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Juan Gracia Armendáriz : <i>Diario del hombre pálido</i> (Demipage,  2010)

Juan Gracia Armendáriz : Diario del hombre pálido (Demipage, 2010)

    TÍTULO
Diario del hombre pálido

    AUTOR
Juan Gracia Armendáriz

    EDITORIAL
Demipage

    OTROS DATOS
Madrid, 2010. 252 páginas. 18 €



Juan Gracia Armendáriz (foto procedente del blog literario de María Jesús Silva (ADA)

Juan Gracia Armendáriz (foto procedente del blog literario de María Jesús Silva (ADA)


Reseñas de libros/No ficción
Juan Gracia Armendáriz : Diario del hombre pálido (Demipage, 2010)
Por Eduardo Laporte, viernes, 3 de septiembre de 2010
El autor de estos diarios, Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965), contempla la vida con irrenunciable mirada de flâneur, de esteta, de aquel Caspar David Friedich que decía que lo divino está en todas partes, incluso en un grano de arena. Acude Armendáriz en pos de esa belleza, de esas “perlas brillantes”, como él define, quizá con una metáfora algo plana, a esos elementos intangibles que nos superan y asombran, pero lo hace de un modo peculiar. No es un peatón de la vida cualquiera, ya que su existencia está marcada por un elemento que determina su día a día: la enfermedad. En Diario del hombre pálido, el autor recorre los vértices de sus dolencias físicas, nos introduce en sus problemas renales, en su dependencia de la diálisis, en el dolor, en las penurias que conlleva cualquier tipo de dependencia. Pero lo hace de un modo peculiar, sin caer en la autocomplacencia, sin dar por sentado que la enfermedad es, per se, algo malo, y sin demostraciones de entereza a lo mártir cristiano que puedan resultar chirriantes. Hay un testimonio honesto y que no renuncia a la caza de esas perlas, una mirada personal, intensa y rica, unos ingredientes que constituyen el sustrato necesario para el éxito de un diario íntimo.
Decía José Luis García Martín, prolífico y regular autor de diarios, que si a alguien no puede fallar un diarista es a sus lectores. Podrá poner en evidencia a sus seres más cercanos, emponzoñar relaciones amistosas que hasta entonces no tenían mácula, destapar pequeños escándalos que, pese a la categoría de ficción que algunos dan a la literatura memorialística, no impiden ulteriores ajustes de cuentas. En ese punto, sin llegar a la fidelidad con que García Martín se toma su propia cita, Gracia Armendáriz cumple con esas leyes no escritas, o no consensuadas, del diario íntimo, como la de trasladar al lector sus estados emocionales personales con toda la honestidad que sea posible. La configuración del diario es concreta, y abarca 169 días de tratamiento de una enfermedad renal, durante los meses de mayo a junio de 2009. Tolstoi apenas escribió dos volúmenes de diarios que comprenden toda su biografìa; Andrés Trapiello, sin haber cumplido sesenta años, acumula miles de páginas diarísticas que publica a cinco años vista de los sucesos narrados. Tenemos, pues, un marco concreto que le da una cierta originalidad. No es aquello de escribir por escribir, en un contexto tan amplio como laxo que es una vida entera, sino que se escribe para dar testimonio de una fase concreta. La enfermedad podría equipararse como un viaje, un periodo de tiempo sujeto a unas circunstancias espaciotemporales determinadas, y que motivan al escritor a fijar por escrito todo aquello que le fascina, todo aquello que le saca de su rutina. El problema es que, en el caso del diario de Armendáriz, su enfermedad, la espera de un órgano que nunca llega, es prácticamente un asunto crónico, y llega a fundirse con la vida. El hecho de requerir una atención hospitalaria más acusada, como es el caso, decanta un poco más la balanza hacia ese diario acotado a un lugar concreto, aunque la circunstancia temporal pueda ser más o menos constante.

Así, entre sus idas y venidas a distintos centros hospitalarios de Madrid y Pamplona, el lector se va introduciendo en ese relato que quiere ser honesto testimonio de las vicisitudes de su protagonista. El diario tiene siempre un protagonista, el diarista, y una peripecia, la vida que, como decimos, puede verse acotada por circunstancias como el viaje o la enfermedad. También un cambio de estado, como el Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, o el de un encierro, como el diario de Ana Frank, o el de Etty Hillesum, ya en las coordenadas de un campo de concentración, Auschwitz, del que no saldría con vida.

Hay algo admirable, sí, en este escrito, y no es otra cosa que la capacidad para encontrar belleza en las cosas, fin último de la creación artística, y otra capacidad para la compasión, para ponerse en la piel del otro, pero sin resultar mojigato o un solidario de boquilla

Sirva toda esta larga introducción para situar el diario de Armendáriz, y apuntar factores que lo hacen distinto a otros. Pero hablábamos de la honestidad, y de la necesidad del diarista de cumplir con ese pacto de lectura, en el que el lector da por cierto lo que está leyendo, porque se entiende que así es y, además, el autor se compromete a mostrar un yo más o menos íntimo, sincero, auténtico. Deja bien claros sus objetivos, perfectamente compatibles con la escritura de un diario que aspira a ser un buen diario, en la página 90: “Este diario pretende ser un diario verdadero. (…) Me anima un diario con vocación de intimidad compartida, si es que esto último es posible, y la mirada ambiciosa de una mirada limpia, directa y compasiva”.

No defrauda Armendáriz, profesor retirado de la Universidad Complutense, columnista en prensa, y autor de varios libros de ficción, y cumple con creces esos objetivos que se ha marcado. Hay intimidad, porque si no sería un diario íntimo (recuerdo la decepción de los diarios de Pessoa que editó Gadir, en que todo era un “salí, entré, comí, envié el artículo, escribí, no escribí”), sino un recuento de acciones o, y esto es delicado, un dietario, como afirman algunos estudiosos de la cosa respecto a una literatura de la observación en el que yo íntimo no entra tanto en juego (Josep Pla sería un buen exponente). Ocurre algo no muy habitual, pero no por ello menos deseable, al introducirse en el libro de Armendáriz. El libro nos acompaña, lo estemos leyendo o no; las vivencias de su autor, sus observaciones, sus reflexiones, sus apuntes eruditos, el relato de sus avatares domésticos, familiares, la relación de un padre separado con su hija adoptiva, a la que fueron a buscar a Pekín, la enfermedad, los compañeros de habitación y sus andanzas, el hecho literario, las ciudades, Pamplona, Madrid... forma parte de nuestra sustancia, y eso es algo grato y difícil de lograr. Me viene a la mente la gruesa comparación de un rey Midas literario, porque es cierto que en aquello en donde posa la mirada Juan Gracia Armendáriz cobra, de pronto, magia. Es una magia tenue, una magia nada aparatosa, una belleza en la que el propio lector tiene que tomar parte, y contribuir a esa cosecha de “perlas brillantes”, pero que puede dar buenos frutos. Hay algo nutritivo para el alma en las páginas de Armendáriz, algo que reconcilia, aunque suene solemne, no sólo con la literatura, sino con el género humano. Hay algo admirable, sí, en este escrito, y no es otra cosa que la capacidad para encontrar belleza en las cosas, fin último de la creación artística, y otra capacidad para la compasión, para ponerse en la piel del otro, pero sin resultar mojigato o un solidario de boquilla. Notamos un placentero sabor a autenticidad, a asombro compartido, en la escritura de un hombre al que la vida le ha golpeado pero que se resiste a caer en la maledicencia o el rencor. Recuerda a su amigo, el poeta Francisco Irazoki, que dice de sí mismo que es un “coleccionista de asombros”, cuando afirma: “Sin asombro, no hay conocimiento; sin asombro no hay nada”.

Se cuentan detalles íntimos, relativos a la enfermedad, que nos alejan de esa sublimación aunque, ya digo, siempre hay una elegancia latente que persiste. Personalmente, pienso que la elegancia reside en la capacidad de transgredir esa elegancia, sin perderla

De la mano de ese asombro, el lector recibe algo que a veces brilla por su ausencia, lo que citábamos antes, la compasión, la capacidad de aprehender la belleza de las cosas. Una bonhomía en la mirada, nada agresiva, que se traduce en algo que podemos llamar alma, y que a veces escasea, como decía el elocuente título de una novela de Javier García Sánchez (Falta alma), publicado hace ya algunos años.

Por poner algún pero, quizá ese amor por la contemplación llega demasiado lejos en el relato de la actividad ornitológica que le sale al paso. Es algo muy propio, sin embargo, de diaristas reputados como Andrés Trapiello o Miguel Sánchez-Ostiz ese recurso a la actualidad pajaril, pero no significa ello que el lector empatice con las vicisitudes de tal o cual tordo, tórtola o gorrión vulgar.
A veces el tono resulta demasiado blanco, correcto, no hay accesos de ira, no hay palabras malsonantes, no hay referencias a deseos más o menos inconfesables, salsa que todo buen diario debe proveer en su justa medida, sin caer nunca en el morbo. Alguna andanada de tipo político, por ejemplo, con evidente cabreo, nunca está de más en un diario. Quizá ese no sea el estilo de Armendáriz, más gentleman en todo momento, pero se cae en el riesgo de abrir las temidas puertas de la impostura, porque nadie es sublime, como decía Baudelaire, sin interrupción. No obstante, se cuentan detalles íntimos, relativos a la enfermedad, que nos alejan de esa sublimación aunque, ya digo, siempre hay una elegancia latente que persiste. Personalmente, pienso que la elegancia reside en la capacidad de transgredir esa elegancia, sin perderla.

También cabría plantearse el grado de sufrimiento que le provoca la enfermedad, pues no le impide un ejercicio literario nada desgarrado, sino todo lo contrario, culto, exquisito, amable. En los campos de concentración existía la figura de los conocidos como 'musulmanes', que eran aquellos enfermos incapacitados incluso para hablar. El único testimonio que llegó de ellos es el silencio, mientras que otros presos como Boris Pahor o Viktor Frankl dejaban por escrito las sensaciones de tan siniestra etapa, aunque fuera años más tarde. Literatura + enfermedad = Literatura, dice Roberto Bolaño, en una cita que recoge el propio Armendáriz. Quizá la enfermedad del autor de Diario de un hombre pálido sea ya crónica, y por eso su capacidad para regalar toda esa literatura. Es de agradecer, en cualquier caso, que sea capaz de vencer la desazón en que te puede postrar la enfermedad, pues no olvidemos que Armendáriz escribe desde dentro de la enfermedad, y escapar de la tentación de ese silencio 'musulmán'. El triunfo de la literatura frente a la enfermedad, como en las obras de Bernhard o en las de su admirado Onetti, sin olvidarnos del mismo Philip Roth en su contundente Elegía, proporcionan a este libro un valor más grande, si cabe.
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