El New York Times del día siguiente publicó que “en su agitado viaje
por la historia del siglo veinte, con frecuencia el señor Koestler parecía ir
delante de su tiempo”.
Así terminaron los días uno de los autores más
influyentes de la posguerra y de la guerra fría. Sus epígonos dijeron que murió
como vivió, sin aceptar interferencias en su destino. Para sus detractores el
suicidio fue la consecuencia natural de una vida extraviada.
Lo que
nadie atinó a explicar fue por qué Cynthia, treinta años menor y en perfecta
salud, hubiese decidido acompañar a su esposo de 77 años, enfermo de leucemia y
parkinson. “Le guardaba una sumisión patológica”, fue el comentario de un
conocido de la pareja.
Santificado por unos y denunciado por otros como
agente de la reacción; criticado por advenedizo a la comunidad intelectual y
ridiculizado por sus investigaciones parapsicológicas, Koestler fue sin
embargo una de las mentes más originales del siglo. Fenómenos como la caída de
la cortina de hierro y la globalización, fueron anticipados por él desde
los años cuarenta.
Su vida estuvo marcada por
relaciones neuróticas con las mujeres, con los amigos, con la política, con los
gobiernos, con el dinero, con su judaísmo y con su sionismo
militante
Su obra es de una diversidad asombrosa. Si hay libros que
no se pueden leer impunemente, Koestler es autor de varios de ellos. Textos
políticos como Oscuridad al mediodía, novelas como Ladrones en la
noche y volúmenes autobiográficos como Flecha en el azul y La
escritura invisible, marcaron a muchas generaciones. Hoy en día, Los
sonámbulos y El espíritu en la máquina siguen siendo textos obligados
para estudiantes de ciencias.
Su vida estuvo marcada por
relaciones neuróticas con las mujeres, con los amigos, con la política, con los
gobiernos, con el dinero, con su judaísmo y con su sionismo militante. Difuminó
sus orígenes en una autobiografía cuidadosamente hilvanada para resaltar sus
facetas de luchador social, intelectual, novelista y pensador y ocultar su
misoginia, su misantropía, su inseguridad y su poco comedimiento con mujeres y
amigos. Uno de sus biógrafos asegura que lo único que se sabe de él con
precisión es que nació las 8:30 de la mañana del 5 de septiembre de 1905 y pesó
4.8 kilos. No obstante, produjo un notable y profundo testimonio del siglo con
el que creció.
Arthur fue hijo único del ingeniero y lingüista
aficionado húngaro Henrik Koestler y de Adele Zeiteles, una mujer voluble y no
muy joven a quien la quiebra de su padre parecía haber condenado a la soltería
hasta que apareció en escena el guapo -y pobre- Henrik. En su vida adulta,
Arthur descargó su hostilidad hacia su madre con todas las mujeres que tuvieron
la mala fortuna de cruzarse en su camino. Fue un Don Juan que tuvo tres
esposas, Dorothy Ascher, Mamaine Paget y Cynthia Jeffries, esta última
originalmente su secretaria, 30 años menor y, recuerdan quienes les conocieron,
de una “tolerancia enfermiza” con un Koestler legendariamente infiel y abusivo.
Estos orígenes, combinados con su baja estatura y su búsqueda
infructuosa de una patria, le allegaron un complejo de inferioridad que él
calificaba como “el más grande y mejor de todos”.
Koestler fue un judío errante
en el sentido literal de la palabra. Vivió en Inglaterra, Francia, Austria,
Suiza, Hungría, Palestina, Israel y Estados Unidos. Fue un sionista convencido y
comprometido, un escritor profundo en unos temas y superficial en
otros
A los 22 años ya se le consideraba uno de los reporteros
sobresalientes del siglo XX. Estuvo profundamente comprometido con sus
principios políticos. Perteneció al Partido Comunista, fue encarcelado y estuvo
a punto de ser fusilado en España. Pudo ver las dimensiones y el terror de la
“solución final” nazi y durante años se dedicó a organizar y financiar
movimientos para el rescate de judíos, en un tiempo en que las élites políticas
preferían cerrar los ojos a ese drama ya para no incomodar a una Alemania fuerte
y agresiva, ya por que suponían que la “persecución” de los judíos era una
maniobra propagandística del sionismo. De hecho, entre finales de los treinta y
principios de los cuarenta, los principales diarios norteamericanos y el público
en general no creían los informes del genocidio judío en Europa o sospechaban
que eran exagerados para obtener fondos de ayuda.
Encarcelado en
una prisión española y sentenciado al paredón, Koestler recibe una epifanía:
comprende que todas las consignas y toda la militancia para aniquilar a los
“enemigos de clase” pierden sentido al pasar de militante a víctima. Ahí
experimentó lo que después llamaría la “sensación oceánica” (Oceanic
feeling), algo semejante a una visión cósmica que subyace a toda su obra.
De su desencuentro con el comunismo nació Oscuridad al mediodía,
libro de enorme influencia en donde el paraíso de los trabajadores es
expuesto como un infierno a través del protagonista de la novela, Rubashov
(basado en la personalidad del dirigente bolchevique Nikolái Bujarin), quien
víctima de las purgas estalinistas, es arrestado por la policía secreta y
obligado a confesar crímenes inventados.
Koestler fue un judío
errante en el sentido literal de la palabra. Vivió en Inglaterra, Francia,
Austria, Suiza, Hungría, Palestina, Israel y Estados Unidos. Fue un sionista
convencido y comprometido, un escritor profundo en unos temas y superficial en
otros a quien alguna vez se acusó de ser “gran sintetizador de ideas ajenas y
pobre productor de ideas propias... un plagiario”, que sin embargo dejó una
profunda huella e influyó sobre numerosas generaciones.
Koestler tenía fama de anfitrión
generoso y divertido, con una cava ad hoc, muy dispuesto a beber y
conversar horas y días... siempre y cuando una de sus mujeres estuviese a mano
para guisar, servir, limpiar y funcionar como pareja en la
parranda
Un ejemplo de la originalidad de su pensamiento está en un
pasaje de sus memorias en donde explica que para él, en lo político primero
tiene lugar un compromiso emotivo y sólo posteriormente se inserta la
racionalidad del mismo: “todas las evidencias tienden a demostrar que la libido
política es esencialmente tan irracional como el impulso sexual, y condicionada,
como éste, por experiencias tempranas parcialmente inconscientes”.
Sí,
una propuesta original y atractiva y acorde con la personalidad de un hombre
cuyo apetito sexual y capacidad de affaires breves e intensos era al
parecer inagotable… y que además tenía la virtud de mantenerse en buenos
términos, incluso cordiales, con sus exmujeres. En Euforia y utopía,
Koestler define este rasgo: “Uno aprende a pensar a través de los libros y
aprende a vivir a través de las mujeres”.
Algunos rasgos del doctor
Jekyll y míster Hyde hay en esta singular persona. Pero no crea el lector que
estamos ante un hombre sombrío, retraído, circunspecto y confinado a las sombras
y rincones de las bibliotecas. No. Koestler tenía fama de anfitrión generoso y
divertido, con una cava ad hoc, muy dispuesto a beber y conversar horas y
días... siempre y cuando una de sus mujeres estuviese a mano para guisar,
servir, limpiar y funcionar como pareja en la parranda. Habría que apuntar a su
favor que no las obligaba a manejar. Esa era su tarea, aunque acumuló la
más extensa lista de accidentes automovilísticos de que se tenga memoria en la
República de las Letras y en más de una oportunidad fue confinado a la comisaría
por conducir en estado de ebriedad.
Hay a lo largo de su obra, como
corresponde a un hombre inteligente, una línea conductora de humor. Tomo un
ejemplo de Euforia y utopía en el que Arthur atribuye los hechos a un
amigo cuyo nombre se le ha escapado y sonaba algo así como “Ehrendorf”… aunque
yo me inclino a creer que en realidad el protagonista de la historia es el
propio Koestler. Sucedió durante el carnaval de 1932 en Berlín.
Ehrendorf-Koestler conoce a una belleza de 19 años, alegre y desenvuelta, en
cuya blusa destaca en rojo una cruz gamada. La convence de acudir a su
departamento en donde ella accede a todos las fantasías sexuales que es capaz de
imaginar un hombre joven y lleno de hormonas. En el momento de la culminación,
sudorosos y desnudos en una cama vieja y ruidosa, “la muchacha se apoyó sobre un
codo, extendió el brazo derecho a la manera del saludo de Roma y, en medio de un
suspiro y con voz desfalleciente, pronunció un fervoroso: ¡Heil Hitler!”.
Ehrendorf-Koestler es bruscamente interrumpido por el gesto y, al borde de la
furia, siente que el deseo lo comienza a abandonar aceleradamente. “Cuando se
recobró, la rubia le explicó que ella y un grupo de jóvenes amigas habían hecho
el voto solemne de recordar al Führer cada vez que se encontraran en el
momento más sagrado en la vida de la mujer”.
Es de lamentar que Koestler
dejara de ser un autor leído, al grado de que durante las reflexiones
posteriores al derrumbe de la URSS su nombre no figuró, pese a su obra crítica
fundamental del socialismo estalinista: Oscuridad al
mediodía.