el tiempo se lo ha devuelto a los americanos como algo
militarmente imprescindible, tan imprescindible como lo fue para los soviéticos
en los años ochenta: los cazabombarderos rusos siguen ahí, descuartizados,
masticados por la historia, por las historias, bajo los drones sin piloto pero
con misiles que hoy van despegando hacia remotas cordilleras.
Cientos de
miles de soldados estadounidenses, británicos y canadienses han aterrizado
durante la última década en la pista de este aeropuerto fantasía. Pero no es la
primera llegada masiva de occidentales en la historia de Kandahar: la primera
invasión fue en los años sesenta y setenta con miles y miles de jóvenes
occidentales que no pasaban por los arcos irreales de la terminal porque no
tenían pasta para llegar en avión: rumbo a India y Nepal, llegaban a Kandahar
montados en autobuses locales o furgonetas recosidas con alambre al ritmo
iluminado, entre otros ritmos, de
Venus in Furs de la Velvet Underground…
Estoy cansado, estoy aburrido / Podría dormir mil años seguidos / Mil sueños
que me despiertan / Diferentes colores hechos de lágrimas… Lágrimas,
sueños y colores hacia el otro lado del espejo.
“Los extranjeros que
llegaban cambiaban rápidamente de aspecto y salían de allí vestidos de príncipes
y princesas, con camisas bordadas, calzones drapeados, gorros de espejitos,
pañuelos de colores, pendientes, pulseras, collares y abalorios”, recuerda Ana
María Briongos en
Un invierno en Kandahar, la mejor memoria que se ha
escrito de este lugar en ese tiempo. “En Kandahar, el mundo occidental no había
impuesto aún sus señas de identidad”, cuenta Briongos. Ni las había impuesto
entonces ni las ha impuesto todavía: si ellos se vestían de príncipes libremente
para ser ellos mismos y soñar, un viajero occidental tiene hoy que vestir de
príncipe para ser
otro, para pasar inadvertido y evitar una
auténtica pesadilla.
Demasiados porros habrían tenido que liarse esas
legiones de
hippies para imaginar hoy las calles de Kandahar, la ciudad
que desde siempre ha marcado el pulso de Afganistán. Flipados habrían quedado al
ver los campos de opio y marihuana que envuelven con su polen la capital
espiritual de la resistencia y el delirio.
Demasiados porros habrían
tenido que aspirar para imaginar el viaje al infierno que se inició cuando los
tanques del Ejército Rojo irrumpieron en la Navidad de 1979. Para imaginar que
un día nacerían en esta ciudad unos iluminados llamados talibanes cuya primera
actuación pública, en verano de 1994, sería para apalear a dos señores de la
guerra que combatían por la posesión sexual de un chico adolescente. Para
imaginar que esos iluminados convertirían Kandahar en la capital de un Emirato
Islámico de Afganistán, para imaginar que desde ese emirato alguien hundiría las
Torres Gemelas de Nueva York y que Estados Unidos acabaría con ese emirato a
misilazos. Para imaginar que un asesor del Pentágono redactaría un día un
informe para sus tropas sobre la sexualidad de los pashtunes –la etnia de los
talibanes– y que ese informe señalaría que “mientras en muchas áreas del sur de
Afganistán este abuso –sexual– de niños se lleva en secreto, en Kandahar
constituye una celebrada tradición cultural”.
Si el
militar power
occidental patrulla hoy blindado por Kandahar, la invasión
flower power
se paseaba tocando una flauta. “Algunos viajaban en las célebres furgonetas
Volkswagen –recuerda Ana María Briongos–. Otros, como dos suecos que
compartieron habitación conmigo, en un flamante Ford Mustang. Su llegada causó
sensación. Siempre había una muchedumbre admirándolo. Pero en Kandahar el coche
les duró cuatro días, ya que lo cambiaron por un plato de lentejas, o lo que es
lo mismo, por unas dosis de heroína”.
Un Kandahar de sexo, velas,
cucharas y jeringuillas. “Lou Reed ya cantaba
Heroin is my life, heroin is my
wife con la Velvet Underground y los dos suecos habían convertido la canción
en su himno particular y la tarareaban todo el día”.
Nadie canta hoy en
Kandahar, y el único lugar en el que se puede bailar sin complejos es en la
pequeña discoteca que la tropa americana tiene escondida en las entrañas de su
gran base junto al aeropuerto. En las calles no hay música, no hay cines y
apenas hay mujeres, sumergidas todas en escafandras de tela llamadas burka. La
única diversión es una noria… en la que sólo suben los hombres para girar, una y
otra vez, sobre ellos mismos.
En el centro de la ciudad, un fotógrafo
vende hoy
viajes sin salir de su estudio: tu imagen, con turbante
incluido, delante del castillo de Luis II de Baviera, sobre un clorofílico campo
de golf o frente a la torre Eiffel… Medio siglo después, Photoshop cumple el
sueño de la psicodelia: viajar muy lejos sin moverse de una alfombra. Por el
cristal del aparador se reflejan los megablindados estadounidenses que, de vez
en cuando, cruzan por el centro de Kandahar, y los blindados aparecen aquí como
el auténtico Photoshop: figuras irreales superpuestas a los atrayentes, sucios e
infinitos mercados de Kandahar.
Más Photoshop, casi Photocachondeo, en
una colina a las afueras: las autoridades de Afganistán –un país con
narcoestado, narcoinsurgencia y soldados de todas las nacionalidades dándole al
porro– han escrito con montones de piedras claras:
No drugs. Los
hippies de ayer y los talibanes de hoy,
príncipes todos, comparten
la atracción por ciertos cultivos y una cierta percepción del tiempo, a vivir
fuera de él: “Una de las características fundamentales de ese movimiento era la
inmediatez: nada de lo que se hiciera tenía en cuenta ninguna expectativa de
futuro”, escribe Briongos. Como hoy: ninguna expectativa.
Desde su
radical antagonismo espiritual, con collares sobre el pecho unos y bombas
adosadas sobre el mismo pecho otros, los
hippies que un día pasaron por
Kandahar y los talibanes que hoy lo habitan comparten también una cierta
volatilidad del mundo.
“Al final nadie sabía qué buscaba, ni qué quería
encontrar, y muchos no buscaban nada, simplemente deambulaban, el movimiento por
el movimiento, de autobús en autobús, de pensión en pensión, de porro en porro”,
explica Briongos… “No sé qué quieren los talibanes o la oposición o como quieran
llamarse. ¿Qué quieren? ¿Poder? ¿Creen que ocupando edificios, y luego empezando
a disparar o detonándose ellos mismos, alguien les dará el poder?”, se lamentaba
desmoralizado un profesor de escuela, Mohammed Nadeem Khan, haciendo cola para
comprar pan con ráfagas esporádicas de fondo: los talibanes lanzaban contra el
centro urbano múltiples ataques con armas ligeras y guerrilleros suicidas.
Cientos de jóvenes con turbante se retan en masivas carreras de
motocross por las pendientes de Mullah Omar. Como figuras superpuestas
con ordenador a un paisaje antes de la batalla. El clímax del campeonato era una
fuerte pendiente que los jóvenes ascendían solos o en grupos. Con motos
japonesas, chinas y coreanas, los jóvenes derrapaban su gozo ante cientos de
espectadores.
El movimiento por el movimiento, de moto en moto, de
explosivo en explosivo y de turbante en turbante. Porque en el turbante llevaba
escondida el suicida la bomba que mató al alcalde, y en el turbante lo llevaba
el chico de quince años que se inmoló en una de las mezquitas, en pleno funeral
por el hermano del presidente Hamid Karzai, asesinado el día antestambién en
Kandahar.
Más turbantes: dos helicópteros negros de Estados Unidos
sobrevuelan un campo con un espantapájaros, y el espantapájaros también lleva
turbante.
De explosión en explosión, y cada bombazo retumba en la
mezquita de la Capa del Profeta, en la mezquita del Pelo del Profeta, en todos
los rastros celosamente custodiados de Mahoma. La Capa del Profeta sólo se
muestra al público en tiempos de grandes crisis, y fue el mulah Omar, el creador
de los talibanes, el que la agitó por última vez, hace quince años, ante las
multitudes siempre masculinas de Kandahar.
Incertidumbre, bombas y
pétalos, muchos pétalos. “Podías ver hombres con turbantes gigantescos, paseando
cogidos de la mano, con rosas en la boca y fusiles envueltos en tela de saraza
floreada”, escribió Bruce Chatwin de sus incursiones por el Afganistán de los
sesenta. El novelista y viajero inglés también dejó escrito que la caída de
Afganistán a los infiernos no empezó con la abolición de la monarquía ni con la
invasión soviética. Empezó precisamente en esas décadas, con
flower powers
“arrojando a los intelectuales afganos en manos de los marxistas”.
Los
hippies se apretujaban en las habitaciones de los hostales y
los talibanes han llenado esos colchones de vacío. Ana María Briongos recuerda
el hotel Khyber. “Tenía habitaciones individuales, dobles, triples, cuádruples y
una común, la más barata, donde podían dormir más de veinte personas y que
estaba siempre llena.”
Hoy, en el hotel Mumtaz, en el centro de la
ciudad, apenas se registran almas. La soledad hace todavía más inquietantes los
brillos de su decoración recargada y cutre. Tiene clientes muy esporádicos,
tensos, flotando, como llegados de otra galaxia, que en excepcionales ocasiones
son occidentales, y la dirección del hotel regala a los extraños huéspedes un
calendario con la foto de un hombre armado en la recepción, como para dar
tranquilidad aunque lo que produce el calendario es un profundo escalofrío.
Finiquitados, los
guest houses que acogieron a la psicodelia
siguen ahí, cerrados, como cofres de un tesoro inyectado, diluido, imposible
como las rutas que tomaban los
hippies. Camino de Katmandú, en verano, de
Kandahar a Kabul para penetrar en Pakistán por el Khyber Pass. En invierno, de
Kandahar a Pakistán por el sur, atravesando la ciudad de Qüeta… Rutas hoy algo
suicidas, especialmente esta última, aunque entonces ya caían por el camino…
¿Quiénes eran John Charles Elcoate, de 24 años, y Margaret Mills, de 21, “de la
Universidad de Sheffield. Muertos a tiros cerca de Shahjui, en la carretera de
Kandahar, en agosto de 1971”, reza una lápida en el cementerio británico de
Kabul. ¿Por qué los mataron? ¿Dónde iban? ¿Qué soñaban?
“A unos les
salía la vena de comerciante –recuerda Briongos–. Sabían precios, tiendas,
mercaderes. Sólo hablaban de dólares y de afganis y de rupias, de lo que se
compraba aquí y se vendía a mejor precio allí. Compraban, cruzaban fronteras,
vendían, volvían a comprar y así crearon un comercio paralelo al de los nómadas
de las tribus autóctonas. Un comercio de artesanía, telas bordadas, joyas, té y
otros productos naturales, incluyendo drogas […] Otros se volvieron vagabundos,
rotos, sucios, desgreñados, sin dientes, desorientados, perdidos. Algún día los
repatriarían si procedían de un país importante con embajada en Kabul”.
“Algunos se enriquecieron y otros se empobrecieron, y no me refiero al
dinero –escribe–. Unos aprendieron a ser independientes y otros, con tanta
libertad, enloquecieron”… Enloquecieron como, por iluminaciones contrarias a las
suyas, enloquecen hoy los talibanes.
Entre pétalos de colores, unos y
otros comparten una cierta tendencia a situarse fuera del tiempo y una cierta
visión de los sueños…
Podría dormir mil años / Mil sueños que me despiertan /
Diferentes colores hechos de lágrimas…, cantaban ayer la Velvet Underground,
y los talibanes –a diferencia del wahabismo de Al Qaeda– siguen hoy creyendo en
los sueños como fuente de revelación.
Y los sueños –de Kandahar a Oslo–
tienen esto: te transportan del paraíso a la locura en un suspiro.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones Carena en la
persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Plàcid Garcia-Planas,
Como
un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los
muertos (Carena, 2012), en
Ojos de Papel.