HOMOEROTISMO EN LA LÍRICA GRIEGA ARCAICA
“…La historia de la homosexualidad -del deseo
homosexual- es la historia de un rechazo, de una
afrenta y de un
silencio”.
Luis Antonio de Villena
Consideraciones generales ‘Rechazo’,
‘afrenta’, ‘silencio’. Tres palabras con las que Luis A. de Villena, en
Amores iguales, sintetiza la visión que del deseo homoerótico ha tenido
la sociedad occidental a partir de la toma del poder por el Cristianismo como
institución político-religiosa. Tres vocablos, tres conceptos, tres sentimientos
que nunca figurarían en el lenguaje, en el pensamiento ni en el corazón de la
sociedad antigua grecolatina, en especial en la sociedad griega arcaica, la
comprendida entre los siglos VII y VI a. de C. Esta opuesta concepción que hacia
el homoerotismo diferencia a nuestra cultura judeocristiana de la mentalidad
pagana, sin embargo, no debe hacernos caer en uno de los prejuicios con los que
un gran sector de nuestra sociedad -desconocedor del complejo mundo de los
sentimientos de la Grecia antigua- evoca todo aquello que tiene que ver con el
amor y el erotismo griegos: el pensar que las relaciones afectivas en la antigua
Grecia eran predominantemente de carácter homosexual. Ya de entrada hay que
manifestarlo, por obvio que parezca: en la cultura grecolatina, como en la
nuestra, el amor se podía manifestar tanto entre parejas heterosexuales como
homosexuales. “Lo esencial -como afirma con rotundidad F. Rodríguez Adrados- es,
sin embargo, lo siguiente. Todo amor -el de hombre y mujer, el de hombre y
hombre, el de mujer y mujer- es concebido por los griegos y sus poetas de igual
manera: como una atracción casi automática, de base divina y cósmica, que
experimenta un individuo hacia otro. Una atracción a la que este segundo
individuo puede asentir o no, por la que puede dejarse arrastrar o no, trayendo
con ello al primero bien felicidad bien dolor” [
Sociedad, amor y poesía en la
Grecia antigua, Alianza Editorial, 1996]. El sentimiento erótico griego
-continúa diciendo R. Adrados- es una “fuerza tumultuosa que arrastra a los
hombres y a las mujeres, que […] los saca de la previsibilidad de lo cotidiano”.
[Pero] “en Grecia, esta fuerza irracional, divina, no estaba circunscrita al
antiguo esquema heterosexual. El hombre se enamoraba de la mujer o la mujer del
hombre, el hombre del hombre, la mujer de la mujer: en la realidad o en el mito
que le servía de guía e intérprete”.
Este período de la civilización
griega antigua, al que los historiadores y estudiosos en general han convenido
en denominar Arcaico, se sitúa entre finales del siglo VIII y el inicio del V a.
de C., una fase relativamente breve, de poco más de doscientos años, situada
entre la Edad Oscura (siglos XII-VIII a. de C.) -período en el que la
historiografía tradicional sitúa el hundimiento de la cultura micénica a causa
del asentamiento político dorio- y la época Clásica (siglos V-IV a. C.). Pese a
no ser tan bien conocida como la fase del clasicismo, la edad Arcaica supuso un
cambio revolucionario por lo que a la evolución de las mentalidades se refiere.
Es ésta la época en la que el hombre griego (y, por extensión, el occidental)
empieza a tener conciencia de su individualidad y, por tanto, de su capacidad de
elegir, es decir, de su destino como hombre libre. El griego de los siglos
anteriores (sobre todo el del período micénico) no puede sentirse responsable
profundo de sus actos debido a su subordinación a la voluntad caprichosa de los
dioses: “[…] el hombre homérico [es decir, el del período anterior a la Edad
Arcaica] no se define de forma abstracta, independiente, por referencia a un yo
individual y característico. El hombre homérico se define por su status, incluso
por su función dentro del grupo. Fuera del grupo y sin la intervención de los
dioses (cualesquiera que éstos sean) no es nadie, no tiene identidad. Todavía no
existe un sujeto, un hombre libre y, por tanto, responsable. Habría que esperar
un poco para que esto sucediera” [Bernardo Souvirón,
Hijos de Homero. Un
viaje personal por el alba de Occidente. Alianza Editorial, 2008]. Es
precisamente con el nacimiento de la lírica y de los primeros balbuceos
filosóficos cuando la mentalidad griega, sin volver la espalda al mito, empieza
a interrogarse sobre los misterios de la naturaleza y a analizar los actos
humanos sin tener como guía exclusiva a la religión. Ahora, a partir del siglo
VII, el antiguo héroe homérico (para el cual, el mayor valor reside en la gloria
obtenida con las armas) deja paso al ser que se siente ‘individuo’ y, por tanto,
libre, al hombre que reflexiona sobre el valor moral de sus actos y sobre la
responsabilidad de los mismos. B. Souvirón, en su apasionado estudio sobre la
mentalidad griega anterior al clasicismo, y al reflexionar sobre la ‘ausencia de
la idea de libertad’ en el hombre del período micénico, apunta que “será
necesaria […] la irrupción de la poesía lírica -con su mundo radicalmente
opuesto al de la épica, cargado de connotaciones individuales y de propuestas
valientes y difíciles-, para que la voluntad de elegir, asociada a la libertad
individual, aparezca por primera vez entre los antiguos griegos” [
Hijos de
Homero, o. c.]. En el período Arcaico, en consecuencia, y como afirma F. J.
Gómez Espelosín, “el objetivo final era la consecución de la areté, la capacidad
de ser el mejor, a través de un estilo de vida esencialmente competitivo que se
reflejaba en casi todas las manifestaciones de la civilización griega, como los
juegos, o en instituciones ritualizadas, como el simposio o banquete”
[
Introducción a la Grecia Antigua, Alianza Editorial, 2004].
Aunque no incidan específicamente en nuestro estudio (el homoerotismo en
la lírica primitiva griega), creo conveniente hacer referencia a otros cambios
político-sociales que situarán en su contexto oportuno a los poetas líricos
arcaicos. Me limito solamente a mencionarlos: las monarquías oligárquicas de las
épocas micénica y oscura van dando paso al fenómeno de la polis (o
ciudad-estado), a excepción, tal vez, de Esparta; como preámbulo a los inicios
de la democracia (Atenas), la mayoría de gobiernos griegos pasan por el período
de las tiranías; se afianza el uso de la escritura alfabética -de origen
fenicio-, que empieza a generalizarse a partir del siglo VIII; la transmisión
oral de los poemas homéricos se codea con la fijación escrita de los mismos; se
llevan a cabo las más importantes colonizaciones griegas por ambos extremos del
Mediterráneo, y, en general, la cultura y el arte griegos amplían lo que fue su
reducto primitivo: la Grecia continental y las islas centrales del Egeo.
Hablar de homoerotismo en la Grecia arcaica supondría, para los griegos
de los siglos VII y VI a. de C., cuando menos, un contrasentido. Poetas como
Mimnermo, Solón de Atenas, Semónides, Alcmán o Íbico gesticularían con extrañeza
si hubieran previsto que los lectores de milenios posteriores dedicarían una
atención especial a las relaciones afectivas entre personas del mismo sexo. Para
otros cantores líricos (Simónides, Safo, Alceo y, sobre todo, Anacreonte o
Píndaro), la atención de un crítico literario por sus composiciones amorosas
‘homoeróticas’ conllevaría, tal vez, una especie de insultante intromisión en su
trabajo creativo, si tenemos en cuenta que, para ellos -y para la mentalidad
aristocrática que representaban-, el nivel más alto y digno de afectividad era
el que se daba entre parejas masculinas (o, en el caso de Safo, entre mujeres).
Por tanto, el hecho de que unos individuos -nosotros, hombres y mujeres del
siglo XXI d. de C.- hagan una parcelación de sus composiciones con el fin de
observar y analizar con lupa aquellos poemas, fragmentos o incluso versos en los
que el ‘yo’ lírico expresa sentimientos amorosos (o simplemente eróticos) entre
dos hombres o dos mujeres, sería visto, en el mejor de los casos, como un
atentado a su concepto del amor y de la afectividad.
Pero, y a pesar de
su obviedad, hay que repetirlo una vez más: si uno de los temas capitales de la
lírica es la manifestación del complejo de sentimientos amorosos, en la lírica
griega arcaica (o preclásica) se daba por supuesto que la expresión más solemne
de esta intimidad era la que sentía un amante varón por un amado también varón.
La mujer (salvo en el caso de la escuela lésbica de Safo), por regla general,
quedaba excluida -como tal mujer- de ser sujeto u objeto de la comunicación
amorosa. Ya desde Homero, es el varón el portador de los valores más elevados de
aquella civilización: el heroísmo, las gestas guerreras, la amistad, el amor… La
mujer -pese a las excepciones- era tan sólo un elemento (tal vez más importante
que otros) de la vida doméstica, como el esclavo o, me atrevería a decir, los
animales de la granja familiar. La mujer -esposa o concubina- era tan sólo la
pieza ‘casi’ humana que suministraba descendencia al varón noble y que, también,
le procuraba placer sexual cuando, acabada la batalla, la discusión política en
el ágora, los ejercicios deportivos en el gimnasio o el banquete entre amigos,
este varón acudía al rescoldo del hogar y, entonces, se desfogaba sexualmente
con la esclava (o esclavo) y engendraba hijos en la esposa o en la concubina.
Hablamos, claro, de la aristocracia, que era, a fin de cuentas, el sector más
importante del público al que se dirigían los poetas griegos arcaicos. Por lo
que respecta al trabajador (siervos o esclavos), la cuestión cae fuera del
cometido de este libro.
Es natural que, para quien no esté familiarizado
con el conocimiento de esta civilización (y me estoy refiriendo en especial a la
griega de las generaciones anteriores a Pericles y Platón), pueda -todavía-
resultarle extraño y chocante que el aristócrata griego de los siglos VII y VI
a. de C. ‘gustase’ de compaginar la amistad y afectividad erótica entre hombres
con la práctica del sexo (que no del amor) con la mujer. ¿Eran estos individuos
bisexuales? Se ha especulado con esta hipótesis: Michel Foucault parece que
admite dicha posibilidad. Y B. Souvirón escribe al respecto: “Un rasgo que
diferencia de manera radical nuestra sociedad y la de la Grecia antigua es que,
de una manera u otra, el hombre moderno (y la mujer) se ve forzado a elegir un
modelo heterosexual u homosexual y, una vez elegido el modelo (de una manera
consciente o inconsciente), éste tiende a hacerse incompatible con los otros
modelos posibles. Cuando alguien es homosexual, esta posibilidad excluye, en
términos generales, la conducta heterosexual. Esta situación es completamente
desconocida en Grecia, donde la diferenciación o, incluso, la oposición entre un
modelo u otro no se contempló, que yo sepa, nunca. Nadie se presentaba como
homosexual o como heterosexual y lo normal era que los hombres (y también las
mujeres, como es claramente el caso de Safo) participaran de ambas naturalezas
[…]. Salvando las distancias y el anacronismo, permítaseme que me tome la
licencia de decir que los antiguos eran lo que hoy en día (no entonces)
llamaríamos bisexuales, aunque el término tiene en el presente connotaciones
morales y sociales que en Grecia no hubiera tenido” [
Hijos de Homero, o.
c.]. Por mi parte, creo que, más que hablar de ‘bisexualidad’ en el sentido en
que entendemos dicho término en la actualidad, habría que pensar en que los
roles sexuales y de género de nuestra cultura judeo-cristiana no encuentran ni
correspondencia ni paralelismo con los roles que aquellos griegos daban a los
conceptos de sexo, amor, afectividad y familia. Y, si añadimos a esta radical
diferencia de mentalidad, el hecho de que las orientaciones sexuales son, en un
grado considerable, el resultado de una educación y de un aprendizaje -no son
sólo biología-, habremos hallado parte de las claves que nos hacen ‘entender’
cómo operaban la afectividad, el amor y el sexo en la mentalidad griega de la
época que estamos considerando.
Hay que tener presente otro elemento
importante a la hora de enfrentarse al ‘misterio’ de esta intersección entre
homoerotismo y heterosexualidad en la sociedad griega preclásica. Me refiero a
que los valores morales y éticos que aparecen en la poesía de estos ‘primitivos’
se sintetizaban en la primacía que para ellos tenía la idea de ‘belleza’. Lo
‘bello’, para un poeta griego arcaico, no se corresponde con nuestra semántica
de ‘belleza’. Para la modernidad que surge en Europa a partir del siglo XVIII,
el concepto de ‘belleza’ prioriza la armonía de las formas, la que se puede
percibir con los sentidos físicos; nosotros, por lo general, hablamos de bello
para referirnos principalmente a sensaciones visuales o auditivas: a un paisaje
natural, a un cuerpo joven femenino o masculino, a una escultura o a una flor
(motivos todos que se perciben con la vista), o a una composición musical
(sentido auditivo). En el caso de las artes de la palabra -poesía o novela-,
somos más reticentes a la hora de echar mano del calificativo de ‘bello’; aunque
menos en la poesía, no es muy usual decir de una novela que es ‘muy bella’;
diríamos, mejor, que es ‘interesante’, ‘ingeniosa’, ‘dura’, ‘cómica’,
‘sentimental’ o emplearíamos cualquier otro calificativo que connote menos
sensorialismo y más abstracción. Nosotros, hombres modernos, hemos reducido las
acepciones del vocablo ‘belleza’, recortándole casi todos aquellos valores que
no tienen que ver con lo sensorial. Con aquellos griegos, sin embargo, no
ocurría así. Términos morales que para nosotros son cotidianos (‘alma’,
‘conciencia’, ‘honestidad’, incluso ‘bueno’ o ‘malo’), para ellos apenas si eran
conocidos (pensemos, por ejemplo, que el significado de ‘alma’ empieza a tener
peso específico con Platón).
Por consiguiente, para un poeta arcaico
como Solón, Teognis o Píndaro, decir que un ser humano -un varón, si queremos
afinar más- participaba de la categoría de lo ‘bello’ suponía una suma de
valores, tanto externos como internos, tanto físicos como morales. La belleza
que Safo encuentra en sus discípulas no es sólo la armonía del cuerpo. La
glorificación que Píndaro hace de los triunfadores masculinos en los juegos
atléticos no evalúa únicamente las proporciones de un cuerpo joven y desnudo.
Para la mayoría de estos líricos cantores, un cuerpo bello y armónico (y que,
por tanto, puede despertar una pasión erótica) vendría a ser la envoltura de un
espíritu noble, heroico y valeroso. Este concepto de la belleza física del joven
adolescente como ‘preámbulo’ de la belleza moral fue, más tarde, retomado por
Sócrates y, sobre todo, por Platón, para construir toda una teoría filosófica
del amor. Pero lo que sí me interesa resaltar es que, tanto en los líricos
arcaicos como en el platonismo, los ‘ejemplos’ humanos de los que el poeta o el
filósofo se sirve pertenecen únicamente al género masculino (excepción hecha,
como venimos diciendo, de la poesía sáfica).
En la lírica homoerótica
griega -y no sólo en la de la edad arcaica-, por tanto, es constante que prime
el valor de la belleza en el objeto amado. Esta condición, sin embargo, no es
necesaria en el amante, el cual, si intenta al menos acercarse al objetivo de
esta ‘belleza moral’, debe exigir que el cuerpo de su amado, en tanto
‘recipiente’ de valores más elevados, muestre a la vista armonía y proporción.
“El amante o la amante -apunta R. Adrados, o. c.- no tienen por qué ser bellos:
Safo no lo es. Pero la amada o el amado sí lo son, con esa tierna belleza
femenina o feminoide. Y su sola vista despierta el éros del amante”. Aquí se
encuentra el porqué de la importancia dada por los antiguos griegos a la belleza
que entra por los sentidos, en especial a la belleza visual. El amor (o el
‘Amor’) empieza a despertarse con la ‘visión’ de la armonía que muestra lo bello
en su estadio más superficial, la proporción en las formas corporales.
Y, para concluir, podríamos añadir los presupuestos que conforman otra
manifestación artística, las artes plásticas figurativas. Tanto en la cerámica
como en la escultura, son característicos estos recursos estructurales:
a) Predomina, con mucho, la representación masculina sobre la femenina.
b) Por lo general, el varón aparece desnudo; la mujer, vestida (“el
desnudo femenino, en una sociedad dominada por el hombre, es tabú; la mujer debe
mostrar su cuerpo lo menos posible” [R. Adrados, o.c.]; sin embargo, con el
inicio del helenismo, en el siglo IV, esta consideración del desnudo cambió: el
arte también recreó el cuerpo desnudo de la mujer).
c) En la cerámica
sobre todo, y en las escenas de afectividad, el erotismo es más patente cuando
es homoerótico que cuando la escena muestra a una pareja heterosexual.
Si el arte tiende a mostrar, consciente o inconscientemente, una
realidad social, es evidente que en el de la época arcaica griega el concepto de
‘bello’ (tanto como motivación de la relación erótica o como símbolo de los
valores morales) es prioritario -o, diríamos, casi único- en el varón, tanto por
lo que se refiere a su cuerpo como a su espíritu. La mujer, que empieza a perder
importancia social, queda reducida al ámbito de lo doméstico -cosa que se
acentuará en el período clásico- y, por consiguiente, su peso en las artes
-tanto plásticas como literarias- es menor.
* * *
Antes de pasar
a un recorrido, breve y limitado, por el tema homoerótico en los poetas arcaicos
griegos, creo necesario unas precisiones históricas y literarias:
1. Los
estudiosos, como ya hemos dicho, sitúan este período entre finales del siglo
VIII (Eumelos de Corinto) y mediados del siglo V a. de C., cuando muere Píndaro,
poeta que, para muchos filólogos, supone el postarcaísmo o el preclasicismo.
2. Son éstos los siglos en los que el espacio de la Hélade (la Grecia
continental, la Grecia jónica, la Grecia insular y Sicilia) está fragmentado
políticamente -rasgo político que sólo acabará con Alejandro Magno-; estos
estados son gobernados por regímenes aristocráticos o por tiranías. Al final de
este período, Atenas despliega su particular democracia, con Pericles, mientras
que la mayoría del resto del territorio griego sigue bajo el mando de la
‘tiranías’.
3. Gran parte de esta poesía no entraría en nuestros
parámetros de lo que llamamos ‘poesía lírica’, ya que, como dice Juan Ferraté
[
Líricos griegos arcaicos. El Acantilado, 2000], “…esa poesía es, en una
medida muy superior a lo que puede presumir y aceptar tal vez el lector moderno,
una poesía embebida en la circunstancia, referida a la ocasión de que surge,
enraizada en motivaciones locales y temporales…”. Por tanto, y como sucede en
cualquier período cultural ‘arcaico’, esta poesía -continúa diciendo Ferraté-
“…es esencialmente derivativa e imitativa […] … ni siquiera tenemos seguridad
acerca de la identidad real entre el ‘yo’ empírico del poeta y el ‘yo’ que se
nos exhibe”. A este respecto, R. Adrados (o. c.) cree que, “a veces la lírica es
personal: el poeta -un Arquíloco, una Safo, los poetas helenísticos de la
Antología Palatina, un Catulo o bien los elegiacos latinos- habla de sus
propias experiencias amorosas, cita a amigos y enemigos […]. De otra parte,
existe a veces el problema del ‘yo poético’, de en qué medida el ‘yo’ del poeta
responde a él mismo o no”.
4. En esta lírica, el texto es un elemento
más de la performance, tan importante como la música o la danza. Evidentemente,
la poesía era un arte para ser oído y que invitaba a la participación festiva,
sobre todo cuando se trata de composiciones corales: ¿una anticipación de la
tragedia ática del siglo V? La difusión de la lírica arcaica era básicamente
oral: “La épica y la lírica literarias eran ejecutadas en las grandes fiestas de
Delos, Delfos, Esparta, Atenas, Corinto y otras más: allí acudían los poetas
locales así como los grandes artistas internacionales” [R. Adrados, o. c.].
5. A diferencia de la lírica moderna, la arcaica griega, en palabras de
Maria Rosa Llabrés [
Poemes lírics de la Grècia Antiga. La Magrana, 1999],
casi siempre (traduzco del catalán) “… se dirige desde el ‘yo’ de un poeta que
habla en nombre propio a un ‘tú’ individual o colectivo sobre el cual quiere
ejercer una influencia”.
6. Aparte de otros temas (patrióticos, de
filosofía práctica, mitológicos, de elogio…), el amor erótico es, obviamente,
uno de los principales. Sobre el mismo, me remito de nuevo a las palabras de Mª
R. Llabrés: “… la temática amorosa está presente […] en las canciones de boda y
en las de banquete. En la lírica literaria encontramos matices muy diferentes a
la hora de expresar el amor: el heterosexual en Arquíloco […]. Y el homosexual,
presente en [Anacreonte] y en muchos otros (Teognis, la poetisa Safo…). Tal vez
es aquí [en el poema homoerótico] donde se llega a una mayor profundidad y a una
expresión más personal del amor, partiendo de antiguas concepciones iniciáticas
que hacen que el amante introduzca al joven del mismo sexo en las normas de su
sociedad. De una forma u otra, el amor se concibe como un elemento dominador,
irracional, enviado desde fuera por unas divinidades poderosas (Eros, Afrodita)
que inundan con su dulzura o conducen a la desesperación”.
7. En íntima
relación con el tema del amor (especialmente el homoerótico), aparece el de la
vejez y el paso del tiempo como obstáculos para el goce erótico, así como una
anticipación de lo que, en poetas posteriores, tanto griegos como latinos, será
el tópico del
carpe diem.
8. Tanto en el tratamiento amoroso como
en otros temas, un importante elemento estructural es la poetización del mito,
del cual se sirve el poeta como ejemplo de lo que quiere transmitir o como
invocación al dios al inicio del poema.
9. Por lo que se refiere al
registro estilístico, presenta gran importancia el uso de imágenes más o menos
metafóricas, las cuales, en muchos casos, pueden ser vistas como pequeños
núcleos temáticos dentro del poema general. A este respecto, dice Bruno Gentili,
en
Poesía y público en la Grecia Antigua (en traducción de Xavier Riu.
Quaderns Crema, 1996): “En la esfera amorosa, la metáfora y la imagen devienen
instrumentos de objetivación de estados psíquicos […]: un amplio repertorio de
metáforas animales, agonísticas, náuticas, agrícolas, itifálicas, simposíacas,
imágenes de Eros como viento, forjador, púgil, guardián, cazador, niño alado,
que describen la variedad y cualidad de los aspectos de una vivencia amorosa”.
10. Por último, cabe señalar que, ciñéndonos ya a la expresión de la
afectividad homoerótica, esta primitiva poesía griega (pese a haber sido
‘censurada’ en algunos períodos posteriores al inicio de la Era Cristiana)
expresa todas las contingencias del eros homoerótico con un lenguaje -salvando
escasas excepciones- exquisito, muy alejado del realismo (a veces grosero) que
encontramos en los poemas de la época helenística o de la literatura latina, lo
cual, a mi juicio, tiene una explicación: es esta fase de aproximadamente dos
largos siglos (VII y VI) la que ve el florecimiento de lo más noble del amor
pederástico. No olvidemos que Platón, en sus últimas obras, rechaza el goce
físico entre hombres, y, de admitirlo, es sólo como pórtico o preámbulo a la
consecución de la ‘belleza superior’, la del alma (lo que, tal vez
equivocadamente, se ha dado en llamar popularmente ‘amor platónico’).
Si
resumimos, por lo que se refiere a los aspectos temáticos en la lírica arcaica
nos encontramos con dos grandes bloques: por un lado, el tema de la mujer
enamorada del hombre, que procede de la poesía semítica, y, por otro, cuatro
variaciones de la problemática amorosa que, según los estudiosos, son de origen
griego, a saber: el amor homoerótico (masculino y femenino), el tema del hombre
enamorado de la mujer, el amor recíproco y el amor del viejo.
También
considero importante hacer unas breves reflexiones sobre el complejo mundo de la
religión griega antigua, y observar hasta qué punto esta dimensión de lo
religioso se muestra presente en el tratamiento poético del eros. (El poeta
griego, y no sólo el arcaico, cuando habla de la ‘locura’ erótica -vaya o no
acompañada de nuestra concepción moderna de ‘amor’-, no tiene in mente el género
del objeto del deseo, es decir, no maneja ideas preconcebidas en el sentido de
si va tratar de una relación homosexual o heterosexual; para el poeta, lo
importante es el hecho de la fuerza de la atracción de un ser humano por otro
-al margen de si es hombre o mujer, joven o viejo-; quizá, el único ‘prejuicio’
que limita al poeta es si este objeto de deseo cumple o no con los cánones de la
‘belleza’, concepto, por otro lado, también bastante complejo en la cultura
griega).
De entrada nos encontramos con otra dificultad, en parte
terminológica. ¿Son intercambiables, en una aproximación moderna al sentimiento
religioso griego antiguo, los vocablos ‘religión’ y ‘mitología’? Muchos
investigadores parecen utilizar como casi sinónimos ambos términos; otros, con
más exactitud, confiesan que es difícil “distinguir propiamente entre religión y
mitología” (B. Souvirón, o. c.). En el campo de la filología y de la crítica
literaria se tiende a hacer uso de la palabra ‘mito’ (y sus derivados) para
referirse indistintamente tanto a las ‘divinidades’ del panteón griego como a
las figuras ‘semidivinas’ o ‘heroicas’, lo cual, a mi juicio, entra dentro de la
lógica si tenemos en cuenta, por un lado, que los llamados ‘héroes’ participan
-para bien o para mal- de los caprichos de los dioses, y, por otro, si
consideramos cómo, en las peripecias eróticas de muchos dioses y diosas, sus
parejas son humanos (o humanas).
Como veremos, es prácticamente
imposible hallar un poeta griego (épico, lírico o dramático) de cualquier
período que no haga referencia en su obra a dioses, diosas o seres heroicos que
han tenido trato con la divinidad. Por lo que respecta a aquéllos, tres
inmortales son los que se llevan la palma en este ránking: Zeus, como padre de
los dioses y como la figura divina más sujeta a los deseos de la carne;
Afrodita, como diosa del amor (o mejor, de la sexualidad), y Eros -en su doble
versión, como encarnación de las fuerzas cósmicas del deseo y como diosecillo
hijo de Afrodita-. A estas tres divinidades habría que añadir Dionisos, dios del
vino y del desenfreno, el cual suele estar presente (con su cohorte de sátiros)
como elemento que acrecienta los placeres de toda actividad erótica.
Y
llegamos, por fin, a lo que, personalmente, considero más interesante en la
imbricación que la cultura griega antigua establece entre religión (mito) y
erotismo, imbricación que supone una -si no la principal- de las más importantes
oposiciones entre las religiones ‘paganas’ y las monoteístas (especialmente la
cristiana, en tanto que religión positiva y, por consiguiente, plasmada en un
conjunto de normas fuertemente ritualizadas). Para cualquier politeísmo, las
fuerzas que rigen el deseo erótico como fuente de vida y de plenitud han cobrado
una singular importancia en el marco de los panteones de las diversas
religiones. Como consecuencia, el deseo de unión sexual, al margen de la
procreación, tanto en las religiosidades orientales como en la griega, ha sido
ritualizado y, consiguientemente, normativizado, pero -y aquí creo que reside su
importancia- nunca (o casi nunca) ha sido proscrito ni, por supuesto, se ha
visto envuelto en un aura pecaminosa. El cristianismo -una de las tres
religiones ‘del Libro’, y la que a nosotros más nos interesa-, sin embargo, al
pasar a institucionalizarse a partir del siglo IV, ha visto la actividad erótica
en sí misma como algo que aleja al hombre de Dios. Aunque resulte obvio, cabe
recordar que la Iglesia Cristiana sólo considera ‘legítimo’ el placer sexual en
tanto contribuya a la reproducción, por lo cual -y ahí tenemos el último
Catecismo de la Doctrina Católica-, (no puedo asegurar lo mismo de las otras
confesiones cristianas protestantes ni del cristianismo ortodoxo bizantino,
simplemente porque desconozco sus últimas prescripciones oficiales al respecto),
si cualquier individuo católico hace uso del placer erótico para fines ajenos a
la continuidad de la especie es reo de pecado.
Es cierto que, en lo que
a asuntos morales se refiere, no siempre lo que legisla una confesión religiosa
y la práctica cotidiana de los fieles que la siguen recorren el mismo camino.
Pero, dicho esto, volvemos al asunto que nos interesa. Frente a las
restricciones que el Cristianismo (y las otras dos religiones monoteístas)
impone a la libre expresión del erotismo y de la sexualidad, el politeísmo
griego antiguo no sólo no rechaza, sino que ve el deseo de unión erótica como
una fundamental dimensión de la persona, sin hacer ningún tipo de distingos si
esta unión adopta una variante homosexual o hetero. Esta visión de la fuerza del
eros se confirma con la entronización de Afrodita como diosa del erotismo y de
la sexualidad, y, por si fuera poco, con el ejemplo de Zeus, padre de los
dioses, ejemplo de constante actividad erótica (y no solamente heterosexual).
En cualquier paseo superficial que hagamos por la mitología griega
veremos que el impulso que tiende a que un individuo (mayormente masculino) se
sienta atraído eróticamente por otro constituye un auténtico leitmotiv
narrativo, incluso antes de que Zeus ostentara su poder sobre los otros dioses
(una de las últimas publicaciones que insisten en este tema se debe al filósofo
francés Luc Ferry,
La sabiduría de los mitos. Aprender a vivir II.
Taurus, 2009). Además, cualquier conocedor de los mitos griegos sabe que en las
intrincadas aventuras de dioses y héroes, el sexo se convierte en una fuerza
determinante, desencadenante, en bastantes ocasiones, de tragedias
espeluznantes.
Aun a costa de hacerme reiterativo, concluyo insistiendo
en que, en esta preponderancia del eros en la religiosidad griega antigua, el
hecho de que la pareja de amantes sea homosexual o heterosexual carece de
importancia. En los relatos míticos, y vistos desde nuestra concepción
judeocristiana del impulso erótico, no sólo aparecen relaciones homosexuales; la
fuerza erótica, a veces, también se encauza en lo que para nosotros podría ser
considerado una aberración: incesto y bestialismo (muchas de las relaciones de
dioses son incestuosas; Zeus, por su parte, no tiene reparo en transformarse en
animal cuando, en su obsesión erótica, las circunstancias le impiden aparecer
con cuerpo de hombre).
Concluyo insistiendo en dos hechos que interesan
especialmente en nuestra revisión de la poesía lírica homoerótica (especialmente
en la de la época arcaica):
El mito (y lo religioso), si es utilizado
abundantemente por la lírica erótica (homo o heterosexual), se debe al hecho de
que la religiosidad griega antigua considera el erotismo como una dimensión
básica del desarrollo anímico de la persona.
En el poema homoerótico, la
invocación a la divinidad es tan natural y abundante (o mayor incluso) como en
las creaciones amorosas heterosexuales.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
José Antonio
Baños,
Eros, entre
Apolo y Dionisos. Homoerotismo en la poesía antigua
griega (Carena, 2010).