Algunas de las
producciones
televisivas más exitosas de los últimos años contemplan la muerte como
un elemento importante de sus tramas. La franquicia
CSI hace del
homicidio su razón de ser; en
Los
Soprano, por ejemplo, el asesinato y la violencia siempre están
rondando; lo mismo podría afirmarse de
House,
ficción médico-detectivesca en la que la enfermedad mortal es una amenaza
permanente, convirtiéndose, de alguna forma, en el enemigo a batir. Sin embargo,
y que yo sepa, ninguna producción, salvo
A dos metros bajo tierra, ha
puesto el espinoso tema de la muerte de los seres queridos en el centro mismo de
su trama, y ninguna ha tratado este asunto con la delicadeza, la elegancia y el
humor con el que lo ha hecho Allan Ball, el creador de la serie.
La
familia Fisher al completo
Los protagonistas de la historia son
los Fisher, dueños de un negocio de pompas fúnebres: “Fisher e hijos”. La
empresa cuenta con más de cuatro décadas de tradición, pero en el momento en que
comienza el primer capítulo, tienen que hacer frente a un importante reto: el
patriarca y propietario de la funeraria, Nathaniel Fisher, ha fallecido la
víspera de Navidad. Tanto sus dos hijos adultos como su mujer y su hija
adolescente tendrán que asumir una serie de responsabilidades y aceptar un
conjunto de cambios para los que quizá no están preparados. Nate, el
primogénito, vive y trabaja en Seattle y desde joven se desentendió del negocio.
Alegre y extrovertido, ve sin embargo cómo la vida va pasando y no termina de
encontrar su lugar en ella. El otro hijo del matrimonio, David, sí ha seguido
los pasos paternos y trabajaba con él en la funeraria. Elegante e impecablemente
vestido, se muestra contenido y responsable, seguro de sí mismo, consciente de
sus obligaciones. Claire, por su parte, es una joven de unos diecisiete años a
quien la pérdida del padre le ha sorprendido en un momento delicado, pues por su
edad se encuentra confusa y desnortada. Coquetea con las drogas y parece estar
cansada de la convivencia familiar. Finalmente está Ruth, la viuda de Nathaniel
y la madre de todos ellos. Personaje extraordinario, es una mujer de aspecto
delicado y dulce, una ama de casa comedida y cariñosa que disfruta de su hogar y
de los placeres sencillos. He aquí, a grandes rasgos, los personajes tal y como
se nos presentan en los compases iniciales. Sin embargo, no hay que confiar
mucho en estas primeras impresiones: a veces las cosas no son como parecen.
Al igual que ocurre en
CSI, en
A dos metros bajo tierra la
muerte imprevista de una persona es el punto desde el que se inicia cada
capítulo. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con la afamada serie
policial, lo que sigue en la producción de Allan Ball no es una investigación en
busca de los culpables con la consiguiente resolución del caso. En
A dos
metros bajo tierra de lo que se trata más bien es de elegir el ataúd
adecuado y de lidiar con el padecimiento y las particularidades de los
familiares del fallecido, mientras que el “problema” a resolver tiene que ver
con la dificultad –variable en función del capítulo- que entraña la
reconstrucción y preparación del cadáver.
Espero que esta comparación
sirva para transmitir el sutil y delicado sentido del humor que impregna toda la
serie. Muchos de los decesos son además absolutamente disparatados. Esta forma
inicial de enfocar este asunto genera dos sensaciones: por un lado es un modo de
conjurar, mediante la risa, el miedo que todos sentimos a que nos pase lo mismo
que a los desgraciados personajes que expiran; por otro lado nos muestra de qué
manera tan absurda se presenta la muerte. Es algo contra lo que no podemos
luchar, que puede llegar en cualquier momento y de la manera más estúpida
imaginable, así que lo mejor es dejar de darle vueltas a las razones de esta
desgracia porque no las hay. De lo que se trata más bien es de averiguar qué
hacemos con nuestra vida en ese breve lapso de tiempo comprendido entre el
momento de nuestro nacimiento y el de nuestro fin. Ése es el verdadero tema que
explora y sobre el que reflexiona
A dos metros bajo tierra.
Donde
mejor se capta el tono y las intenciones de la serie es en los créditos de
apertura, pues colocan al espectador en una posición en la que no ha estado
antes. Al menos eso espero. Primero surgen dos manos entrelazadas que
abruptamente se separan con un solitario árbol al fondo. Luego apreciamos cómo
de una sábana blanca sobresalen unos pies desnudos de uno de cuyos dedos gordos
cuelga una etiqueta. Más tarde, las ruedas de una camilla giran, y ésta se aleja
inexorablemente por un pasillo aséptico hacia una blancura cegadora.
Créditos
de A dos metros bajo tierra
Las
imágenes provocan desazón porque colocan al espectador, de manera sutil, en el
lugar del muerto. En esa camilla que avanza hacia la nada vamos nosotros. Sin
embargo, la música que acompaña a los créditos resulta más bien desenfadada y
tímidamente irónica. La confluencia entre lo que se muestra y lo que se escucha
produce entonces una sensación ambigua y rara, pues lo siniestro de los
fotogramas contrasta con la vitalidad que desprende la melodía. El resultado es
un pequeño prodigio, unos títulos de crédito que, una vez vistos, uno no se
cansa de volver a ver, y que transmiten una sobriedad y una elegancia
difícilmente superables. Mero anticipo de la sensibilidad e inteligencia que
derrocha la serie.
Vivimos en un mundo que nos inculca, entre otras
cosas, que vamos a vivir para siempre, que por siempre seremos jóvenes. Basta
analizar con cierto detenimiento la publicidad, las realizaciones
cinematográficas y demás productos de consumo para advertirlo. Los créditos
anticipan no sólo el tono y el contenido de lo que podrá verse a continuación,
sino que vienen a recordarnos que todos acabaremos así: coloca la muerte frente
a nuestras narices buscando primero nuestra complicidad, luego nuestra
aceptación y finalmente nuestra risa. Ahí radica su gran logro. Ahora bien, hay
que superar esa incomodidad inicial para entender y disfrutar de
A dos metros
bajo tierra como lo que es: un extraordinario canto a la vida.
Pero
regresemos a la escena con la que hemos empezado la tribuna, una de las primeras
que el espectador tiene ocasión de observar. Mientras Nate está haciendo el amor
en el aeropuerto, mientras está gozando con la joven, su hermano David asiste a
un velatorio. Como representante de la empresa funeraria, debe vigilar que todo
se desarrolle con normalidad y al gusto de los familiares del fallecido, en este
caso una anciana que, recostada en un elegante ataúd, parece plácidamente
dormida. Cuando David la está contemplando, un anciano, de aspecto igualmente
bonachón, le dice: “Ha hecho usted un buen trabajo. Parece tan sosegada”.
“Bueno, ahora está en paz”, contesta David. “Si hay justicia en el universo”,
responde el anciano, “se dedicará a recoger basura en el infierno”.
Más
allá de este tipo de humor, al que hay que ir acostumbrándose poco a poco, más
allá de la escenificación del contraste entre las vidas de los dos hermanos, hay
algo que queda subrayado en esta escena: lo que nos salva de ese horror seguro
que nos aguarda más temprano que tarde, es el afecto y el amor, entendido éste
en su sentido más amplio. La impresión queda reforzada, como ya hemos visto,
cuando tras acostarse con la chica, Nate recibe la llamada que le anunciará la
muerte de su padre. Eros y Tánatos, vida y dolor, van de la mano. No tendrían
sentido la una sin el otro.
Dedicados a tan particular profesión, la
familia Fisher parece extraña y excéntrica, aunque quizá no lo sea tanto. Su
oficio les exige amabilidad, consideración y apoyo para con los familiares
afligidos, pero al mismo tiempo tienen que mantenerse fríos, distantes a ese
dolor ajeno. Es un equilibrio difícil, que no siempre se puede mantener. Del
mismo modo, esa convivencia constante con el sufrimiento y la muerte produce
situaciones que, abordadas con maestría por los directores y guionistas, calan
en el espectador, divierten y emocionan. Una cosa tan banal y cotidiana como que
Claire, la hija pequeña, utilice el viejo coche de la familia para ir al
instituto, adquiere una dimensión completamente nueva debido al oficio paterno:
el vehículo es un coche fúnebre de color verde. Allí Claire hace lo propio de
los jóvenes a su edad. En la amplitud de la parte trasera se acuesta con un
chico. Y lo hace con una naturalidad exenta de morbo. Ella, al fin y al cabo, no
tiene la culpa de que su padre tenga un negocio funerario.
Son este tipo de
contrastes, ese tipo de vínculos entre la vida y la muerte, los que caracterizan
a la serie y le dan un toque único, pues aúna una exquisita sensibilidad en el
tratamiento de un tema tan arriesgado, con un humor suave y perspicaz que no
para de arrancar sonrisas y alguna que otra lágrima. Aunque Claire es vista por
sus compañeros de instituto como un bicho raro, en realidad los miembros de la
familia Fisher no son tan distintos al común de los mortales. Uno de ellos habla
con los fallecidos a los que embalsama, sí, y de vez en cuando, a todos ellos,
se les aparece el padre o marido. Bien. Pero, ¿quién no tiene sus rarezas? No
son más que un grupo de personas que, con sus heridas y sus miedos, sus
cualidades y sus vicios, viven cómodamente en un primer piso. Y abajo, a ras de
suelo,
palpitan los
muertos.
Pero no se asusten. La serie, al menos en
su primera temporada, está llena de momentos divertidos, de diálogos memorables
y de imágenes impactantes, así que lo mejor que pueden hacer es dejarse llevar
por el genio de Allan Ball. Relájense, abandónense, pero no se me amodorren, no
vaya a ser que no se despierten. Se perderían
A dos metros bajo tierra. Y
eso sería imperdonable.
Vídeo promocional de A dos
metros bajo tierra