Plàcid Garcia-Planas: <i>Como un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los muertos</i > (Carena, 2012)

Plàcid Garcia-Planas: Como un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los muertos (Carena, 2012)

    AUTOR
Plàcid Garcia-Planas

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Sabadell (Barcelona, España), 1962

    BREVE CURRICULUM
Licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra, es reportero de La Vanguardia de Barcelona desde 1988. Ha cubierto las guerras yugoslavas, las dos guerras del golfo Pérsico y los conflictos de Líbano, Israel, Palestina, Afganistán y Libia, entre otros.

    LIBROS
Es autor de La revancha del reportero, libro en el que sigue la huella a siete grandes corresponsales de guerra de La Vanguardia, y de Jazz en el despacho de Hitler, premio Godó de Periodismo de Investigación y Reporterismo 2010



Plàcid Garcia-Planas

Plàcid Garcia-Planas


Magazine/Nuestro Mundo
Plàcid Garcia-Planas: Como un ángel sin permiso. Alucinación en Kandahar: Velvet Underground
Por Plàcid Garcia-Planas, miércoles, 1 de febrero de 2012
Todo proyectil tiene su trayectoria. Del anuncio de una bala eco-friendly noruega al orificio de una bala en el labio superior de un cadáver caraqueño. De una pistola Smith and Wesson expuesta en París a una pistola Smith and Wesson requemada por un coche bomba en Kandahar. De la explosión virtual en un impecable estand de venta de armas israelíes a la explosión real de un misil en Libia. Las crónicas de guerra de Plàcid Garcia-Planas en Como un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los muertos siguen esa trayectoria. De las moquetas del marketing bélico a la morgue de los soldados. De la guerra libia al primer bombardeo aéreo de la Historia; de la tumba de los suicidas afganos a la tumba del judío Adolf Hittler. Relatos cruzados que dan la razón a Mario Vargas Llosa: la realidad es infinita.

Alucinación en Kandahar: VELVET UNDERGROUND

El viaje empieza con una alucinación.

Desde las alturas, aterrizando en la inmensidad del polvo, el aeropuerto de Kandahar aparece del todo sensual, irreal, una arquitectura que excitaría a la revista Wallpaper y sus sixties delights.

Es la historia del tiempo y lo inútil: con sus flipantes arcos blancos, lo pagó y construyó Estados Unidos en 1962 para que los aviones turbohélice de las grandes rutas comerciales pudieran repostar combustible entre Oriente Medio y el Sudeste Asiático. Pero el aeropuerto acabó en espejismo: recién estrenado, alguien inventó los aviones de reacción, sin escalas, y este sixties delight se quedó ahí, colgado en la nada, hasta que el tiempo se lo ha devuelto a los americanos como algo militarmente imprescindible, tan imprescindible como lo fue para los soviéticos en los años ochenta: los cazabombarderos rusos siguen ahí, descuartizados, masticados por la historia, por las historias, bajo los drones sin piloto pero con misiles que hoy van despegando hacia remotas cordilleras.

Cientos de miles de soldados estadounidenses, británicos y canadienses han aterrizado durante la última década en la pista de este aeropuerto fantasía. Pero no es la primera llegada masiva de occidentales en la historia de Kandahar: la primera invasión fue en los años sesenta y setenta con miles y miles de jóvenes occidentales que no pasaban por los arcos irreales de la terminal porque no tenían pasta para llegar en avión: rumbo a India y Nepal, llegaban a Kandahar montados en autobuses locales o furgonetas recosidas con alambre al ritmo iluminado, entre otros ritmos, de Venus in Furs de la Velvet Underground… Estoy cansado, estoy aburrido / Podría dormir mil años seguidos / Mil sueños que me despiertan / Diferentes colores hechos de lágrimas…

Lágrimas, sueños y colores hacia el otro lado del espejo.

“Los extranjeros que llegaban cambiaban rápidamente de aspecto y salían de allí vestidos de príncipes y princesas, con camisas bordadas, calzones drapeados, gorros de espejitos, pañuelos de colores, pendientes, pulseras, collares y abalorios”, recuerda Ana María Briongos en Un invierno en Kandahar, la mejor memoria que se ha escrito de este lugar en ese tiempo. “En Kandahar, el mundo occidental no había impuesto aún sus señas de identidad”, cuenta Briongos. Ni las había impuesto entonces ni las ha impuesto todavía: si ellos se vestían de príncipes libremente para ser ellos mismos y soñar, un viajero occidental tiene hoy que vestir de príncipe para ser otro, para pasar inadvertido y evitar una auténtica pesadilla.

Demasiados porros habrían tenido que liarse esas legiones de hippies para imaginar hoy las calles de Kandahar, la ciudad que desde siempre ha marcado el pulso de Afganistán. Flipados habrían quedado al ver los campos de opio y marihuana que envuelven con su polen la capital espiritual de la resistencia y el delirio.

Demasiados porros habrían tenido que aspirar para imaginar el viaje al infierno que se inició cuando los tanques del Ejército Rojo irrumpieron en la Navidad de 1979. Para imaginar que un día nacerían en esta ciudad unos iluminados llamados talibanes cuya primera actuación pública, en verano de 1994, sería para apalear a dos señores de la guerra que combatían por la posesión sexual de un chico adolescente. Para imaginar que esos iluminados convertirían Kandahar en la capital de un Emirato Islámico de Afganistán, para imaginar que desde ese emirato alguien hundiría las Torres Gemelas de Nueva York y que Estados Unidos acabaría con ese emirato a misilazos. Para imaginar que un asesor del Pentágono redactaría un día un informe para sus tropas sobre la sexualidad de los pashtunes –la etnia de los talibanes– y que ese informe señalaría que “mientras en muchas áreas del sur de Afganistán este abuso –sexual– de niños se lleva en secreto, en Kandahar constituye una celebrada tradición cultural”.

Si el militar power occidental patrulla hoy blindado por Kandahar, la invasión flower power se paseaba tocando una flauta. “Algunos viajaban en las célebres furgonetas Volkswagen –recuerda Ana María Briongos–. Otros, como dos suecos que compartieron habitación conmigo, en un flamante Ford Mustang. Su llegada causó sensación. Siempre había una muchedumbre admirándolo. Pero en Kandahar el coche les duró cuatro días, ya que lo cambiaron por un plato de lentejas, o lo que es lo mismo, por unas dosis de heroína”.

Un Kandahar de sexo, velas, cucharas y jeringuillas. “Lou Reed ya cantaba Heroin is my life, heroin is my wife con la Velvet Underground y los dos suecos habían convertido la canción en su himno particular y la tarareaban todo el día”.

Nadie canta hoy en Kandahar, y el único lugar en el que se puede bailar sin complejos es en la pequeña discoteca que la tropa americana tiene escondida en las entrañas de su gran base junto al aeropuerto. En las calles no hay música, no hay cines y apenas hay mujeres, sumergidas todas en escafandras de tela llamadas burka. La única diversión es una noria… en la que sólo suben los hombres para girar, una y otra vez, sobre ellos mismos.

En el centro de la ciudad, un fotógrafo vende hoy viajes sin salir de su estudio: tu imagen, con turbante incluido, delante del castillo de Luis II de Baviera, sobre un clorofílico campo de golf o frente a la torre Eiffel… Medio siglo después, Photoshop cumple el sueño de la psicodelia: viajar muy lejos sin moverse de una alfombra. Por el cristal del aparador se reflejan los megablindados estadounidenses que, de vez en cuando, cruzan por el centro de Kandahar, y los blindados aparecen aquí como el auténtico Photoshop: figuras irreales superpuestas a los atrayentes, sucios e infinitos mercados de Kandahar.

Más Photoshop, casi Photocachondeo, en una colina a las afueras: las autoridades de Afganistán –un país con narcoestado, narcoinsurgencia y soldados de todas las nacionalidades dándole al porro– han escrito con montones de piedras claras: No drugs.

Los hippies de ayer y los talibanes de hoy, príncipes todos, comparten la atracción por ciertos cultivos y una cierta percepción del tiempo, a vivir fuera de él: “Una de las características fundamentales de ese movimiento era la inmediatez: nada de lo que se hiciera tenía en cuenta ninguna expectativa de futuro”, escribe Briongos. Como hoy: ninguna expectativa.

Desde su radical antagonismo espiritual, con collares sobre el pecho unos y bombas adosadas sobre el mismo pecho otros, los hippies que un día pasaron por Kandahar y los talibanes que hoy lo habitan comparten también una cierta volatilidad del mundo.

“Al final nadie sabía qué buscaba, ni qué quería encontrar, y muchos no buscaban nada, simplemente deambulaban, el movimiento por el movimiento, de autobús en autobús, de pensión en pensión, de porro en porro”, explica Briongos… “No sé qué quieren los talibanes o la oposición o como quieran llamarse. ¿Qué quieren? ¿Poder? ¿Creen que ocupando edificios, y luego empezando a disparar o detonándose ellos mismos, alguien les dará el poder?”, se lamentaba desmoralizado un profesor de escuela, Mohammed Nadeem Khan, haciendo cola para comprar pan con ráfagas esporádicas de fondo: los talibanes lanzaban contra el centro urbano múltiples ataques con armas ligeras y guerrilleros suicidas.

Cientos de jóvenes con turbante se retan en masivas carreras de motocross por las pendientes de Mullah Omar. Como figuras superpuestas con ordenador a un paisaje antes de la batalla. El clímax del campeonato era una fuerte pendiente que los jóvenes ascendían solos o en grupos. Con motos japonesas, chinas y coreanas, los jóvenes derrapaban su gozo ante cientos de espectadores.

El movimiento por el movimiento, de moto en moto, de explosivo en explosivo y de turbante en turbante. Porque en el turbante llevaba escondida el suicida la bomba que mató al alcalde, y en el turbante lo llevaba el chico de quince años que se inmoló en una de las mezquitas, en pleno funeral por el hermano del presidente Hamid Karzai, asesinado el día antestambién en Kandahar.

Más turbantes: dos helicópteros negros de Estados Unidos sobrevuelan un campo con un espantapájaros, y el espantapájaros también lleva turbante.

De explosión en explosión, y cada bombazo retumba en la mezquita de la Capa del Profeta, en la mezquita del Pelo del Profeta, en todos los rastros celosamente custodiados de Mahoma. La Capa del Profeta sólo se muestra al público en tiempos de grandes crisis, y fue el mulah Omar, el creador de los talibanes, el que la agitó por última vez, hace quince años, ante las multitudes siempre masculinas de Kandahar.

Incertidumbre, bombas y pétalos, muchos pétalos. “Podías ver hombres con turbantes gigantescos, paseando cogidos de la mano, con rosas en la boca y fusiles envueltos en tela de saraza floreada”, escribió Bruce Chatwin de sus incursiones por el Afganistán de los sesenta. El novelista y viajero inglés también dejó escrito que la caída de Afganistán a los infiernos no empezó con la abolición de la monarquía ni con la invasión soviética. Empezó precisamente en esas décadas, con flower powers “arrojando a los intelectuales afganos en manos de los marxistas”.

Los hippies se apretujaban en las habitaciones de los hostales y los talibanes han llenado esos colchones de vacío. Ana María Briongos recuerda el hotel Khyber. “Tenía habitaciones individuales, dobles, triples, cuádruples y una común, la más barata, donde podían dormir más de veinte personas y que estaba siempre llena.”

Hoy, en el hotel Mumtaz, en el centro de la ciudad, apenas se registran almas. La soledad hace todavía más inquietantes los brillos de su decoración recargada y cutre. Tiene clientes muy esporádicos, tensos, flotando, como llegados de otra galaxia, que en excepcionales ocasiones son occidentales, y la dirección del hotel regala a los extraños huéspedes un calendario con la foto de un hombre armado en la recepción, como para dar tranquilidad aunque lo que produce el calendario es un profundo escalofrío.

Finiquitados, los guest houses que acogieron a la psicodelia siguen ahí, cerrados, como cofres de un tesoro inyectado, diluido, imposible como las rutas que tomaban los hippies. Camino de Katmandú, en verano, de Kandahar a Kabul para penetrar en Pakistán por el Khyber Pass. En invierno, de Kandahar a Pakistán por el sur, atravesando la ciudad de Qüeta… Rutas hoy algo suicidas, especialmente esta última, aunque entonces ya caían por el camino… ¿Quiénes eran John Charles Elcoate, de 24 años, y Margaret Mills, de 21, “de la Universidad de Sheffield. Muertos a tiros cerca de Shahjui, en la carretera de Kandahar, en agosto de 1971”, reza una lápida en el cementerio británico de Kabul. ¿Por qué los mataron? ¿Dónde iban? ¿Qué soñaban?

“A unos les salía la vena de comerciante –recuerda Briongos–. Sabían precios, tiendas, mercaderes. Sólo hablaban de dólares y de afganis y de rupias, de lo que se compraba aquí y se vendía a mejor precio allí. Compraban, cruzaban fronteras, vendían, volvían a comprar y así crearon un comercio paralelo al de los nómadas de las tribus autóctonas. Un comercio de artesanía, telas bordadas, joyas, té y otros productos naturales, incluyendo drogas […] Otros se volvieron vagabundos, rotos, sucios, desgreñados, sin dientes, desorientados, perdidos. Algún día los repatriarían si procedían de un país importante con embajada en Kabul”.

“Algunos se enriquecieron y otros se empobrecieron, y no me refiero al dinero –escribe–. Unos aprendieron a ser independientes y otros, con tanta libertad, enloquecieron”… Enloquecieron como, por iluminaciones contrarias a las suyas, enloquecen hoy los talibanes.

Entre pétalos de colores, unos y otros comparten una cierta tendencia a situarse fuera del tiempo y una cierta visión de los sueños… Podría dormir mil años / Mil sueños que me despiertan / Diferentes colores hechos de lágrimas…, cantaban ayer la Velvet Underground, y los talibanes –a diferencia del wahabismo de Al Qaeda– siguen hoy creyendo en los sueños como fuente de revelación.

Y los sueños –de Kandahar a Oslo– tienen esto: te transportan del paraíso a la locura en un suspiro.



Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de Plàcid Garcia-Planas, Como un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los muertos (Carena, 2012), en Ojos de Papel.