En unas vacaciones de verano, en el recibidor de su casa, con la maleta de
polipropileno cargada de suéteres y mudas limpias, Juan Hernández tuvo la
ocurrencia de hacerle un hueco a El Quijote, que hasta entonces penaba en
el sitial de su propio corazón (“lo había leído a los 17 años, y aunque se me
hizo pesado, me dejó con el azogue de sus páginas”). Así que guardó los 52
capítulos de la primera parte que todos saben cómo empieza pero nadie cómo
acaba: “Forsi altro canterá con miglior plectio” (“Quizá otro cante con
mejor estilo”). Y a tiempo estuvo de meter un diccionario de Casares pincelado
con el musgo de las huellas de sus dedos, de tanto abrirse por las consonantes
del medio. “Me tiré el verano entero recogiendo y anotando las expresiones y las
palabras que Miguel de Cervantes utilizó para su obra y que hoy han
dejado de oírse en la calle.” De “A buen salvo está el que repica” (es fácil
reprender a otro, mientras el que reprende está a salvo de equivocarse; capítulo
XXXI de la segunda parte) a zuzar (azuzar, incitar a los perros; capítulo
LII de la primera parte). El recorrido, inmenso, sólo pretender aportar un grano
de arena a la magna bibliografía que los investigadores han ido publicando sobre
el mismo tema y con el mismo afán: carriola (tarima), harón
(perezoso), quedo (quieto)… y un refrán que le costó horrores saber cómo
terminaba, por la manía del escritor de abusar de los puntos suspensivos: “De
paja y heno… el pancho lleno” (lo que importa es satisfacer las necesidades;
capítulo III de la segunda parte).
Nacido en Salamanca, en los ojos de
patio de piedra arenisca de la ciudad, Juan, el último de una serie de hermanos
con vocaciones diferentes, se licenció en Medicina en la Universidad de
Salamanca, atendido por profesores tan denodados que seguían la estela de
Miguel de Unamuno, cuya tristeza fue lo único que cultivó en sus
postreros días. En 1968, aquel año de adrenalinas, un chico que ya se había
fijado en el mecanismo más bonito del cuerpo humano (“en realidad, el corazón no
es más que una bomba”) optó a una beca en el Hospital del Mar, en Barcelona, que
le fue concedida. Ya se quedó, entre corazones de coraza, como los de los versos
de Benedetti. De allí saltó al Centre Cardiovascular Sant Jordi.
Actualmente, ejerce en la Clínica Corachan.
Sus años de medicina
interna, y los que ha pasado encerrado en los atrios de sus enfermos, los
sintetiza con una frase que bien podría haber pronunciado el caballero
andante, a quien tanto le debe: “La medicina no es un jardín de rosas. Hay
que padecer con quienes la padecen”.
“¿Qué por qué me interesa hasta tal
punto El Quijote que lo he leído como diez veces? Porque me parece la
cumbre, lo más hermoso”, se deleita Juan, y hace extensiva su galantería al
castellano, lengua de tal cadencia y trabazón que en ramos regala sus frases:
“Ya mi abuelo Evaristo, a quien aprecio porque hizo de mi madre una niña
feliz, sabía el hondo sentido de muchas palabras, y realmente, todo casa en el
idioma”. A Juan Hernández, autor de El léxico de El Quijote (Ediciones
Carena), le chifla tanto la etimología que se ha hecho con un anticuario
de diccionarios (Diccionario de dudas y dificultades de la lengua
española, de Manuel Seco; Diccionario de uso de las mayúsculas y
minúsculas, de José Martínez de Sousa; el diccionario de
Roque Barcia) para dar a luz productos de su cofradía, como el Estudio
sobre la etimología de los elementos químicos.
“¿Que qué capítulo de
El Quijote me impactó más? Sin duda, el capítulo en el que Sancho y el
Quijote están en casa de los Duques, y el Quijote alecciona a Sancho sobre cómo
tiene que gobernar, y le dice lo que me lo aprendí de memoria: ‘Si acaso
doblaras la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de
la misericordia’.”