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Geoffrey S. Kirk: Hacia el Mar Egeo. Las memorias de un helenista durante la Segunda Guerra Mundial (Gredos, 2009)

Geoffrey S. Kirk: Hacia el Mar Egeo. Las memorias de un helenista durante la Segunda Guerra Mundial (Gredos, 2009)

    AUTOR
Geoffrey Stephen Kirk

    DATOS BIOGRÁFICOS
Nottingham (Gran Bretaña), 1921 - 2003

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Clásicas en Yale y Bristol. Escribió sobre filosofía y literatura griegas. Entre sus obras destacan Heraclitus, the Cosmic Fragments; Los filósofos presocráticos: Historia crítica con selección de textos (Gredos) junto con J. E. Raven y M. Schofield; Los poemas de Homero; La naturaleza de los mitos griegos; y The Iliad, a Commentary. Rector del Trinity Hall y después del Trinity College, además de Regius Professor de Griego. Cruz al Mérito Militar



Geoffrey S. Kirk

Geoffrey S. Kirk


Tribuna/Tribuna libre
Hacia el Mar Egeo. Las memorias de un helenista durante la Segunda Guerra Mundial
Por Geoffrey S. Kirk, miércoles, 1 de abril de 2009
Hacia el Mar Egeo. Las memorias de un helenista durante la Segunda Guerra Mundial (Gredos, 2009) es un relato personal de los cuatro años que Geoffrey S. Kirk pasó en su juventud en la Marina Real, entre 1941 y 1945; primero como marinero a bordo de un barco escolta, en el Atlántico Norte, después como teniente primero en un cañonero de las Fuerzas Costeras, y por último como miembro de la flotilla Levant Schooner. Esta exótica organización permitió al autor navegar en caiques griegos, a seis nudos y medio, desde las bahías de la neutral Turquía hasta las profundidades del ocupado Egeo. El último año, aproximadamente, fue una especie de sueño cumplido, un sueño que para él había comenzado con el maravilloso Kindergarten Latin y que le llevó, por medio del estudio de los clásicos en la escuela y en Cambridge, al mar de color del vino, el mar de Homero, y a una vida consagrada desde entonces a Grecia, tanto la antigua como la moderna.

LA OPERACIÓN SANTORINI

Tres días de relativo ocio, y mi segundo viaje en el Egeo dio comienzo. En esta ocasión, el plan consistía en desembarcar a un grupo de unos quince SBS (comandos del Special Boat Squadron o Escuadrón Naval Especial) y uno o dos Griegos Sagrados (el irreverente apelativo con que nos referíamos a los miembros del Escuadrón Sagrado griego, otra formación de elite) para que atacaran la guarnición mixta de alemanes e italianos ubicada en la espectacular isla volcánica de Santorini, en el sur de las Cícladas —es decir, el grupo central de islas del Egeo—. Si, además, encontrábamos barcos alemanes fondeados allí, sin duda llevaría consigo minas lapa y canoas inflables Folbot. Se emplearon dos caiques, el LS 11 y el LS 1, comandados por Noel Clegg y Skipper Stipetic, respectivamente; Skipper («Capitán» en inglés. N. de la t.) ostentaba su rango en la Marina (y siempre fue afectuosamente conocido por él en lugar de por su nombre de pila, Bernard) tras haber sido patrón de una trainera Hull, un marinero sin parangón y una joya entre los hombres. Escribí un relato sobre este viaje en particular no mucho tiempo después de la guerra, que ahora me sirve de base para las siguientes líneas.

Mapa del Mar Egeo

Las dos embarcaciones, cargadas con botes neumáticos de goma, Folbots, morteros, metralletas, equipos de radio, petates, raciones individuales de comida y soldados de aspecto más bien robusto, además de los pertrechos navales habituales, zarparon de la bahía Balisu justo antes del anochecer. Como de costumbre, los viajes debían efectuarse de noche. Hacia el amanecer del día siguiente, ya habíamos penetrado sin contratiempos el cinturón de las islas del Dodecaneso y habíamos fondeado junto a las rocas de una pequeña bahía situada en el litoral sur de la isla de Sirina, a medio camino entre las islas meridionales del Dodecaneso y las Cícladas orientales. Había sido una travesía sencilla, sin sobresaltos y con un tiempo tolerable; aunque, dado que los dos barcos viajaban con los mástiles arriados (para facilitar la maniobra de camuflaje por la mañana), se habían balanceado a merced de la incesante marejada de componente sur. Ya de día, los caiques, cubiertos con la red gris, resultaban prácticamente invisibles contra las rocas. Se apostaron vigías; algunos tripulantes recuperaban el sueño atrasado mientras otros se internaban en la isla para llevarle un regalo en forma de comida enlatada al patriarca de la isla, Barbaiannis o Tío John. Él y su familia eran los únicos habitantes de Sirina, y se mostraba muy cordial con los visitantes británicos, a quienes invitaba a tomar leche de cabra tibia y queso feta recién hecho en su casucha de piedra. A su alrededor se colocaban sus cinco hijos con sus respectivas esposas e hijos, así como, por supuesto, parte de las cabras. A los visitantes se los sentaba en recios escabeles de madera de olivo cubiertos con gruesas pieles de borrego, deliciosamente cómodos durante unos cuatro minutos, tras los cuales empezaba ya a irritarse la primera tanda de picadas de pulga. Aquella tarde el calor era abrasador, así que pronto me dirigí a su poza, de agua más bien salada, para chapotear un rato y aliviarme el escozor de las picadas. Dos de sus nietos, de corta edad, sacaban el agua con baldes maltrechos y me la tiraban por encima mientras yo manipulaba un jabón casero de aceite de oliva.

El trabajo empezó de nuevo con el ocaso; las tripulaciones regresaron a los barcos y retiraron las redes, enrollándolas después y estibándolas a lo largo de la cubierta, contra los costados —una tarea sucia e irritante, pues siempre estaban llenas de polvo—. Después, se izaba el pesado mástil en ambos barcos con la ayuda de la cabria de acero plegable. Una hora después, separábamos la proa de las rocas, embragábamos y nos alejábamos en línea recta, con el LS 1 delante. A una velocidad máxima de seis nudos y medio, los dos barcos surcaban las mansas aguas, con la presencia del Astypalaia al norte y el Anafi, al sur. En esta ocasión no había luna. Hacia las dos de la madrugada, nos habíamos adentrado ya en el corazón del Egeo, al que el enemigo consideraba relativamente inmune a las intrusiones navales. Luego, una hora antes del amanecer, Stipetic nos conducía en un aparente rumbo fijo hacia el acantilado de un abrupto islote llamado Anedro, «sin agua». Conocía el lugar y le seguimos con espíritu optimista por una hendidura de unos treinta metros de anchura. Detuvimos los motores, arrojamos el ancla de popa y el LS 11 se deslizó hacia el acantilado por el costado de babor de la proa. El más ágil de nuestros marineros saltó a un saliente rocoso que había visto y recibió la bolina, que ató con cierta dificulta a las rocas en forma de arpeo. Frente a nosotros, el LS 1 se afanaba igualmente con los cabos; después de media hora de precisos ajustes (es decir, tropezar en la oscuridad, mascullar rotundas blasfemias, resbalar en las rocas y chocar a bordo contra los soldados y su equipamiento), ambos conseguimos fondear. Por la hendidura se colaba un ligero oleaje de componente sur, pero nada importante, de modo que estábamos cómodos y a salvo. Entonces llegó la rutina de arriar el mástil y extender las redes de camuflaje, tras lo cual se organizaron las guardias para la tarea de vigilancia, y los demás nos acostamos.

Al mediodía despertamos y preparamos la comida en los hornillos a gas. Después de almorzar, Noel Clegg y yo cargamos con una de las pesadas cámaras de la RAF hasta lo alto de la colina, que tenía unos 250 metros de altura, e hicimos fotografías de la guarida. Ni siquiera desde la cumbre se distinguían apenas los barcos, por lo que desde el aire serían del todo invisibles; además, había pocas probabilidades de que ninguna nave alemana de superficie fuera lo bastante tenaz o curiosa para acercarse a una roca tan yerma. Nos sentíamos seguros y despreocupados mientras disfrutábamos de los últimos momentos de sol, con Santorini, oscura y violeta, en el horizonte.



El LS 12 camuflado

Aquella noche, antes de cenar, comentamos el plan de acción, algo alterados por el paso de dos aviones alemanes de transporte que se dirigían de Rodas a Atenas. Para comprender en su totalidad la situación, es necesario describir con bastante detalle la topografía del objetivo. Santorini forma un escarpado semicírculo abierto hacia el oeste. Parte del hueco de ese litoral occidental lo ocupa la isla de Terasia, de menor tamaño, pero alta, mientras que en el centro del círculo interrumpido se encuentran dos islas, Palaio y Neo Kaimeni, que conforman el núcleo de un volcán enorme y ancestral, mientras Terasia y Santorini constituyen las partes supervivientes del perímetro del cráter. Por ello, los dos islotes Kaimeni, apenas un par de montículos de piedra pómez y escombros negros, cada uno de unos 800 metros de diámetro, se encuentran en el centro de la vasta bahía de Santorini, casi sin acceso al mar. Se creía que la mayor parte de la guarnición enemiga estaba apostada en el pueblo principal, Fira, disperso por la cumbre de los protuberantes acantilados de tono púrpura, en la cara occidental o en la interior de Santorini, sobre la gran bahía.

Anedro, donde fondeamos aquella noche, se encuentra a unas doce millas al noreste del extremo más septentrional de Santorini. La intención era dirigirnos en primer lugar hacia la costa este de la isla principal y desembarcar a un pequeño grupo de reconocimiento a las órdenes de Stefan Kasoulis, el oficial griego que hacía de enlace. Este grupo, estando todos bastante seguros de que aquella parte de la costa no estaba vigilada, debía ir al monasterio de Perissa, que se encuentra cerca de la costa, bajo la vasta roca prehistórica de Mesovouno, y obtener, de los monjes que lo habitaban, información acerca de la disposición de tropas enemigas.

El grupo de reconocimiento desembarcó según lo previsto. Volvimos a recogerlo aproximadamente una hora después, cuando informaron de que el monasterio no estaba habitado por monjes bien informados, sino por campesinos serviciales, pero algo chapuceros, que poco habían aportado a sus conocimientos. Pasaba ya de la una de la madrugada y procedimos forzosamente con la siguiente parte del plan, que consistía en circunnavegar Santorini hasta el extremo suroccidental de la herradura que formaba la isla, en el litoral de Neo Kaimeni que daba a mar abierto —«donde nadie soñará con buscarte», como John Campbell había comentado con gran seguridad hacía tres días—. Nuestros dos barcos se deslizaron inadvertidos hacia la bahía esquivando con holgura el cabo, ya que se creía que junto a su faro había un puesto enemigo dotado con metralletas. Detuvimos los motores cerca de los dos islotes volcánicos. Aquella noche reinaba una densa oscuridad, que aún era más intensa en la bahía, eclipsada por la sombra de las colinas circundantes, en las que destacaban las casas blancas de los altos pueblos. Las probabilidades de navegar directamente hacia la ensenada eran escasas, de modo que decidimos utilizar un Folbots de cada caique para aproximarnos a la orilla a remo, descubrir la boca de la ensenada y guiar los dos caiques hasta allí. Skipper Stipetic subió a uno de los botes, nuestro timonel, al otro, y ambos desaparecieron en la penumbra. A ello prosiguió una larga espera; era evidente que algo iba mal. Más de una hora después, regresaron e informaron de que habían inspeccionado toda la costa occidental del islote sin haber encontrado ni cala ni ensenada alguna. Por lo visto, lo único que había era un pequeño entrante poco profundo.

En el este, el negro del cielo empezaba a diluirse en gris; no había alternativa a fondear en aquel entrante y trasladar más tarde los caiques a otro punto, después de efectuar un reconocimiento desde tierra. Skipper y su Folbot precedieron al otro, y los demás los seguimos, con la hélice a la mínima potencia, mientras que el LS 1 quedaba fondeado junto a las rocas. Casi de inmediato, encallamos: el entrante resultó no hacer precisamente pendiente. Al final, desplazando parte del peso en la cubierta y empujando con palos y vergas, conseguimos zafarnos y aproximar el caique unos diez metros más a la orilla. Eso fue todo cuanto se pudo hacer, y enviamos al otro barco el mensaje de que se reuniera con nosotros. También encalló, pero al menos con unos ocho centímetros de agua bajo el timón.

El sol había salido ya y la situación no parecía nada halagüeña; de hecho, renunciamos incluso al desayuno. Aparte del hecho de que los barcos no estaban cerca de las rocas —a unos cinco o seis metros— y que sus popas sobresalían de la costa, en aquel momento pudimos apreciar otro elemento alarmante: las rocas, en lugar de tener el color gris común del Egeo, eran de lava volcánica, de un tono rojo marronáceo. Por consiguiente, las redes de camuflaje, que estaban sucias y moteadas de gris, resultaban inútiles. El sol brillaba con fuerza y todos estábamos cansados, irritados y a la vista. El único consuelo era que la propia masa oscura de Neo Kaimeni nos ocultaba de la observación directa desde lo alto del acantilado de la isla principal, aunque estaríamos en pleno campo de visión de los barcos que salieran de la laguna o se dirigieran a ella. Ya habíamos arriado los mástiles, y decidimos intentar ocultarnos extendiendo los dos trinquetes (que, casualmente, a diferencia de las velas mayores, eran de color oscuro) por encima de la cubierta para desdibujar al menos nuestro contorno. Podría haber sido mejor hacer pasar los caiques por embarcaciones locales, pero eso habría implicado volver a izar los mástiles, de modo que optamos por apostar vigías y tratamos de acomodarnos hasta la noche.

Yo me sentía relativamente enérgico y me decidí a subir a la cima del islote, pertrechado con binoculares, para ver si había movimiento de barcos en la bahía y también para buscar la ensenada perdida. No resultaba fácil caminar sobre la piedra pómez y tardé más de una hora en confirmar que, en realidad, no había ensenada alguna en la costa occidental, y que, por consiguiente, nuestra carta de navegación estaba desfasada o bien contenía errores. Luego subí directamente a la cumbre, donde las rocas negras eran más grandes y afiladas, y observé que de las fisuras que había entre ellas manaban volutas de humo acre y había en el suelo pequeños charcos de azufre líquido.

Eso me recordó que en algún lugar había leído algo acerca de la erupción de 1929, cuando el perfil del núcleo, en particular el del «recién quemado », que es lo que significa Neo Kaimeni, había aumentado por la lava expulsada. Por tanto, ahí estaba la explicación de que la ensenada misteriosa hubiese desaparecido; y, de hecho, al mirar hacia abajo desde la cima, pude ver que la forma del islote era diferente de la que constaba en nuestra carta de navegación. Bien, la carta de nuestro caique base, cuando menos, debería haberse actualizado, pero no lo estaba, y ya no había remedio para eso. Observé, con admiración, pero también con prudencia, la gran bahía de Santorini que se extendía a mis pies, rodeada en su perímetro de acantilados de tonos ocre y púrpura. No había movimiento de barcos en la bahía; debería haberme sentido defraudado, pero no fue así: ya teníamos suficientes preocupaciones.

Cuando me reuní con los caiques una hora después, encontré una tercera embarcación junto a ellos: era una pequeña barca de pesca. Su capitán griego y Stefan mantenían una animada y en apariencia desenfadada conversación. El primero, un hombre encantador, hizo referencia a varios malos hábitos de las tropas alemanas e italianas invasoras, además de sus rarezas, antes de desvelar que sólo era probable que los barcos alemanes pasaran por nuestro escondrijo al amanecer o el anochecer. Los cuarteles generales de la guarnición, añadió, se encontraban en un grupo de casas situadas justo a las afueras de la ciudad de Fira, y no sumaban más de cincuenta.

Se modificaron los planes de desembarco. El grupo de asalto desembarcaría varias millas al norte del monasterio de Perissa, y se le recogería cuarenta y ocho horas después, en uno de los tres puntos de la zona. Durante este período, los dos caiques se ocultarían en las islas Cristiana, al sur de Santorini, a unas dos horas de navegación en dirección al suroeste. Cuando se establecieron los detalles, tratamos de dormir un poco, sintiéndonos más seguros después de que la barca pesquera griega —con una intrepidez que uno casi daba por sentada entre los isleños— hacía guardia por nosotros frente a la costa. Cuando cayó la tarde, se preparó una opípara cena, se limpiaron los cañones, y las tropas recogieron los petates y los explosivos, preparándose para el desembarco. En cuanto fue noche cerrada, los caiques se alejaron del bajío (donde el agua sulfurosa, incluso a aquellas horas tempranas, había limpiado los cascos de algas) empujando, chocando y remando. Pusimos en marcha los motores y salimos de la entrada meridional; luego viramos hacia el norte bajo la sombra de Terasia y, bordeando el extremo norte de Santorini, bajamos en paralelo a la costa oriental hasta que la estima nos informó que habíamos llegado a la playa del desembarco. Nos acercamos con precaución a una orilla llana y anodina sondando en todo momento; encontramos la playa algo hacia el norte, y, a dos brazas de profundidad, echamos ancla y bajamos los botes de goma. Pronto, el primer grupo estuvo en tierra y en media hora deseamos buena suerte al último. Izamos anclas y, tras una tranquila y plácida travesía hacia el sur, alcanzamos las islas Cristiana justo cuando rompía el amanecer.

Una vez allí, en la más grande de las dos islas (de poco más de un kilómetro de longitud), fondeamos y camuflamos los dos barcos en una honda hendidura entre las rocas, uno detrás de otro, bien protegidos del norte y del este, aunque bastante expuestos al oeste. Aquel primer día transcurrió de forma idílica; había mucho espacio a bordo con la partida de las tropas, y nos dedicamos a dormir, comer y pasear por la isla, que tenía un único y solitario habitante, un pastor anciano y jovial, pero con una ligera demencia, que, en primavera y verano, llevaba allí su rebaño desde Santorini. El timonel y yo elaboramos una red de pesca con restos de red de camuflaje e intentamos atrapar alguno de los rollizos salmonetes que se veían nadando en las verdes profundidades de las charcas creadas entre las rocas. Aquel rudimentario esfuerzo pronto se vio frustrado, así que cenamos, como de costumbre, salchichas enlatadas, judías blancas y galletas saladas. Aquella noche dormimos a pierna suelta, pero, justo antes del amanecer, el vigía asomó la cabeza al camarote y susurró que oía el ruido de un motor. Noel Clegg miró por un resquicio de la red: un barco fantasmagórico pasó por el oeste, a unos cien metros de la orilla. Despareció rápidamente y la tensión amainó. Ya con plena luz del día, no obstante, se levantó una fuerte brisa de componente oeste que hizo que nuestro atracadero se tornara notablemente incómodo. Nuestro caique era el que quedaba más expuesto de los dos y Noel decidió llevarlo a una «cueva que parecía idónea» y que había descubierto la tarde anterior en una salida exploratoria que había efectuado con el Folbot.



Marineros en el LS 3 de Robert Ballantine

Aquellos caiques (como el lector atento habrá deducido ya), por alguna razón técnica y tediosa, no estaban equipados con marcha atrás, de modo que tuvimos considerables dificultades para salir de donde estábamos fondeados. Tras despedirnos con la mano de Skipper y su tripulación, avanzamos a motor media milla por la costa antes de que Noel avistara aquella apertura oculta, girara por completo el timón, dejara el barco en punto muerto y diera la orden de que nos preparásemos para proceder. Lentamente, el caique se deslizó hacia el interior de la cueva marina más verde, húmeda, claustrofóbica y, en general, espeluznante que jamás haya visto. Sólo cuando nos hubimos adentrado bien en ella (por los pelos), caímos en la cuenta de que, pese a la aparente calma de las aguas en el exterior, dentro el oleaje era sorprendente y hacía bambolearse al caique constantemente, como si fuera un guisante en una botella. Dos marineros fueron renqueantes hasta la proa con sendas varas; otros dos empujaban contra las paredes de la cueva para hacer recular el barco. Era una situación intolerable, que en absoluto podía haberse previsto (debo admitir que Skipper Stipetic no se sorprendió demasiado al saber esto más tarde, pero él era un lobo de mar y nosotros, apenas aficionados). Sin marcha atrás y con un exceso de oleaje desde el exterior que impedía salir en un bote, la única solución era echar un aclote a popa. Antes de hacerlo, dado que el oleaje parecía amainar levemente, decidimos esperar una hora más.

Todos hicimos turnos con las varas; cuando concluyó el mío, decidí compaginar el deber (buscar un atracadero más adecuado) con el placer de escapar un rato de aquella odiosa caverna. El artillero me acompañó en el Folbot, pero cuando apenas habíamos llegado a remo a la entrada, vimos aterrados que, a unos seiscientos metros de distancia, un bote de goma del tipo que empleaban los alemanes avanzaba hacia nosotros. Llevaba a bordo tres ocupantes, dos de los cuales nos observaban a través de binoculares con suma atención. El LS 1 no iba equipado con un bote de aquella clase, por lo que enseguida lo asocié al barco que habíamos visto aquella misma mañana. Volvimos a internarnos en la caverna a toda prisa e informamos de lo que acabábamos de ver; luego cargamos en el Folbot varias granadas y un par de Tommy guns (Apodo con que a menudo se hacía referencia a los subfusiles Thompson. N. de la t.)y volvimos a partir para investigar al intruso. Cuando doblamos una esquina próxima a la entrada de la cueva, calculamos que el bote enemigo debía de estar ya a unos trescientos metros, aunque ninguno podía ver bien al otro debido al ligero oleaje que se interponía entre ambos. Smith, el artillero, remaba mientras yo escrutaba por los binoculares, con uno de los subfusiles en el regazo. De pronto, tanto el Folbot como el bote de goma rompieron la cresta de una ola a la vez y se mantuvieron allí una décima de segundo, cada uno en pleno campo de visión del otro. Atisbé un arsenal mayor que el nuestro, pero también un rostro conocido. Y el reconocimiento fue mutuo; nuestros presuntos asaltantes eran parte de la tripulación de un caique británico que pertenecía a otra organización secreta de menor envergadura (un asunto del ejército y no tanto de la Marina), que, para nuestro fastidio, mantenía en secreto la posición de sus diversos barcos y de la cual nosotros teníamos, injustamente, una opinión más bien pésima. En cualquier caso, resultaba irritante que todos los escondrijos decentes del Egeo estuviesen atestados de embarcaciones británicas... Era el capitán Beckinsale y su tripulación quienes habían pasado cerca de nosotros horas antes; en aquellos momentos estaban fondeados a la vuelta de la esquina y buscaban un atracadero más adecuado para el futuro. Intentamos adivinar cuál de los dos habría abierto fuego antes; intenté embaucarles para que ocuparan nuestra cueva, y, tras otras bromas por el estilo, finalmente nos despedimos.

De vuelta dentro, las condiciones mejoraron levemente, aunque el lugar seguía siendo detestable; parecía ya más factible salir de allí. Justo en la boca de la cueva, el mar era muy profundo, de unas trece brazas, lo cual hacía parecer inviable que un anclote agarrase bien; sin embargo, llevábamos a bordo dos pesadas lazas de cabo de fibra vegetal junto con la cadena, y los dos miembros más fuertes de la tripulación salieron de la cueva a remo arrastrando por el mar una de ellas. Cuando ya no pudieron seguir avanzando, se apresuraron a echar el ancla a pulso, mientras los que permanecíamos a bordo del caique empezamos a empujar con las varas con todas nuestras fuerzas. El ancla no aguantó más de tres o cuatro segundos, pero durante ese tiempo el barco retrocedió un poco. El capitán accionó el timón a tope y la popa viró a babor; luego embragó y, accionando el timón en la dirección contraria, aceleró al máximo. Fue una maniobra peligrosa, pero hábil, y todos contuvimos el aliento mientras la popa pasaba a toda velocidad a apenas un metro de las rocas de la entrada de la cueva. Nadie lamentó abandonar aquellas aguas estigias, y el LS 11 regresó al atracadero original con las orejas más bien gachas.

El resto de la tarde transcurrió plácida, aparte del estallido de varias explosiones intensas que se produjeron en la dirección de Santorini. La conexión por radio con el grupo en tierra no funcionaba y nos preocupaba quién estaría ganando la batalla. Todos nos alegramos cuando cayó la tarde y llegó el momento de izar los mástiles. Pero la puesta de sol no auguraba nada bueno y, una vez fuera del cobijo de las rocas, topamos con una brisa consistente que fustigaba la superficie del mar y amenazaba con transformarse en un fuerte viento del norte. La noche era negra, y cada poco estábamos a punto de perder de vista al caique que nos precedía, que parecía estar soportando mejor que el LS 11 el mar de babor. Tras enviar repetidas señales con la luz azul, se decidió que nosotros, siendo más lentos, fuésemos delante y estableciéramos el ritmo de avance. Para entonces los dos barcos seguían un curso zigzagueante que maximizaba el peligro de separarse y, al cabo de media hora, acabamos perdiendo el contacto. Seguimos avanzando, ya que cuanto más nos aproximáramos a Santorini, tanto más cobijo encontraríamos. Navegábamos a menos de cuatro nudos contra viento y mar; el viento, que seguía aumentando, soplaba de babor por la popa y viramos levemente a babor para compensarlo. Tres horas después, Santorini no parecía estar mucho más cerca, pero de vez en cuando atisbábamos por entre los rociones y la penumbra la mole del Mesovouno aún frente a nosotros. Los binoculares estaban empapados y los ojos se empañaban y escocían, pues las olas nos embestían cada vez con mayor fuerza. Noel estaba abajo, intentando trazar la derrota en la carta de navegación, aunque parecía imposible establecer con precisión una demora.

Entonces dio la impresión de que accedíamos súbitamente a aguas más calmas; miré alrededor, pero no vi nada. Sequé una vez más los binoculares y divisé lo que parecía una masa oscura en el horizonte. Según la estima, seguíamos estando a cierta distancia de tierra, pero reduje la potencia de los motores. De pronto comprendí que justo delante teníamos un bajío; desembragué el barco y ordené virar todo a estribor, pero no a tiempo. El caique encalló a considerable velocidad, por suerte en una playa de arena y en pendiente. Noel subió a toda prisa, blasfemó de forma abominable e intentó organizar la solución a aquel aprieto. No era momento para pesquisas navieras, pero estaba claro que no habíamos sido lo bastante escrupulosos con la deriva, y también que una corriente litoral procedente del cabo del norte nos había arrastrado hacia la costa. Habíamos varado frente al bajío y los viñedos de Perissa; la principal cadena montañosa se alzaba a tres o cuatro kilómetros al interior, y la llanura que quedaba frente a ella era inapreciable desde la superficie del mar en las condiciones reinantes.

Afortunadamente, la hélice no parecía haber sufrido daños de gravedad, aunque el timón se había incrustado en la arena; no obstante, aunque la playa estaba relativamente protegida, el oleaje era notable, y, para empeorar las cosas, el viento viró y empezó a haber mar de fondo. Resultaba demasiado arduo bajar el bote de madera, que era pequeño y no estaba en las mejores condiciones para navegar, de modo que inflamos el bote grande y redondo de goma de la RAF y lo arrojamos por la borda. Subí al bote junto con otro miembro de la tripulación, y los demás arriaron el ancla más pesada y nos la entregaron. Cargar un ancla pesada en un bote de goma, que ya está medio lleno de agua, no es la tarea más fácil del mundo. Fue como una repetición, en circunstancias aún más difíciles, del drama de la cueva. Sudando con profusión, remamos sin respiro tratando desesperadamente de hacer avanzar aquella monstruosidad amarilla contra el viento, hacia la proa del barco encallado; y después, renqueando y balanceándonos, echamos el anclote al mar antes de que el peso del cable tirara de nosotros hasta el punto del que habíamos partido. Lanzamos el ancla tres veces, pero el fondo estaba cubierto de vegetación y no agarraba. Finalmente, abandonamos la tentativa; mientras tanto, Noel había estado investigando y había descubierto que la quilla no estaba tan incrustada como parecía. Se desplazó todo el aparejo pesado al centro del barco, se achicó al mar el combustible y el agua sobrantes y se tiró por la borda gran cantidad de provisiones. Luego, la mitad de la tripulación (en total sólo éramos seis, aparte del timonel) hizo fuerza con las varas, mientras los demás empujaban la popa desde el agua con todas sus fuerzas. Pero fue en vano.

Para entonces eran ya las cuatro de la madrugada: estábamos sólo a cuatro horas del amanecer, y la situación no pintaba bien. En primer lugar, no sabíamos si el grupo de asalto tenía o no el control de aquella parte de la isla, ni si estarían ocultos durante el día. En segundo lugar, era evidente que se había producido un enfrentamiento violento y que en cualquier momento llegarían refuerzos enemigos —sin duda, en forma de reconocimiento aéreo—. En tercer lugar, si el grupo de asalto estaba en un aprieto, el hecho de tener que esperar un día más supondría un problema grave para ellos; lo cierto, sin embargo, es que no estábamos seguros de haber podido llevar a cabo la evacuación aquella noche, aunque no hubiésemos llegado tarde. De modo que los esfuerzos para reflotar el caique prosiguieron. Se arrojó por la borda hasta el último apero prescindible y, espoleados por la imagen de nuestro leal barco encallado llamativamente en mitad de una playa plana y anodina como objetivo ideal para los JU 88, todas las manos se empeñaron al máximo para sacarnos de allí. Y de nuevo en vano: la popa parecía haberse clavado en una roca, una roca solitaria hundida en un fondo arenoso. Resultaba increíble que no pudiéramos liberar el barco, pero así era: no podíamos. Noel y yo nos reunimos un momento. Dos cosas parecían esenciales: conseguir ayuda local para remolcar o empujar el caique en cuanto amaneciera, y contactar con el grupo de asalto. Se decidió que, dado que hablaba algo de griego, debería ser yo quien bajara a tierra para intentar lograr ambos objetivos. De modo que cogí un revólver, me guardé en el bolsillo una parte de la carta de navegación y una lata de carne de ternera en conserva, me colgué unas botas de goma al cuello y desembarqué a pie, prometiendo regresar en cuanto pudiera, pero antes del amanecer.

Mi primer destino fue un pequeño pueblo llamado Emborio y que, según indicaba la carta de navegación, se encontraba a unos tres kilómetros al interior. Caminar en la oscuridad entre aquellos viñedos ancestrales —la luna excesivamente luminosa de nuestro viaje a Amorgos me habría resultado de gran ayuda entonces— no resultó nada divertido. El suelo era entre arenoso y pedregoso, y cada cincuenta metros aproximadamente encontraba una zanja o un murete que salvar. Finalmente vislumbré el blanco de las casas y pronto accedí a una maltrecha pista que desembocaba en la calle principal del pueblo. El lugar parecía estar lleno de perros que ladraban con furia cada vez que yo tropezaba con alguna de las piedras que en aquel entonces abarrotaban las calles de los pueblos griegos. Recé con fervor por que ninguna patrulla ni tropa enemiga fugitiva hubiese llegado a aquel lugar. Opté por lo que parecía una de las casas más grandes, subí los tres bastos peldaños que conducían a su puerta y llamé suavemente; luego, al no oír ningún ruido en el interior, llamé con mayor ímpetu. Al final estuve a punto de tirarla abajo y una voz asustada me preguntó quién era. «Enas philos, un amigo —contesté en la mejor tradición teatral— que necesita su ayuda». Un anciano en camisón abrió despacio la puerta y entré; acurrucada tras él, se encontraba su esposa, también anciana. Sintieron un palpable alivio al ver que no llevaba uniforme alemán ni italiano, y aceptaron mis palabras sin preguntar y con evidente júbilo cuando les aseguré que era inglezos. Me senté en la mejor silla, mojado y desaliñado como iba, y me ofrecieron un vaso de licor fuerte que me hizo todo el bien del mundo, pues en aquel momento caí en la cuenta de que estaba exhausto.

A continuación entablamos una enrevesada conversación. Mi griego no era del todo malo siempre y cuando el tema y el lenguaje fuesen sencillos, pero a la gente del campo le resultaba difícil aceptar que un extranjero pudiese tener el menor conocimiento de su idioma, y sencillamente no escuchaban ni intentaban entender. Es algo que incluso hoy sigue ocurriendo en Grecia. Sin embargo, gradualmente fui captando que no había tropas enemigas en las proximidades. No se habían recibido noticias fidedignas de que se hubiese producido ningún enfrentamiento en los pueblos de las colinas, aunque corría el rumor de que la guarnición había sido eliminada casi por completo y que sus escasos supervivientes deambulaban dispersos por las montañas en un estado de confusión. Estaba claro que mi anfitrión aplaudía que la guarnición hubiera sido atacada, pero al pobre anciano no le entusiasmaba que aquello hubiera ocurrido en su propio pueblo, lo cual era comprensible. Lo siguiente que le dije fue que nuestro caique había encallado y que necesitábamos de su ayuda para sacarlo de allí. En ese momento volvieron a imponerse las dificultades con el idioma: el hombre se negaba a creer que realmente me estuviera refiriendo a un «caique», ya que en las islas todo el mundo estaba convencido de que los comandos británicos que llegaban a la zona nunca lo hacían por ningún medio más humilde que un submarino o tal vez un crucero. Decidió que tenía que avisar a un joven del pueblo que hablaba un excelente inglés, y no hubo manera de disuadirle. La espera fue interminable; finalmente el joven llegó, dijo «adiós» en un refinado inglés americano y guardó silencio. Me dirigí a él en inglés, con tono alentador y despacio, pero él me sonrió con aire apologético y les dijo a los demás que su excelente inglés le había abandonado temporalmente. Sin embargo, accedió a hablarme en un griego llano y lento, y me transmitió noticias importantes: el grupo de asalto no se encontraba en la playa donde debíamos recogerlo, a dos o tres kilómetros al norte, sino en el mismo monasterio de Perissa, que estaba bastante cerca. Acepté el ofrecimiento que me hizo de acompañarme hasta allí, así como su promesa de que en cuanto amaneciera volvería para reunir a algunos amigos y conseguir una barca de pesca que podría echar un anclote más lejos del caique, o que intentaría remolcarlo.



Hendidura de amarre en Anedro

Sin más dilación, partimos juntos; mi acompañante charlaba con locuacidad mientras caminábamos por pistas polvorientas entre viñedos. Insistía en que debíamos llevarle con nosotros, pero no pude prometerle nada. Justo cuando despuntaba el alba, alcanzamos el monasterio, un complejo de edificios elegantes y bastante extenso, con dos o tres cúpulas encaladas. Parecía desierto, pero, cuando nos acercamos, una voz inglesa nos dio el alto a gritos. Respondí enseguida y un vigía con aspecto cansado apareció y nos escoltó a una de las edificaciones anexas. Allí encontré a la mayor parte del grupo de asalto, desparramado en el suelo de piedra y en posturas de cansancio extremo. Contra la pared había media docena de marineros alemanes, mirando fijamente y con aprensión el cañón del subfusil Sten que empuñaba uno de los sargentos. El comandante, Andy Lassen, estaba despierto y le comenté la situación del caique. No le complació. Por él supe que se había producido un duro combate; los enfrentamientos se habían extendido por las montañas y habían durado unas treinta y seis horas; el encantador Stefan Kasoulis había muerto en el combate y el sargento médico acababa de fallecer, después de caminar cuatro horas por las colinas con todo un cargador de balas Schmeisser en el estómago. Era una pérdida trágica, pero el enemigo había sufrido mucho más: el conflicto se había saldado para ellos con al menos treinta muertos, diez rehenes y los demás hombres aterrados y dispersos por la isla. Se había capturado todo un juego de libros y cifras confidenciales, y la estación de radio había sido destruida, aunque después de que el enemigo hubiese enviado una señal pidiendo refuerzos a la base.

No les quedaba comida, pues habían tenido que abandonar parte de las provisiones, de modo que mi lata de carne en conserva proporcionó un desayuno más bien frugal a quince hombres hambrientos. Descubrí que, aunque hubiésemos podido alcanzar la playa de recogida a tiempo, no habríamos encontrado a nadie allí: los soldados estaban demasiado exhaustos para seguir caminando aquella noche. Confiaba sinceramente en que Skipper hubiese regresado a las islas Cristiana después de que nos hubiéramos separado. Mientras tanto, se había enviado una señal con un equipo de radio del ejército solicitando una embarcación de relativa alta velocidad para evacuar a parte del grupo, pues en aquel momento aún se confiaba en poder salvar la vida al sargento. Prometí mantenerles informados de los progresos en la operación de liberación del caique encallado y confirmé que la playa de recogida para la segunda noche sería la de Perissa; luego me dirigí de vuelta al lugar donde el caique seguía embarrancado.

Para entonces ya era de día y fui ocultándome como pude. Sentía las piernas pesadas y entumecidas; tenía los dos pares de calzado prácticamente destrozados, por lo que la caminata me llevó casi tres horas. Seguí andando por la playa desierta y empecé a pensar que había calculado mal la posición del caique, pero finalmente la encontré, al doblar un saliente. El LS 11 no estaba allí; sólo quedaban los restos de las provisiones que habíamos arrojado por la borda, y tres robustas mujeres griegas con el agua por las rodillas se afanaban en rescatar cuanto podían. Les pregunté qué había sido del caique; tras intercambiar conmigo fervientes abrazos, revelaron que había desaparecido costa abajo justo cuando ellas llegaban a la playa, poco antes del amanecer. Eso redujo mi ansiedad en cierta medida; aún no se veían aviones y, con un poco de suerte, tal vez llegaran a Anedro o las Cristiana sin ser vistos. Enfilé de nuevo hacia el monasterio, pero al cabo de una hora me desplomé en una zanja y me quedé dormido al instante. La incomodidad acabó por conquistar el cansancio y, aproximadamente una hora más tarde, volví a ponerme en camino y llegué al monasterio al mediodía. Andy Lassen y sus hombres estaban en mejores condiciones, y se sintieron aliviados al saber que al menos la mitad del equipo de recogida podía seguir intacto. La situación alimenticia también había mejorado ostensiblemente, ya que los campesinos de los alrededores les estaban llevando tomates, fruta y queso. Un muchacho excelente llamado Niko, que se había unido al grupo durante el combate, se encargaba, por voluntad propia, de recibir todos los informes sobre lo que estaba ocurriendo en el resto de la isla. Poco después de que yo llegara, nos llevó la noticia de que dos hidroaviones Arado habían amerizado en el puerto aquella mañana, y que acababan de despegar de nuevo; también nos dijo que se había avistado un destructor fondeado justo al sur de la isla. Nada podía hacerse hasta la noche, así que fui con Andy Lassen a ver los restos de un pequeño santuario helenístico circular que se encontraba justo al otro lado del muro del patio. Era la primera vez que veía de cerca una edificación de la Antigua Grecia en su enclave original, y debió de ser un momento muy emotivo. Sin embargo, no consigo recordar en qué medida debí de disfrutarlo; en aquel momento me sentía ligeramente déplacé; en realidad, me sentía bastante raro. El sol vespertino era tan intenso que nos quedamos dormidos debajo de una higuera que había cerca de allí. Algo más tarde nos despertó el rugir de unos motores. Por entre las hojas del árbol vimos pasar cuatro aviones Junkers 88 a unos seiscientos metros de altitud. Sobrevolaron en círculos el monasterio durante cinco minutos, pero lo habíamos puesto todo a cubierto y no vieron nada; luego viraron hacia el norte, sin dejar de inspeccionar el terreno. Le di gracias al cielo por dos cosas: que el caique hubiese conseguido desencallar y alejarse, y que aquellos pilotos no derrocharan bombas, ya que el monasterio de Perissa sobresalía como el único refugio evidente en toda aquella costa.

Eran ya las cuatro de la tarde, y las horas que faltaban hasta la noche transcurrieron con cierta impaciencia. Al fin el grupo al completo bajó a la playa, junto con los prisioneros y un puñado de griegos que habían demostrado ser leales colaboradores y querían ingresar en el ejército griego. Mi amigo de Emborio era uno de ellos. Escrutamos el mar durante una eternidad, confiando fervientemente en que nada impidiera a los caiques aparecer allí; el tiempo, al menos, había amainado. Justo antes de la medianoche, discernimos no dos, sino tres siluetas, dos hacia el sur y una hacia el norte, y las tres convergían en dirección a nuestra playa. La embarcación del norte era un misterio, pero finalmente la identifiqué como una HDML, que (como supe después) había llevado a cabo otra operación y había sido desviada de su rumbo para atender a la petición de una barca más rápida —once nudos frente a seis y medio—. Intercambiamos las correspondientes señales luminosas, tras lo cual los caiques fondearon cerca de la orilla, mientras que la ML (con su marcha atrás) se aproximaba algo más. En primer lugar embarcaron los prisioneros, luego el resto del grupo. Fue un trayecto en bote húmedo y más bien precario, pues el mar distaba mucho de estar en calma. Hubo mucha confusión, no en vano la mitad de la población masculina de Emborio parecía haberse congregado en la playa, además de los legítimos evacuados, y subía a los botes con la esperanza de que se les llevara «a Egipto». Se les echó pese a sus reticencias, y al fin el resto pudimos marcharnos, la mitad en el la ML y los demás repartidos entre los dos caiques.

Por lo que a mí respecta, me alegré de volver a subir a bordo del LS 11 y reencontrarme con Noel Clegg y la entonces alegre tripulación. Mi único día como soldado había sido demasiado activo e intenso para mi gusto y decidí que la vida naval era mejor, aunque de vez en cuando encalláramos. Noel me informó de lo ocurrido. Cuando ya habían perdido toda esperanza de reflotar el caique y esperaban resignados a que yo volviera con los refuerzos, de pronto, y sin motivo aparente, el barco se liberó solo —al parecer por la subida infinitesimal de la marea que a menudo tiene lugar en el Mediterráneo, un mar teóricamente sin mareas—. Habían navegado hasta Anedro a plena luz del día y con cierta aprensión, que habría sido aún mayor de haber sabido que en las proximidades había un destructor enemigo. Y fue allí donde los tres barcos volvieron a encontrarse tras la operación de recogida en Santorini. Pasamos el día en Anedro, agotados, pero relativamente satisfechos, aunque la sombra de las dos bajas pesaba sobre nosotros; luego, después de otra noche de viaje y otro día fondeados, llegamos de vuelta a la base. Pese a los sustos y las excursiones, la operación había sido exitosa. Poco después supimos que el destructor alemán había desplegado en Santorini un fuego considerable justo la misma noche en que nosotros habíamos partido, y que las tropas alemanas habían pasado varios días infructuosos batiendo la isla en nuestra busca. La población de Perissa y de Emborio estaba bien, pero en Fira se produjo una tragedia que supe años después: el SBS había instalado allí una trampa explosiva antes de retirarse, y varios aldeanos habían hecho caso omiso de las advertencias y habían entrado en el pueblo, con fatales consecuencias.

Debo dejar constancia también de otra cuestión relacionada con esta expedición, aunque sólo sea para completar el relato con fidelidad. Tiene que ver con Anders (Andy) Lassen, el brillante oficial del SBS danés al mando del grupo de asalto. Había ingresado en el ejército británico, era ya legendario por su coraje y muy condecorado, y pronto moriría en Italia en acto de servicio, en una operación que le valió una Cruz Victoria póstuma. Era una de esas personas audaces y, en ocasiones, también implacables, un berserker potencial. Una verdadera figura heroica en un sentido homérico; con la mera fuerza de su personalidad conseguía a menudo que griegos sin educación le entendieran, a pesar de no hablar más que unas pocas palabras de su idioma. Esto fue algo que me impactó mucho durante las horas que compartí con él. Era alto y rubio, y de aspecto intrépido, pero la ocupación nazi de Dinamarca le había desequilibrado en ciertos aspectos. Así, cuando él y su sargento se infiltraron en los barracones que los alemanes y los italianos tenían a las afueras de Fira, un par de noches antes, Lassen ordenó a su acompañante que despertara a los soldados enemigos antes de degollarlos, para que fueran conscientes de lo que les estaba ocurriendo. El sargento se negó. En aquel entonces no se dijo nada, pero cuando me reuní con el grupo de asalto en el monasterio de Perissa, Lassen insistía en presentar cargos contra el sargento por haber desobedecido sus órdenes. Los demás oficiales habían intentado disuadirle sin demasiado éxito. Él me comentó el incidente en cierta medida la tarde que pasamos juntos; obviamente, yo también le aconsejé que se relajara, que el sargento había hecho lo correcto. Al final se relajó, o cuando menos no presentó cargos contra él, pero el incidente me recordó que la guerra no era sino un negocio sucio. 


Nota de la Redacción: Este texto corresponde al capítulo “La operación Santorini” del libro de Geoffrey S. Kirk: Hacia el Mar Egeo. Las memorias de un helenista durante la Segunda Guerra Mundial (Gredos, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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