Decía José Luis García Martín, prolífico y regular autor de diarios, que si
a alguien no puede fallar un diarista es a sus lectores. Podrá poner en
evidencia a sus seres más cercanos, emponzoñar relaciones amistosas que hasta
entonces no tenían mácula, destapar pequeños escándalos que, pese a la categoría
de ficción que algunos dan a la literatura memorialística, no impiden ulteriores
ajustes de cuentas. En ese punto, sin llegar a la fidelidad con que García
Martín se toma su propia cita, Gracia Armendáriz cumple con esas leyes no
escritas, o no consensuadas, del diario íntimo, como la de trasladar al lector
sus estados emocionales personales con toda la honestidad que sea posible. La
configuración del diario es concreta, y abarca 169 días de tratamiento de una
enfermedad renal, durante los meses de mayo a junio de 2009. Tolstoi apenas
escribió dos volúmenes de diarios que comprenden toda su biografìa;
Andrés
Trapiello, sin haber cumplido sesenta años, acumula miles
de páginas diarísticas que publica a cinco años vista de los sucesos narrados.
Tenemos, pues, un marco concreto que le da una cierta originalidad. No es
aquello de escribir por escribir, en un contexto tan amplio como laxo que es una
vida entera, sino que se escribe para dar testimonio de una fase concreta. La
enfermedad podría equipararse como un viaje, un periodo de tiempo sujeto a unas
circunstancias espaciotemporales determinadas, y que motivan al escritor a fijar
por escrito todo aquello que le fascina, todo aquello que le saca de su rutina.
El problema es que, en el caso del diario de Armendáriz, su enfermedad, la
espera de un órgano que nunca llega, es prácticamente un asunto crónico, y llega
a fundirse con la vida. El hecho de requerir una atención hospitalaria más
acusada, como es el caso, decanta un poco más la balanza hacia ese diario
acotado a un lugar concreto, aunque la circunstancia temporal pueda ser más o
menos constante.
Así, entre sus idas y venidas a distintos centros
hospitalarios de Madrid y Pamplona, el lector se va introduciendo en ese relato
que quiere ser honesto testimonio de las vicisitudes de su protagonista. El
diario tiene siempre un protagonista, el diarista, y una peripecia, la vida que,
como decimos, puede verse acotada por circunstancias como el viaje o la
enfermedad. También un cambio de estado, como el
Diario de un poeta recién
casado, de Juan Ramón Jiménez, o el de un encierro, como el diario de Ana
Frank, o el de Etty Hillesum, ya en las coordenadas de un campo de
concentración, Auschwitz, del que no saldría con vida.
Hay algo admirable, sí, en este
escrito, y no es otra cosa que la capacidad para encontrar belleza en las cosas,
fin último de la creación artística, y otra capacidad para la compasión, para
ponerse en la piel del otro, pero sin resultar mojigato o un solidario de
boquilla
Sirva toda esta larga introducción
para situar el diario de Armendáriz, y apuntar factores que lo hacen distinto a
otros. Pero hablábamos de la honestidad, y de la necesidad del diarista de
cumplir con ese pacto de lectura, en el que el lector da por cierto lo que está
leyendo, porque se entiende que así es y, además, el autor se compromete a
mostrar un yo más o menos íntimo, sincero, auténtico. Deja bien claros sus
objetivos, perfectamente compatibles con la escritura de un diario que aspira a
ser un buen diario, en la página 90: “Este diario pretende ser un diario
verdadero. (…) Me anima un diario con vocación de intimidad compartida, si es
que esto último es posible, y la mirada ambiciosa de una mirada limpia, directa
y compasiva”.
No defrauda Armendáriz, profesor retirado de la
Universidad Complutense, columnista en prensa, y autor de varios libros de
ficción, y cumple con creces esos objetivos que se ha marcado. Hay intimidad,
porque si no sería un diario íntimo (recuerdo la decepción de los diarios de
Pessoa que editó Gadir, en que todo era un “salí, entré, comí, envié el
artículo, escribí, no escribí”), sino un recuento de acciones o, y esto es
delicado, un
dietario, como afirman algunos estudiosos de la cosa
respecto a una literatura de la observación en el que
yo íntimo no entra
tanto en juego (Josep Pla sería un buen exponente). Ocurre algo no muy habitual,
pero no por ello menos deseable, al introducirse en el libro de Armendáriz. El
libro nos acompaña, lo estemos leyendo o no; las vivencias de su autor, sus
observaciones, sus reflexiones, sus apuntes eruditos, el relato de sus avatares
domésticos, familiares, la relación de un padre separado con su hija adoptiva, a
la que fueron a buscar a Pekín, la enfermedad, los compañeros de habitación y
sus andanzas, el hecho literario, las ciudades, Pamplona, Madrid... forma parte
de nuestra sustancia, y eso es algo grato y difícil de lograr. Me viene a la
mente la gruesa comparación de un rey Midas literario, porque es cierto que en
aquello en donde posa la mirada Juan Gracia Armendáriz cobra, de pronto, magia.
Es una magia tenue, una magia nada aparatosa, una belleza en la que el propio
lector tiene que tomar parte, y contribuir a esa cosecha de “perlas brillantes”,
pero que puede dar buenos frutos. Hay algo nutritivo para el alma en las páginas
de Armendáriz, algo que reconcilia, aunque suene solemne, no sólo con la
literatura, sino con el género humano. Hay algo admirable, sí, en este escrito,
y no es otra cosa que la capacidad para encontrar belleza en las cosas, fin
último de la creación artística, y otra capacidad para la compasión, para
ponerse en la piel del otro, pero sin resultar mojigato o un solidario de
boquilla. Notamos un placentero sabor a autenticidad, a asombro compartido, en
la escritura de un hombre al que la vida le ha golpeado pero que se resiste a
caer en la maledicencia o el rencor. Recuerda a su amigo, el poeta Francisco
Irazoki, que dice de sí mismo que es un “coleccionista de asombros”, cuando
afirma: “Sin asombro, no hay conocimiento; sin asombro no hay nada”.
Se cuentan detalles íntimos,
relativos a la enfermedad, que nos alejan de esa sublimación aunque, ya digo,
siempre hay una elegancia latente que persiste. Personalmente, pienso que la
elegancia reside en la capacidad de transgredir esa elegancia, sin
perderla
De la mano de ese asombro, el lector
recibe algo que a veces brilla por su ausencia, lo que citábamos antes, la
compasión, la capacidad de aprehender la belleza de las cosas. Una bonhomía en
la mirada, nada agresiva, que se traduce en algo que podemos llamar alma, y que
a veces escasea, como decía el elocuente título de una novela de Javier García
Sánchez (
Falta alma), publicado hace ya algunos años.
Por poner
algún pero, quizá ese amor por la contemplación llega demasiado lejos en el
relato de la actividad ornitológica que le sale al paso. Es algo muy propio, sin
embargo, de diaristas reputados como Andrés Trapiello o Miguel Sánchez-Ostiz ese
recurso a la actualidad pajaril, pero no significa ello que el lector empatice
con las vicisitudes de tal o cual tordo, tórtola o gorrión vulgar.
A veces
el tono resulta demasiado blanco, correcto, no hay accesos de ira, no hay
palabras malsonantes, no hay referencias a deseos más o menos inconfesables,
salsa que todo buen diario debe proveer en su justa medida, sin caer nunca en el
morbo. Alguna andanada de tipo político, por ejemplo, con evidente cabreo, nunca
está de más en un diario. Quizá ese no sea el estilo de Armendáriz, más
gentleman en todo momento, pero se cae en el riesgo de abrir las temidas
puertas de la impostura, porque nadie es sublime, como decía Baudelaire, sin
interrupción. No obstante, se cuentan detalles íntimos, relativos a la
enfermedad, que nos alejan de esa sublimación aunque, ya digo, siempre hay una
elegancia latente que persiste. Personalmente, pienso que la elegancia reside en
la capacidad de transgredir esa elegancia, sin perderla.
También cabría
plantearse el grado de sufrimiento que le provoca la enfermedad, pues no le
impide un ejercicio literario nada desgarrado, sino todo lo contrario, culto,
exquisito, amable. En los campos de concentración existía la figura de los
conocidos como 'musulmanes', que eran aquellos enfermos incapacitados incluso
para hablar. El único testimonio que llegó de ellos es el silencio, mientras que
otros presos como
Boris
Pahor o Viktor Frankl dejaban por escrito las sensaciones
de tan siniestra etapa, aunque fuera años más tarde.
Literatura + enfermedad
= Literatura, dice Roberto Bolaño, en una cita que recoge el propio
Armendáriz. Quizá la enfermedad del autor de
Diario de un hombre pálido
sea ya crónica, y por eso su capacidad para regalar toda esa literatura. Es de
agradecer, en cualquier caso, que sea capaz de vencer la desazón en que te puede
postrar la enfermedad, pues no olvidemos que Armendáriz escribe
desde
dentro de la enfermedad, y escapar de la tentación de ese silencio
'musulmán'. El triunfo de la literatura frente a la enfermedad, como en las
obras de Bernhard o en las de su admirado Onetti, sin olvidarnos del mismo
Philip
Roth en su contundente
Elegía, proporcionan
a este libro un valor más grande, si cabe.