La conversación que ahora reproducimos tuvo lugar en Madrid el 20 de
octubre de 2010. La idea, la responsabilidad y el tono de las preguntas son de
la autora: fui yo quien mantuvo dicha entrevista y quien la transcribió. La
edición –vale decir, el paso de lo oral a lo escrito y finalmente publicado-- es
tarea que comparto con
Justo
Serna, que ha revisado el resultado. No es la primera vez que
Ojos de Papel
publica una
conversación
con el autor; tampoco es la primera vez que dedica atención a su obra:
recientemente en
OdP apareció una
Tribuna con
motivo de la participación de Antonio Muñoz Molina en el Hay Festival de
Segovia, colofón de la
reseña que
Justo Serna había publicado aquí mismo.
La fecha para la realización de
la entrevista la elegí por ser un momento en el que el novelista tenía pocos
compromisos, a punto de marcharse a Nueva York. En esta ciudad y en Madrid
parece vivir en una continuidad sin fisuras: y allí, en América, imparte clases
durante seis meses al año. El encuentro se produjo en su casa. Me había
preparado concienzudamente para esa entrevista, pero aun así era inevitable
algún desasosiego. No es habitual tener una entrevista con un académico de la
lengua y con un literato del renombre de Antonio Muñoz Molina. Es un autor que
desarrolla una reconocida labor como novelista y también como articulista,
asiduo escritor en revistas y periódicos donde vierte sus opiniones sobre temas
culturales.
Como es un novelista preocupado por las historias
individuales, no es raro que quiera identificar al interlocutor de su encuentro.
Se interesa y le escucha con atención, más allá de su profesión o su renombre.
Es un caminante infatigable –o un observador-- que recorre la ciudad examinando
cuanto ocurre a su alrededor, con una mirada fotográfica: apreciando lo más
inesperado e imperceptible, es decir,
escribiéndolo
en un instante, como hace en su blog.
Charlamos durante dos
horas y media. Habla en un tono bajo, pausado, con rotundidad, y sólo levanta
ligeramente la voz cuando algo le irrita o quiere incidir en una idea. En el
transcurso de esas dos horas y media comentamos aspectos centrales de su última
novela
La noche de los tiempos, del proceso de documentación, del Madrid
de la contienda que todavía hoy es visitable. Hablamos de las “ficciones de
clase”. Antonio Muñoz Molina explica en este encuentro cómo hacer ficciones de
primera calidad, de clase, pero también en
La noche de los tiempos nos
habla de otras ficciones: de las fabulaciones de una clase acomodada. Son
artificios que se derrumban. Esto es algo que queda patente en el personaje de
Adela, la esposa traicionada; y esto es algo que queda manifiesto en las
mentiras que Ignacio Abel, el protagonista que ha ascendido socialmente, se ha
contado para sostener ese mundo extremadamente frágil en el que vive. Antonio
Muñoz Molina señala los condicionantes y limitaciones que tiene toda creación
artística y señala cómo trabajar: con un despliegue de posibilidades o, en otros
términos, con un aprovechamiento de limitaciones. Eso es exactamente lo que el
autor ha hecho al escribir una novela sobre la Guerra Civil. Según dijo
Pere
Gimferrer en
Mercurio,
la ambición literaria más alta “fija aquí una meta de valeroso y difícil
cumplimiento”.
La primera pregunta que le planteé tenía que ver con la
elección del tema y con la circunstancia: por qué escribir en este momento una
novela sobre la Guerra Civil. Y tenía que ver también con el hecho de que
hablara de nuevo de la contienda, pues ya lo había hecho en
El jinete
polaco o en
Beatus ille.
R.
¿Cuáles son las razones o motivaciones que le llevaron a escribir esa
novela? AMM. El tema de la Guerra Civil es una constante en
mi obra. Fíjese que aparte de
Beatus ille,
El jinete polaco tiene
mucho de esto, hecho histórico que también se observa en una parte de mi trabajo
como articulista y ensayista. Los temas relacionados con la contienda o mejor
dicho con el contexto del siglo XX son algo sobre lo que he estado escribiendo
continuamente. Por ejemplo, en mi discurso de ingreso en la academia, que trató
de Max Aub, o en el ensayo que dedico a este autor y que está en mi libro
Pura alegría. O en
Sefarad, en donde hay un intento de dar
proyección internacional a dicho conflicto. Este tema forma parte de mi mundo,
entre imaginario y ético. Es más: yo diría que está muy conectado. También está
presente en la colección de memorias del siglo XX que dirigí para Círculo de
Lectores (
La Memoria del Siglo) y de la que salieron diez o doce
volúmenes. Por ejemplo: las memorias de Primo Levi; las de Evgenia Ginzburg; las
de Mariano Constante;
El dolor, de Marguerite Duras.
Todo esto
revela una actitud hacia el mundo, al tiempo que forma parte de mi imaginación.
El drama del siglo XX está presente tanto política como literariamente.
La
noche de los tiempos creo que es un desarrollo natural de eso mismo: es un
factor endógeno. Pero hay también otro factor externo: la irritación o la
incomodidad crecientes que me provocaban los planteamientos reduccionistas de
algunos políticos actuales. No sé si se acuerda: en el año 2005 o 2006 escribí
un artículo en
El País que se llamaba
“Notas
escépticas de un republicano”. Apareció publicado en la sección de
opinión y reaccionaba ante el estallido de la moda de la República. En mis
“Notas…”, lo señalaba: durante años me he sentido solo reivindicando una
tradición. Pero le diré más.
Recuerdo una bonita historia que me pasó,
bonita y muy triste. En 1996 vinieron a España unos veteranos de las Brigadas
Internacionales y el Gobierno cumplió la promesa que había hecho el Gabinete de
Negrín: la de concederles la nacionalidad española. Entonces escribí un artículo
titulado
“Mis
compatriotas” dentro de aquella serie que yo publicaba que se llamaba
Travesías. A raíz de dicho artículo me escribió Francisco Tomas y
Valiente, que era presidente del Tribunal Constitucional entonces. Me escribió
una carta cariñosa, muy sentida, en la que me decía que él, como heredero de una
familia republicana, se sentía muy identificado con todo aquello. Quedamos en
que íbamos a conocernos, a vernos. Fue entonces cuando ETA lo asesinó, hecho que
me dejó muy impresionado.
El tema de la Guerra Civil aparece en mi obra
pero con una doble vertiente. Por un lado, la vertiente literaria, es decir, esa
conexión entre el presente y el pasado. Y, por otra, la vertiente política:
¿cómo articulamos un presente democrático y qué parte del pasado necesitamos
recuperar para articular en la práctica esa democracia? Tomás y Valiente era un
hombre de familia republicana y era, entonces, presidente del Tribunal
Constitucional español. Recuerdo --esto es un excurso pero creo que no es
inútil-- que cuando lo mataron fui a la capilla ardiente. Imagínese lo que era
aquello, con el terrorismo de entonces. Sobre el ataúd descansaban la bandera de
España y la Constitución. En ese momento pensé que ésa era mi bandera y ésa mi
Constitución. Tomás y Valiente había dedicado su vida al esfuerzo de traer al
presente lo mejor de las libertades del pasado. Luego se publicó en Taurus un
libro suyo de ensayos, que leí con mucho atención, con mucho cuidado, un libro
en el que él insistía en eso: la Constitución de 1978 había traído y adaptado lo
mejor de la del 31, pero con diferencias porque era otra época.
Hay que
ser adulto: a Tomás y Valiente lo mataron por defender las libertades que ahora
estamos disfrutando. Uno puede continuar con el sueño adolescente de enarbolar
una bandera no manchada. Pero eso es una fantasía y la vida real no se hace con
fantasías. En parte lo que vino después fue una negación del presente, una
negación del presente democrático en nombre de aquel supuesto paraíso
constituido por la Segunda República. En todo caso, es una Segunda República
abstracta, ideal: no la de las peleas políticas insensatas; no la de las peleas
socialistas que llevaron al triunfo de la derecha en las elecciones del 33; no
la de la revolución igualmente insensata de 1934. No: la reivindicación que vino
después es la de una Segunda República perfecta que además habría surgido de la
nada. ¿Cuándo? Justamente el 14 de abril de 1931: una República que habría sido
atacada en 1936 por unos malvados que ahora tendrían continuidad política en la
derecha actual.
Así es como lo han presentado ciertas obras literarias…
Eso es un planteamiento banal. En 1931 hay cosas nuevas, pero lo que hay es una
continuidad con una situación precedente caracterizada por convulsiones
sociales. Afirmar lo contrario es ignorar totalmente la historia. Esto se ve muy
bien en
El laberinto español, de Gerald Brenan, un libro de 1946 que
todavía está vigente.
Es decir, de repente me vi lleno de asombro,
porque la reivindicación de un pasado inexistente no es otra cosa que una
deslegitimación del presente, situación actual que por exigencia democrática es
mejor que cualquier momento del pasado. En historia, todas las cosas pueden
compararse. No hay paraísos. Más aún: con frecuencia los paraísos son infiernos.
Comparando me pregunté qué cosas excelentes había en 1931 o en 1936 que no
hubiera habido después, en 1977. ¿Derechos laborales? La Constitución de 1931 se
parece a la del 1812, que bajo determinado punto de vista es una Constitución
perfecta.
R. Por lo que sé, aunque no soy experta en Derecho
Constitucional, lo verdaderamente novedoso de la Constitución de 1931 fue sobre
todo el reconocimiento de los derechos sociales y laborales. Ésa es la verdadera
conquista que se produce con el cambio de siglo. Es la Constitución que
reconoce el acceso a la representación política de esa sociedad de
masas.AMM. Claro que sí, pero una Constitución tiene
que servir para que se reconozca en ella una inmensa mayoría de la población y
los que hicieron la Constitución del 31 no estaban pensando en esas cosas. Tú no
escribes una novela para rebatir unas tesis; para eso escribes un artículo. Pero
la novela puede crear algo así como un caldo de cultivo emocional, que
seguramente te conduce a ese estado de ánimo. Los factores inmediatos siempre
son mucho más contingentes, pero ése es el estado, el espíritu, en el que surge
la idea de la novela.
R. En ese contexto al que usted se
refiere --el de una República ideal, el de un pasado mítico--, la creación
literaria inventa un mundo propio que no está sujeto a los referentes de la
realidad. Sin embargo, cuando una ficción introduce elementos históricos --como
es el caso de La noche de los tiempos--, el autor se ha tenido que
documentar concienzudamente para no ofrecer una visión falsa o anacrónica. En el
caso de esta novela, ¿lo dicho depende mucho de la realidad? ¿El peso de la
historia es tan importante en su obra hasta el punto de condicionar su capacidad
artística? AMM. Eso que usted llama condicionantes
son las reglas del juego. O, como decía Robert Frost, un poeta americano que a
mí me gusta mucho: "la
poesía sin reglas es como un
partido de
tenis sin red”. R. Todo
está sujeto a unos límites y a unas reglas; la creación literaria por más
ficción que sea, también. AMM. La novela tiene dos tipos
distintos de reglas: unas son las del juego con el otro; y las otras son las que
estableces contigo mismo, como en el solitario. Uno puede hacer trampa, pero eso
no vale. Aunque nadie lo sepa, tú sí que lo sabes. Y luego están las reglas
externas, las reglas de un pacto. Creo que todo texto literario se basa en un
pacto con el lector, un pacto de confianza, práctico. En virtud de ese convenio,
yo le digo al lector: esto es ficción, sí, pero está sólidamente basada en
hechos históricos; y el lector lo acepta. Si yo le dijera: esto son unas
memorias y realmente no lo fueran, entonces ese pacto se incumpliría. La
naturaleza del texto depende de la naturaleza del pacto. Y este hecho, en mi
opinión, supera esos planteamientos reduccionistas según los cuales todo es
ficción o todo relato histórico es ficción: como si diera igual que fuera
ficción o no. Pero en realidad no da igual: en la creación literaria tiene que
tenerse claro ese pacto, que no significa que todo lo que cuentas sea ficticio,
sino que has utilizado la ficción en el grado en que te ha convenido.
Un
ejemplo claro es
Lo que me queda por vivir, la novela de Elvira
Lindo. Abres el libro y lo lees y ves que hay cosas que se parecen mucho a la
vida de su autora, pero usted no sabe cuáles son. Por tanto, no va a guiarse por
ese libro para saber cómo es la vida de su autora. No sé si me explico.
R. Sí, perfectamente. AMM. Además, creo tener una
cosa muy clara, no ya por mi formación como historiador que, como alguna vez he
dicho, es bastante floja, sino por mi afición a la historia. Tengo muy claro que
hay unos límites muy estrechos para lo que se puede conocer. El historiador no
puede aspirar a presentar el relato fehaciente de lo que ocurrió, pero tampoco
puede falsear la historia. Lo mismo pasa con el escritor que decide hacer un
libro de memorias. El otro día hablaba de J. M. Coeetze: si tú en un relato
supuestamente real introduces una nota de ficción, esa nota lo convierte todo en
ficción. Así es.
R. Me gustaría que abundáramos en sus
planteamientos sobre las reglas de la creación artística; también en el
conocimiento solo probable de la historia. ¿Cuál es su opinión sobre el debate
entre historia y literatura? ¿Qué peculiaridad cree usted que tiene la
literatura como fuente para la historia considerando la tensión existente entre
historia y ficción? ¿En qué punto del continuum entre hecho y pura
invención se sitúa La noche de los tiempos?
AMM. Vuelvo al principio, a lo que usted comentaba
de los condicionantes. Propiamente, eso no es un condicionante; es el material
con el que se trabaja. Un ejemplo claro es el uso de personajes históricos (de
esto hay una tradición muy larga que se remonta hasta Balzac, que ya trabajó con
personajes históricos en sus novelas). Es posible que la novela con historia,
pero no histórica, adquiriera una significación a partir de Tolstói, que
obviamente utilizó con desenvoltura algún personaje histórico en un contexto de
ficción.
R. Es un estilo suyo muy característico.
AMM. Sí, pero que yo me he inspirado en otros... Así que
vuelvo a formular la pregunta: ¿el condicionante que supone utilizar personajes
históricos (como Negrín, Moreno Villa, Bergamín, etcétera) en un contexto de
ficción es propiamente un condicionante o es una oportunidad?
R. Son oportunidades de la novela, depende de cómo uno lo
oriente. Son elementos que facilitan que esa obra literaria tenga un nivel de
verosimilitud que de otra manera no la tendría. En ese sentido, ¿qué diferencia
hay entre aquellos escritores que han escrito de la Guerra Civil a partir de una
vivencia directa y quienes, como usted, escriben sobre la contienda sin haber
vivido esa experiencia directa? AMM. Hay una diferencia
radical, y es que para mí la experiencia de la Guerra Civil es siempre de
segundo grado.
R. Pienso por ejemplo en Arturo Barea, un autor
que escribe desde la experiencia directa, un autor en el que usted se ha
inspirado. AMM. De hecho, para narrar la noche del 19
de Julio lo he usado como guía. No lo he plagiado, pero sí me ha inspirado. Esa
cúpula de Iglesia que se derrite y cae en chorro es una escena que sólo puede
ser contada desde la vivencia. Lo que tienen lo real y la experiencia verdadera
es lo inesperado: lo imprevisible y lo concreto. Pero la experiencia del testigo
es la riqueza y la limitación en la creación literaria; es la limitación del
punto de vista. El creador se puede permitir una vista de pájaro; el testigo,
por el contrario, tiene una visión parcial. Esa carencia aparece claramente en
el ejemplo canónico que siempre se cita, el de
La Cartuja de Parma, aquel
en el que Fabrizio del Dongo va detrás del ejército de Napoleón, buscando al
Emperador. Del Dongo tiene una idea romántica de la guerra y quiere vivir una
batalla. Stendhal relata la situación de Farbrizo: se encuentra en medio de una
humareda y el narrador proporciona una serie de detalles concretos. Tiempo
después, el personaje se dará cuenta de que ha vivido la batalla de Waterloo.
Stendhal jugaba con ventaja porque él no había estado en la batalla de Waterloo,
pero sí había estado en la campaña de Rusia. El sabía lo azarosa y, sobre todo,
lo ininteligible que es la vivencia presente, algo que después será convertido
en relato histórico. Para mí, ésa es una cuestión fundamental.
R.
Abundemos en esa limitación del punto de vista de la que usted habla. Uno de los
aspectos más llamativos de su novela es la reconstrucción del pasado desde el
punto de vista de quienes vivieron aquel acontecimiento. Esta posición del
narrador es algo casi definitorio de la novela. Parece que puede entreverse un
motivo hondo, muy proustiano, que le empuja a escribir en esa posición,
en el sentido de conectar dos tiempos: un presente vivido y un pasado no vivido,
imaginado, en un tiempo suspendido. De modo que no está contado desde la visión
del historiador. AMM. Sí, se trata de una reconstrucción
desde dentro, desde quienes vivieron esos hechos. Creo que ya le dije en alguna
otra ocasión anterior que al hacer una relectura de
En busca del tiempo
perdido me di cuenta de que ésa era mi influencia definitiva. Pero el mundo
que quiere reconstruir Proust es el suyo, mientras que en mi caso el que quiero
reconstruir es otro: un mundo distinto a través de esa percepción sinfónica o
matizada y variada de las cosas, un mundo que sea visual, soñado, olfativo.
R. Siguiendo con este tema, lo sensorial adquiere una gran
importancia para convocar las voces del pasado, todo aquello que Proust teoriza
de alguna manera en El tiempo recuperado. Esto se ve muy bien en el
pasaje de La noche de los tiempos en que se alude a los diarios de la
época. Es entonces cuando el narrador dice: “toco las hojas de un periódico y me
parece que ahora sí estoy tocando algo de aquel tiempo”, unos restos que “siguen
transmitiendo un rumor poderoso y lejano de palabras perdidas de voces que se
extinguieron”. Ahí se observa la necesidad de apoyarse en lo sensorial y en los
objetos para recuperar de alguna manera la vivencia. Éstos se muestran como
puente entre pasado y presente. AMM. Claro, usted me hablaba
antes de los condicionantes y yo le hablaba de los límites, de que cada
condicionante se convierte en una oportunidad. En la literatura, en el arte,
muchas veces se trabaja no con un despliegue de posibilidades, sino con un
aprovechamiento de limitaciones. Esto es así desde el principio, el hombre que
aprovecha la curvatura de una roca para sacar el lomo de un bisonte convierte
esa dificultad en virtud. Mi problema era ése: ser capaz de escribir una novela
sobre la Guerra Civil teniendo la convicción profunda de que es muy difícil
hacer ficción de primera calidad sobre un mundo que no has conocido. Y eso es
una constatación. Esto lo dice Henry James cuando cuenta que su hermano le
recomendaba escribir una novela sobre la Inglaterra del siglo XVII. En una
carta, Henry responde que una ficción histórica está condenada a ser una ficción
de segunda fila por este tipo de razones. Difícilmente voy a escribir una novela
de aquel siglo porque es un mundo con el que yo no tengo nada que ver. Sin
embargo, el mundo del que yo escribo todavía era el nuestro hasta hace unos
años.
Hay un aspecto acerca de la tecnología como innovación que está
presente en mi novela. Me refiero al mundo de la modernidad analógica: la
paleomodernidad, el mundo en el que las personas que tenemos cierta edad hemos
vivido hasta hace diez años y del que ahora hemos emigrado. Es éste un mundo en
el que los inventos con los que hemos vivido estaban ahí, formando parte de la
memoria viva. Por lo tanto, no es exactamente una ficción histórica. De igual
modo es muy importante en la ficción la distancia transcurrida entre los hechos
y el tratamiento de los mismos. Ahora bien, ¿cómo se ha cubierto ese tiempo
transcurrido?
En el momento en que desaparece la memoria viva, da igual
que un acontecimiento haya sucedido en el siglo XX o en el siglo XVII: sólo
puedes tener información de la Primera Guerra Mundial a través de fuentes
históricas. El pasado y el presente están unidos por un hilo que se va cortando:
son vidas humanas y memorias. Cuando Tolstói escribe
Guerra y paz se vale
de datos que había obtenido de niño: a esa edad había conocido supervivientes de
las guerras napoleónicas. Por su parte, Galdós conoce a un veterano de la Guerra
de la Independencia y empieza a escribir los
Episodios Nacionales en un
momento de incertidumbre política, un momento en que el porvenir está en juego,
el de la época de la Revolución de 1868.¿Cuánto tiempo ha pasado desde la
invasión Napoleónica? ¿Sesenta, setenta años? Siendo niño, Galdós oye a personas
que habían estado allí. Por tanto, esa distancia temporal permite que haya un
relato oral.
R. Un relato oral, ¿y un tiempo necesario para poder
hablar de ello? AMM. No, creo que sobre este tema hay también
mucha literatura en el peor sentido de la palabra. Eso que se dice ahora en
España cuando nos referimos al pasado: que si había un silencio, que si… En mi
casa todo el mundo hablaba de esas cosas. Mire, el pasado no es como en esas
películas de Fernando León en las que los pobres son unos seres que viven
oprimidos por la burguesía y el capitalismo, seres que no disfrutan de la vida.
La vida es distinta a como la imaginan los privilegiados. No sé si leyó un
artículo que escribí hace poco tiempo sobre este asunto: cuando yo era niño,
decía, todo el mundo estaba hablando de aquello, del pasado; en mi vida todos me
contaban historias y al final uno no quería que le contarán más cosas, pues se
ponían pesados. Por el contrario, hay americanos y extranjeros que, cuando
piensan en España, es otra cosa lo que les gusta imaginar: un país de gente
callada y en silencio.
R. De acuerdo con ese predominio de lo subjetivo, de la existencia de
una memoria viva que otorga verosimilitud, ¿dónde hunde sus raíces lo
autobiográfico La noche de los tiempos? Creo que se produce una
proyección de su visión del mundo, que es también la de una generación, algo que
se ve no sólo en Ignacio Abel, sino también en toda la trama de relaciones que
establece: con su cuñado, que es un falangista; con su padre y Eutimio, que son
sindicalistas, y hasta con la propia Judith, que finalmente acabará volviendo a
España para defender la República. Se lo pregunto porque tal vez lo más
importante es esa identidad individual leída como expresión, quizá, de una
identidad colectiva. AMM. Mire, lo autobiográfico
tiene más peso de lo que parece, y está a la vista si se quiere ver. Ignacio
Abel es un personaje que a través de su esfuerzo intelectual y del sacrificio de
sus padres ha alcanzado una posición muy superior a la que tenía. Eso es
precisamente lo que me ha pasado a mí. Ahora bien, no es lo mismo cambiar de
clase, de clase social, a principios de siglo en la España de entonces que
hacerlo tiempo después. Antes hablábamos del esfuerzo de imaginar lo que no has
vivido: pues bien, en eso no hay ningún trabajo, porque además es algo que está
muy presente en mi literatura.
Insisto: hay un aspecto de vital
importancia, que es el de mostrar en la novela las relaciones de clase. No soy
marxista pero hay una parte del análisis de Marx que es muy sólida: la posición
de clase determina muchas cosas. Ignacio Abel lo sabe y lo ha visto de niño. Las
categorías de clase sirven para explicarse muchas cosas que ahora no podemos
explicárnoslas. ¿Por qué razón? Pues porque se han perdido esas categorías,
porque la izquierda ha olvidado la importancia de los factores de clase y porque
esa misma izquierda se ha convertido en identitaria. Este personaje, el
protagonista de
La noche de los tiempos, ha ascendido socialmente: para
mí era muy importante marcar esa topografía, y digo topografía incluso en el
sentido literalmente físico. Ignacio Abel vivía en la calle Toledo. Esta calle
forma parte de un Madrid que todavía se puede pisar y ver. Mientras escribía eso
era muy excitante. Me refiero a pensar que en esa esquina mataron a Calvo
Sotelo, que en esa otra se llevaron a tal persona… Es un aspecto de la novela
que yo cuidé con todo detalle, aprovechando otra limitación: la de que mi
permiso americano de residencia estaba tardando mucho en tramitarse y, por
tanto, no podía marcharme.
R. Sí, sé a qué se refiere, hay
autores que han escrito sobre la importancia de la geografía de la novela.
AMM. Ignacio Abel había vivido en la calle Toledo, que era
la frontera física entre la ciudad y el suburbio, entre la pobreza y la miseria.
Su madre había sido lavandera en el Manzanares y él había recorrido esa
distancia: hasta la parte más moderna y más nueva del barrio de Salamanca.
Dentro de su casa, las fronteras de clase estaban marcadas radicalmente: en una
parte estaban los señores; y en otra estaban los criados, todo ello visto bajo
la mirada del hijo. Estaban separados por una puerta: los proveedores y las
criadas entraban por una; y los señores, por otra. El niño en un momento se fija
y piensa: “cómo es que los que vienen cargados suben por las escaleras y los que
no, lo hacen por el ascensor”, y él, cuando se lo van a llevar, ve la habitación
donde duermen sus criadas. Y eso que nuestro protagonista es un socialista...
R. En relación con esta diferencia de clases de la que habla
creo que el vínculo que establece Ignacio Abel con Eutimio es fundamental porque
es quien le recuerda su pasado, quien le hace seguir en contacto con lo más
genuino, con esa clase social de la que procede. AMM.
En efecto, esto se ve claramente en la escena en la que Ignacio Abel lleva a
Eutimio a Cuatro Caminos y ve a los niños jugando: recuerdan aquellas
fotografías que Cartier Bresson hizo en España en los años treinta. Intento que
todo esto tenga un contexto. No puedo decir cómo se vivía en la España de los
años 30, pero sí puedo hablar de primera mano sobre lo que significa ser un
intruso social, esa sensación... En la novela hay también una parte crucial: la
del fracaso matrimonial y la relación ilegítima.
R. A propósito de lo
que usted señala --la necesidad de vivir los acontecimientos para luego de
alguna manera poder transformarlos en ficciones de clase, ficciones de primera
calidad--, ¿qué podemos pensar de la relación entre Ignacio Abel y Judith
Biely? AMM. La novela tiene una parte muy importante
de análisis y de reflexión acerca de los sentimientos amorosos y de las
relaciones pasionales enloquecidas.
R. En esa percepción del amor que
nos muestra en su novela se perfila el influjo de Pedro Salinas, en el sentido
de que éste es un amor absolutamente idealizado. AMM. Para mí
era muy importante mostrar cierta particularidad del amor masculino: muchas
veces, entre los varones el grado de la pasión no implica necesariamente una
verdadera voluntad de conocimiento de la persona amada. En el prólogo de las
cartas entre Pedro Salinas y Katherine Witmore ella dice: “no sé si él me veía a
mí”. Eso es lo mismo que le dice Judith Biely a Ignacio Abel.
R.
Cuando decía que era un amor muy idealizado me refería exactamente a eso: a que
uno se enamora de una idea, pero no sabe realmente cómo es la persona amada.
AMM. Pero además ahí intervienen otros factores que quería
que estuvieran y que ya no son autobiográficos, sino de época. Él es un señor de
su tiempo y ahí sí que me sirvió la experiencia de Pedro Salinas, porque es un
señor de aquella época. Creo que Ignacio Abel quiere más a Judith que Pedro
Salinas a Katherine Witmore.
R. Creo que Salinas nunca vio a
Katherine; creo que se quedó en ese amor y en esa idea.
AMM. Después de haber leído las cartas, los poemas ya no
me convencen. De hecho, hay un momento en el que Ignacio Abel piensa que el amor
de Pedro Salinas se mueve en la irrealidad.
R. El amor entre Ignacio
Abel y Judith Biely es más apasionado, más real: se juega más el amor físico.
Por el contrario, entre Pedro Salinas y Katherine Witmore se ve más la
dependencia que supone siempre un amor idealizado. AMM.
Permítame este juicio:
Judith era más guapa que Katherine.
R.
¿Sí? AMM. Creo que sí.
R. Judith es una mujer muy independiente y eso es lo que le
gusta a Ignacio Abel. AMM. Lo que le gusta y lo que le
martiriza. Para recrear el personaje de Judith las memorias de la mujer de
Malcom Lowry fueron algo así como un tesoro. Es una fuente para ver cómo eran
las mujeres de la época. Una mujer de ese tipo se encuentra a un señor español y
a éste le saca de quicio, igual que le sacó la mujer alemana con la que estuvo.
R. Sí, porque Ignacio Abel sexualmente no es una persona muy
experimentada. Lleva una vida muy conservadora con Adela, una mujer religiosa,
por lo que cualquier experiencia en ese plano le trastorna.
AMM. No es culpa suya. Para mí es un descubrimiento como autor el
personaje de Adela, porque ella no tiene nada de tonta.
R. A mi modo
de ver, una de las mejores cosas que tiene la novela son los reproches que Adela
hace a Ignacio Abel. Lo conoce profundamente y sabe que la insatisfacción de
Ignacio Abel no tiene que ver con ella. Sabe que lo que él busca no se lo
puede dar nadie. ¿Por qué? Porque no sabe lo que busca.
AMM. Efectivamente, ella es una mujer muy sólida.
R. Precisamente por esa solidez de la que habla me extraña que una
mujer de aquel tiempo trate de suicidarse, como lo intenta Adela. Y además por
ese motivo... AMM. Ese intento de suicidio está
inspirado en el que protagonizó la mujer de Pedro Salinas cuando se tiro al Tajo
en Aranjuez. Esto era el secreto de la familia, secreto que vio la luz en las
memorias de Jaime Salinas. Él cuenta el descubrimiento: en un recorte de
periódico descubrió ese suceso.
R. En relación con los personajes,
creo que no es casualidad que Ignacio Abel sea arquitecto. Esa profesión de
alguna manera tiene que ver con el oficio de escritor: al menos en el sentido de
que al principio todo está en la imaginación; luego hay que llevarlo a la máxima
concreción. Así aparece Ignacio Abel: “surgido como un fogonazo de la
imaginación”, dice el narrador. Luego poco a poco se va perfilando.
AMM. En principio es por casualidad, pero también está el oficio
de arquitecto en sí mismo, sobre todo para una persona con inquietudes estéticas
y cívicas. En otras palabras, llegué a esa profesión un poco por casualidad,
aunque ofrecía grandes posibilidades simbólicas y prácticas en un momento en el
que la arquitectura aparecía como el paradigma de lo nuevo. Confluyen muchas
cosas: en la arquitectura están lo mejor y lo peor del proyecto moderno,
entendido como cambio. En cierto sentido es algo muy arrogante, ya que implica
que los seres humanos pueden controlar el mundo a partir de unos cuantos
principios.
Hay un momento en el que Ignacio Abel va con Negrín y Azaña
a la Ciudad Universitaria. Entonces, Azaña ve allí lo que han hecho o deshecho,
porque él es un hombre del pasado. Cuando Ignacio Abel va por primera vez a la
Exposición de Barcelona del 29 con el profesor Rossman y ve el edificio de Mies
van der Rohe, piensa que es demasiado clínico. Luego, cuando ve el sitio donde
va a estar la biblioteca que tiene que construir y ve el hueco, cae en la cuenta
de que para hacer el edificio han tenido que talar el bosque y decide que va a
usar un determinado tipo de piedra. De alguna manera descubre esto de que
hablamos. Pero él compara todo eso con la arquitectura popular, que le gusta
mucho y le permite aprovechar lo que hay desde un punto de vista más humilde. En
definitiva, Ignacio Abel es más arrogante y ambicioso de lo que él cree que es.
R. En la reflexión final que hace ante Judith, acaba
admitiendo y asumiendo esa arrogancia y esa ambición. Es decir, se sitúa con
mucha humildad ante sí mismo. AMM. Volviendo a lo
autobiográfico, usted sabe que los personajes literarios son compuestos de
muchas cosas, unas reales y otras inventadas. Eso lo estudió muy bien George
Painter en su biografía de Marcel Proust. Estudió la manera en que el escritor
procede a la hora de crear los personajes. Painter tenía mucha información
porque todavía quedaban numerosas personas que habían conocido a Proust. Lo
normal es pensar que un personaje esté inspirado en tal o cual persona y Painter
lo que hizo fue descubrir que cada personaje tenía un inspiración múltiple. Es
decir, que eran combinados de personas más elementos ficticios. Y, en efecto,
así es como trabaja un escritor. Casi siempre.
R. Parto de la
hipótesis de que una obra de ficción puede ser representativa de los discursos
de la época o del hecho histórico que recrea, en este caso del final de la
Segunda República y el estallido de la Guerra Civil. En este sentido, y dadas
las fuentes de inspiración de su obra, ¿podemos considerar su novela
representativa de ese discurso histórico que mantienen historiadores como Santos
Juliá o Enrique Moradiellos respecto de este acontecimiento y que se expresa a
través de Ignacio Abel y toda la trama de vinculaciones que establece?
AMM. Moradiellos tiene un libro que debería ser más conocido: se
llama
1936. Es un libro muy corto y es un resumen de las evidencias
incontestables sobre la Guerra Civil. Respondiendo a su pregunta: creo que no,
porque creo que una obra literaria es otra cosa. No se hace con ideas.
R. De acuerdo. Esta novela no es representativa del discurso
histórico, pero sí representa y recrea una visión determinada, unas
circunstancias sociales, unas condiciones morales y psicológicas. Además, hoy
nadie duda de que la creación literaria, y en concreto la novela, aporta un tipo
de conocimiento que es fundamental: no es un conocimiento racional, pero sí un
conocimiento emocional que no se opone al primero.
AMM. Obviamente en el debate español de quien me
siento más cercano es de historiadores como éstos que usted menciona, claro.
R. Estos historiadores mantienen una posición concreta
respecto de estos acontecimientos y de las causas que la originaron, y que se
refleja en la posición de Ignacio Abel. Éste, en un momento de la novela, le
dice a Judith: “ellos se sublevaron, fueron los culpables, pero nosotros no
merecemos ganar” AMM. Eso lo dice Julián Marías.
R. Sí, en sus memorias Una vida presente. Ésa es un
poco la posición de estos historiadores: todos no son iguales, pero todos
cometieron desmanes. Todos estuvieron obligados a tomar una posición.
AMM. Sí, pero no todos los españoles. Es muy importante resaltar
que la inmensa mayoría de los individuos son testigos, y desde luego, son
arrastrados por las circunstancias desatadas y por las condiciones creadas por
esos actores que también están en un contexto internacional. Es decir, que si
usted hace una nómina de la gente que participa con cierta responsabilidad en
principio hay que averiguar quién la tiene para no caer en esencialismos. El
malentendido fundamental de ciertos relatos históricos es creer que los datos
están a la altura de las consecuencias. El historiador quiere creer, por un
cierto hábito del pensamiento, que una consecuencia gigantesca tenga causas
gigantescas, pero éstas son múltiples y muy pequeñas. Muchas veces tendríamos
que tener un pensamiento cercano a la física en el sentido de cómo se
desencadenan los hechos.
En física hay algo extraordinario, que además
se da en todos los hechos naturales. Es un fenómeno que se llama transición de
fase. Se representa con una curva. Eso mismo ocurre con la moda: a mí me fascina
que hechos muy distintos de diferentes campos respondan a las mismas leyes. Por
ejemplo, en los años treinta todo el mundo llevaba sombrero. Cuando Lorca se lo
quitaba en la calle, era un escándalo: no llevarlo era impensable y de pronto,
transcurrido un tiempo, nadie lo lleva. De modo que un fenómeno que ha sido
excepcional se convierte en norma. Así es como funcionan las modas: los que las
crean aspiran a crear tendencias. Fíjese: no sé cómo tardamos tanto tiempo en
ponerle ruedas a las maletas
R. Eso que dice me recuerda al
profesor Rossman, un personaje de La noche de los tiempos a través del
cual el lector recupera la capacidad de asombro por lo cotidiano.
AMM. Volviendo a los hechos históricos: no siempre se tiene
en cuenta que las causas de las grandes consecuencias no fueron tan grandes. Hay
un libro del que escribí el prólogo para la edición española. Es un estudio del
ascenso del nazismo. Se titula
A treinta días del poder. Si estudias con
mucha atención esa obra puedes pensar que el nazismo tenía que ser como
finalmente fue. Hay algo que les ocurre a algunos historiadores. ¿Qué cosa?
Creer que el pasado no podía haber sido de otro modo. Piense en el descerebrado
que tuvo la idea y empezó a organizar el ataque del 11 de septiembre. Mire las
consecuencias que ha tenido: el azar y las leyes tienen una importancia grande.
R. El otro día, Justo
Serna reprodujo en su blog una polémica que tuvo usted con Javier Marías hace
años. Era en relación con una película de Quentin Tarantino. No recuerdo a
colación de qué salió. El caso es que Justo Serna puso los enlaces. La cuestión
es que estuvimos debatiendo acerca del arte y la moral
AMM. ¿Ah, sí? Yo entro de vez en cuando a su blog, me
gusta porque Justo es un hombre tan minucioso y tan concienzudo...
R. En esa polémica decía usted que toda creación artística
tiene una dimensión moral e ideológica. Al hilo de esto me gustaría saber cómo
entiende usted las relaciones entre el arte y la moral y desde qué punto de
vista La noche de los tiempos está atravesada por ese sentido ético.
AMM. Fíjese: tiempo después pensé que la película de Tarantino es
una tontería; que no era para tanto; y que puede que Javier Marías tuviera parte
de razón. Esto no sé dónde lo dije, él se enteró y lo publicó.
R.
Bueno, yo creo que no. Creo que la argumentación de Marías era más floja y
contradictoria. AMM. Insisto: luego volví a ver la película y
en realidad es una tontería.
R. Puede que la película sea una
tontería, pero el debate de fondo no. Ahí discutían sobre si una obra de arte
tiene una dimensión moral o no. AMM. Por supuesto que toda
obra artística tiene una dimensión moral. Los artistas, por una parte, queremos
que se dé mucha importancia a todo lo que hacemos. Pero luego no queremos que
eso que hacemos tenga consecuencias. “Lo que yo hago es importantísimo”, nos
decimos.. El artista quiere que su obra sea relevante, pero al mismo tiempo no
quiere que nadie le pida cuentas. No pienso que el arte tenga la función de
moralizar ni de educar a nadie. A la gente la educan sus padres y la escuela, y
la prueba es que la cultura y el comportamiento ético no están en lo social. Uno
puede ser una persona sensibilísima y ser profundamente inmoral: el ejemplo
canónico de esto es Adolf Eichmann, admirador de Schubert. El arte tiene una
dimensión ética indudable: está hecho por seres humanos y los seres humanos son
seres morales.
R. ¿Qué director de cine decía que la posición
de la cámara era una elección moral? AMM. Godard. Eso lo dijo
Godard. Hay que tener en cuenta que los seres humanos estamos hechos a partir de
valores morales y sociales, valores de una época. Aunque eso no explica la obra
de arte. La obra de arte no se puede juzgar desde lo moral. Sin embargo, es algo
que está presente y ha sido muy importante para quien la hace. El artista
moderno quiere ser relevante pero luego no quiere que le pidan cuentas. El
artista del siglo XV o del siglo XVI si pintaba una Madonna sabía que la función
de esa Madonna era provocar determinadas emociones. El Palacio de Versalles no
es una especulación sobre las posibilidades constructivas. Tiene una función: la
de simbolizar el poder del Rey. Entonces, ¿vamos a decir que lo que hacemos no
tiene una dimensión moral? Un ejemplo de esto es el modo en que el cine influía
decisivamente en el comportamiento de la gente. Piense en los personajes de
Bonnie and Clyde. Son unos paletos: de pronto, estos señores empiezan a
salir en los periódicos y la gente empieza a imitarlos. Los
gangsters
empiezan a imitar en los años 30 a los actores: John Gotti,
gangster
americano que murió en la cárcel hace poco, veía
El padrino y lo imitaba.
La obra del arte tiene una presencia en el mundo. Es lo que queríamos, ¿no?
No sé si recuerda un artículo que escribí hace poco: “
La lección
del maestro”. En dicho texto contaba una escena de la vida de Charlie
Parker. Él vio a un trompetista suyo con 17 años inyectándose heroína y le
pregunto que qué hacía. Respondió que quería ser como él. No queremos cargar con
las consecuencias que esto tiene.
R. Más aún cuando un autor o
un artista emiten opiniones en medios públicos acerca de cualquier tema de
actualidad, tomando postura. AMM. Uno es responsable de lo
que dice. Usted sabe que en el budismo hay cinco mandamientos y uno de ellos
está relacionado con el cuidado que hay que tener cuando se dicen las cosas.
Esto es: no hablar de manera dañina. Si una idea se ha convertido en palabra, se
puede también convertir en acto.
Puedo poner un ejemplo: es el de la
historia de un rabino aldeano de Centroeuropa, una historia que a mí me gusta
mucho. Más o menos ocurre en estos términos.
Llega un señor y dice:
-Rabino vengo a hablar con usted porque estoy muy arrepentido de lo que he
hecho.
-¿Qué es lo que has hecho?
-He extendido una calumnia. ¿Qué puedo
hacer para corregirlo?
-Muy bien. Ve a la aldea de al lado, compra un ganso
y me lo traes. Por el camino lo vas desplumando.
El señor hace lo que el
rabino le dice y cuando llega le pregunta:
-¿Y ahora qué he de hacer?
El
rabino le contesta:
-Ahora ve y recoge las plumas.
Todo acto y toda
palabra tienen consecuencias.
R. En este sentido, la grandeza de
La noche de los tiempos es que nos permite entender y comprender las
acciones de muchos individuos puestos en una circunstancia extrema. Su
particularidad consiste en recrear de una manera extraordinariamente coherente,
un clima social, unas estructuras, las condiciones morales y psicológicas de una
realidad posible. ¿Qué es exactamente lo que usted ha querido transmitir?
AMM. He querido construir una buena historia, una historia
que sea sólida; y he querido transmitir las consecuencias terribles que provocan
ciertos actos. El elemento unificador en la novela entre la historia pública y
la privada es precisamente eso. Por ejemplo, en el ámbito privado tú te enamoras
y pones en marcha una serie de cosas que no sólo te afectan a ti, sino que se
extienden y tiene unas implicaciones. En lo público se ve la alegría con la que
la gente dice las cosas… Hay un momento en que Ignacio Abel dice: “las ideas se
convirtieron en actos”. Quería contar cómo todo provoca consecuencias. Eso es lo
imprevisible: lo incalculable y casi aterrador de las acciones humanas.
R. En relación con esta dimensión moral de la que hablamos, me parece
que su novela tiene algunas cosas importantes. En una conferencia que dedicó al
tema “La historia en la novela, la novela en la historia”, luego publicada en
Campo de
Agramante afirma que: “el tiempo de la historia se disuelve en las
peripecias de quienes las viven sin intuir siquiera la significación de lo que
está sucediendo”. En mi opinión, creo que una de las cosas que usted ha querido
transmitir es eso: reflexionar acerca del grado de conciencia con el que se
viven los acontecimientos que van a tener una repercusión decisiva; reflexionar
sobre la contingencia de las acciones humanas. De hecho, usted lo expresa muy
bien en la novela: “Quiero imaginar con la precisión de lo vivido […]
necesitaría la inocencia sobre el porvenir, la ignorancia absoluta de lo que ya
es inminente en la que viven cada una de esas personas, su ceguera asombrosa”.
Creo que esta novela es un alegato contra los fanatismos y al crear ese mundo
tan extraordinariamente coherente permite que los individuos puedan ponerse en
esa circunstancia para entender… AMM. Es posible. Uno
puede acercarse a esta novela con algún prejuicio… Mire, el otro día recibí una
carta que me resultó simpática. La remitente era una mujer que me decía: “en
casa somos cinco hermanos todos muy politizados, tres somos votantes de
izquierda y dos, votantes del PP. Todos hemos disfrutado mucho de su novela”.
R. Hay también otra cosa que creo que está presente en la obra y es
que su literatura es muy desmitificadora, rompe clichés; y eso le viene muy bien
a este país. En concreto se ve claramente la desmitificación de algunos
intelectuales de aquella época como Lorca o Dalí, a la vez que recupera la
dignidad de figuras o intelectuales “menores” como José Moreno Villa. Igualmente
recupera lo más genuino, los oficios. No es casualidad que Ignacio Abel
estudiase en la Bauhaus, en donde se diluye esa fractura entre las artes
y los oficios. La recuperación de una profesionalidad que tiene una dimensión
técnica pero también una dimensión moral. Esto se ve también en su propio oficio
de escritor. En esta novela se aprecian ese empeño y ese esfuerzo
estilístico. AMM. A mí esto me parece muy importante, y lo
que dice me recuerda una cita de Albert Camus: “que cada uno haga bien su
trabajo”. Esto es la clave de todo. No sé si recuerda el final del libro de
Italo Calvino
Las ciudades invisibles. No sé si es Marco Polo o Kublai
Kan quien dice algo así como: el infierno de los vivos no es algo que esté por
venir; existe aquí y es el que habitamos todos los días al estar juntos; pero se
puede no trabajar a favor del infierno.
Lo más parecido a un héroe que
se ve en mi novela es Juan Negrín. Es la persona que cree que las cosas tienen
que hacerse bien, que tienen un sentido.
R. Sí, hay una
clara reivindicación, un ejercicio de memoria colectiva, un homenaje a un tipo
humano que la República fomentó a través de la educación. Es un homenaje a
políticos como Negrín.
AMM. Ese concepto de la
educación es uno de los pilares de la Institución Libre de Enseñanza.
R. Sí, en La noche de los tiempos aparecen
aquellas dos instituciones educativas tan relevantes y que ligan a su
protagonista con el escenario en el que ocurre el hecho histórico: la Residencia
de Estudiantes y la Ciudad Universitaria. Son “las islas del porvenir”, como las
llama usted. AMM. He aprendido una de las mejores cosas que
tienen los americanos, que es el sentido de la responsabilidad personal. Tienes
que hacer algo y lo tienes que hacer lo mejor que puedas.
R.
Seguiría hablando con usted de tantas cosas…, pero creo que no debo abusar de su
generosidad. Muchas
gracias.