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Allan Ball: <i>A dos metros bajo tierra</i> (<i>Six Feet Under</i>, 2001-2005)

Allan Ball: A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2001-2005)
























Tribuna/Tribuna libre
La familia Fisher y los muertos. Aproximación a A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2001-2005)
Por Alejandro Lillo, martes, 3 de enero de 2012
Un hombre joven y bien parecido llega al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, California, para pasar la Navidad con su familia. Durante el vuelo ha conocido a una chica y al aterrizar, en un arrebato de pasión y deseo, buscan un pequeño almacán y empiezan a hacer el amor. Tras esa explosión de fogosidad y sexo, el joven recibe una llamada al móvil. Mientras la chica aún le está dando besos por el pecho, su hermano David le comunica que el padre de ambos ha tenido un accidente fatal con el coche. “Lo siento mucho, Nate. No quería habértelo dicho yo”, dice su hermano, enfocado en primer plano y con su madre abatida al fondo. Acto seguido, sin solución de continuidad, se nos muestra la imagen de una pizza fría, rodeada de moscas y con tres colillas aplastadas encima. Es una metáfora realmente acertada de los sentimientos que provoca la desaparición de un allegado, y es también una de las primeras escenas de una serie de éxito y calidad incuestionables: A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2001-2005).
Algunas de las producciones televisivas más exitosas de los últimos años contemplan la muerte como un elemento importante de sus tramas. La franquicia CSI hace del homicidio su razón de ser; en Los Soprano, por ejemplo, el asesinato y la violencia siempre están rondando; lo mismo podría afirmarse de House, ficción médico-detectivesca en la que la enfermedad mortal es una amenaza permanente, convirtiéndose, de alguna forma, en el enemigo a batir. Sin embargo, y que yo sepa, ninguna producción, salvo A dos metros bajo tierra, ha puesto el espinoso tema de la muerte de los seres queridos en el centro mismo de su trama, y ninguna ha tratado este asunto con la delicadeza, la elegancia y el humor con el que lo ha hecho Allan Ball, el creador de la serie.



La familia Fisher al completo

Los protagonistas de la historia son los Fisher, dueños de un negocio de pompas fúnebres: “Fisher e hijos”. La empresa cuenta con más de cuatro décadas de tradición, pero en el momento en que comienza el primer capítulo, tienen que hacer frente a un importante reto: el patriarca y propietario de la funeraria, Nathaniel Fisher, ha fallecido la víspera de Navidad. Tanto sus dos hijos adultos como su mujer y su hija adolescente tendrán que asumir una serie de responsabilidades y aceptar un conjunto de cambios para los que quizá no están preparados. Nate, el primogénito, vive y trabaja en Seattle y desde joven se desentendió del negocio. Alegre y extrovertido, ve sin embargo cómo la vida va pasando y no termina de encontrar su lugar en ella. El otro hijo del matrimonio, David, sí ha seguido los pasos paternos y trabajaba con él en la funeraria. Elegante e impecablemente vestido, se muestra contenido y responsable, seguro de sí mismo, consciente de sus obligaciones. Claire, por su parte, es una joven de unos diecisiete años a quien la pérdida del padre le ha sorprendido en un momento delicado, pues por su edad se encuentra confusa y desnortada. Coquetea con las drogas y parece estar cansada de la convivencia familiar. Finalmente está Ruth, la viuda de Nathaniel y la madre de todos ellos. Personaje extraordinario, es una mujer de aspecto delicado y dulce, una ama de casa comedida y cariñosa que disfruta de su hogar y de los placeres sencillos. He aquí, a grandes rasgos, los personajes tal y como se nos presentan en los compases iniciales. Sin embargo, no hay que confiar mucho en estas primeras impresiones: a veces las cosas no son como parecen.

Al igual que ocurre en CSI, en A dos metros bajo tierra la muerte imprevista de una persona es el punto desde el que se inicia cada capítulo. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con la afamada serie policial, lo que sigue en la producción de Allan Ball no es una investigación en busca de los culpables con la consiguiente resolución del caso. En A dos metros bajo tierra de lo que se trata más bien es de elegir el ataúd adecuado y de lidiar con el padecimiento y las particularidades de los familiares del fallecido, mientras que el “problema” a resolver tiene que ver con la dificultad –variable en función del capítulo- que entraña la reconstrucción y preparación del cadáver.

Espero que esta comparación sirva para transmitir el sutil y delicado sentido del humor que impregna toda la serie. Muchos de los decesos son además absolutamente disparatados. Esta forma inicial de enfocar este asunto genera dos sensaciones: por un lado es un modo de conjurar, mediante la risa, el miedo que todos sentimos a que nos pase lo mismo que a los desgraciados personajes que expiran; por otro lado nos muestra de qué manera tan absurda se presenta la muerte. Es algo contra lo que no podemos luchar, que puede llegar en cualquier momento y de la manera más estúpida imaginable, así que lo mejor es dejar de darle vueltas a las razones de esta desgracia porque no las hay. De lo que se trata más bien es de averiguar qué hacemos con nuestra vida en ese breve lapso de tiempo comprendido entre el momento de nuestro nacimiento y el de nuestro fin. Ése es el verdadero tema que explora y sobre el que reflexiona A dos metros bajo tierra.

Donde mejor se capta el tono y las intenciones de la serie es en los créditos de apertura, pues colocan al espectador en una posición en la que no ha estado antes. Al menos eso espero. Primero surgen dos manos entrelazadas que abruptamente se separan con un solitario árbol al fondo. Luego apreciamos cómo de una sábana blanca sobresalen unos pies desnudos de uno de cuyos dedos gordos cuelga una etiqueta. Más tarde, las ruedas de una camilla giran, y ésta se aleja inexorablemente por un pasillo aséptico hacia una blancura cegadora.



Créditos de A dos metros bajo tierra

Las imágenes provocan desazón porque colocan al espectador, de manera sutil, en el lugar del muerto. En esa camilla que avanza hacia la nada vamos nosotros. Sin embargo, la música que acompaña a los créditos resulta más bien desenfadada y tímidamente irónica. La confluencia entre lo que se muestra y lo que se escucha produce entonces una sensación ambigua y rara, pues lo siniestro de los fotogramas contrasta con la vitalidad que desprende la melodía. El resultado es un pequeño prodigio, unos títulos de crédito que, una vez vistos, uno no se cansa de volver a ver, y que transmiten una sobriedad y una elegancia difícilmente superables. Mero anticipo de la sensibilidad e inteligencia que derrocha la serie.

Vivimos en un mundo que nos inculca, entre otras cosas, que vamos a vivir para siempre, que por siempre seremos jóvenes. Basta analizar con cierto detenimiento la publicidad, las realizaciones cinematográficas y demás productos de consumo para advertirlo. Los créditos anticipan no sólo el tono y el contenido de lo que podrá verse a continuación, sino que vienen a recordarnos que todos acabaremos así: coloca la muerte frente a nuestras narices buscando primero nuestra complicidad, luego nuestra aceptación y finalmente nuestra risa. Ahí radica su gran logro. Ahora bien, hay que superar esa incomodidad inicial para entender y disfrutar de A dos metros bajo tierra como lo que es: un extraordinario canto a la vida.

Pero regresemos a la escena con la que hemos empezado la tribuna, una de las primeras que el espectador tiene ocasión de observar. Mientras Nate está haciendo el amor en el aeropuerto, mientras está gozando con la joven, su hermano David asiste a un velatorio. Como representante de la empresa funeraria, debe vigilar que todo se desarrolle con normalidad y al gusto de los familiares del fallecido, en este caso una anciana que, recostada en un elegante ataúd, parece plácidamente dormida. Cuando David la está contemplando, un anciano, de aspecto igualmente bonachón, le dice: “Ha hecho usted un buen trabajo. Parece tan sosegada”. “Bueno, ahora está en paz”, contesta David. “Si hay justicia en el universo”, responde el anciano, “se dedicará a recoger basura en el infierno”.

Más allá de este tipo de humor, al que hay que ir acostumbrándose poco a poco, más allá de la escenificación del contraste entre las vidas de los dos hermanos, hay algo que queda subrayado en esta escena: lo que nos salva de ese horror seguro que nos aguarda más temprano que tarde, es el afecto y el amor, entendido éste en su sentido más amplio. La impresión queda reforzada, como ya hemos visto, cuando tras acostarse con la chica, Nate recibe la llamada que le anunciará la muerte de su padre. Eros y Tánatos, vida y dolor, van de la mano. No tendrían sentido la una sin el otro.

Dedicados a tan particular profesión, la familia Fisher parece extraña y excéntrica, aunque quizá no lo sea tanto. Su oficio les exige amabilidad, consideración y apoyo para con los familiares afligidos, pero al mismo tiempo tienen que mantenerse fríos, distantes a ese dolor ajeno. Es un equilibrio difícil, que no siempre se puede mantener. Del mismo modo, esa convivencia constante con el sufrimiento y la muerte produce situaciones que, abordadas con maestría por los directores y guionistas, calan en el espectador, divierten y emocionan. Una cosa tan banal y cotidiana como que Claire, la hija pequeña, utilice el viejo coche de la familia para ir al instituto, adquiere una dimensión completamente nueva debido al oficio paterno: el vehículo es un coche fúnebre de color verde. Allí Claire hace lo propio de los jóvenes a su edad. En la amplitud de la parte trasera se acuesta con un chico. Y lo hace con una naturalidad exenta de morbo. Ella, al fin y al cabo, no tiene la culpa de que su padre tenga un negocio funerario.



Son este tipo de contrastes, ese tipo de vínculos entre la vida y la muerte, los que caracterizan a la serie y le dan un toque único, pues aúna una exquisita sensibilidad en el tratamiento de un tema tan arriesgado, con un humor suave y perspicaz que no para de arrancar sonrisas y alguna que otra lágrima. Aunque Claire es vista por sus compañeros de instituto como un bicho raro, en realidad los miembros de la familia Fisher no son tan distintos al común de los mortales. Uno de ellos habla con los fallecidos a los que embalsama, sí, y de vez en cuando, a todos ellos, se les aparece el padre o marido. Bien. Pero, ¿quién no tiene sus rarezas? No son más que un grupo de personas que, con sus heridas y sus miedos, sus cualidades y sus vicios, viven cómodamente en un primer piso. Y abajo, a ras de suelo, palpitan los muertos.

Pero no se asusten. La serie, al menos en su primera temporada, está llena de momentos divertidos, de diálogos memorables y de imágenes impactantes, así que lo mejor que pueden hacer es dejarse llevar por el genio de Allan Ball. Relájense, abandónense, pero no se me amodorren, no vaya a ser que no se despierten. Se perderían A dos metros bajo tierra. Y eso sería imperdonable.



Vídeo promocional de A dos metros bajo tierra
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