Desde entonces, las víctimas del terrorismo en España se cuentan por miles.
Miles han sido, en efecto, los asesinados, secuestrados, heridos,
extorsionados
o damnificados en atentados terroristas perpetrados no
sólo por ETA, sino también por otras muchas organizaciones como el FRAP, los
GRAPO, Terra Lliure, la Triple A, el Batallón Vasco Español, los GAL y un largo
etcétera de grupos de origen nacional, amén de los extranjeros Al–Fatal, Yihad
Islámica y Al–Qaeda. Miles han sido también los familiares de esas víctimas que
sufrieron con ellas el zarpazo material y moral de la violencia. Y muchos miles
más sus amigos y conocidos, sus conciudadanos desconcertados ante unos crímenes
que se antojan de imposible explicación racional. «Todo delito terrorista
—señala el profesor Antonio Beristain desde la atalaya que le concede su
dilatada experiencia como penalista estudioso de la victimología— produce muchas
víctimas, en plural: la directa y muchas más indirectas; por eso —añade— sus
víctimas merecen el nombre de
macrovíctimas».
Aunque hayan sido
muy numerosas las víctimas del terrorismo en España, no se conoce con precisión
su cuantía. Las autoridades políticas y la sociedad en general, durante muchos
años, dieron su espalda a las víctimas y trataron de eludir cualquier expresión
de solidaridad con ellas; y tampoco les dieron respaldo institucional. Ello
cambió durante los años noventa, especialmente durante la segunda mitad de esta
década; pero entretanto se había perdido una buena parte de la información
acerca de los estragos humanos causados por el terrorismo. Tal es el motivo de
que aún hoy carezcamos de una idea precisa sobre cuántas personas han sufrido
las consecuencias de los atentados.
Según
Gesto por la Paz, más de 40.000 personas soportan algún grado de amenaza y, de
ellas, un millar se desenvuelven en su vida cotidiana con una escolta. Además,
teniendo en cuenta los resultados del Censo de Población de 2001, se
puede estimar que unas 125.000 personas han abandonado el País Vasco para eludir
las amenazas y el clima opresivo al que el terrorismo les ha
sometido
En
julio de 2005 el Gobierno, en respuesta a una pregunta parlamentaria informó
escuetamente de que en los registros del Ministerio del Interior constaban
17.816 víctimas. Y desde esa fecha ha habido, al menos, pues la contabilidad no
es completa, otras 3.872 adicionales, con lo que se totalizarían, hasta el
momento actual, 21.856 personas directamente afectadas por el terrorismo. Pero
esta última cifra no recoge toda la extensión de los daños causados por las
acciones de las organizaciones armadas, pues sólo hasta 2007 el Consorcio de
Compensación de Seguros —que cubre los riesgos de terrorismo sobre las personas
o los bienes para los que se han suscrito pólizas de seguro— había resuelto
31.871 expedientes, de los que 1.875 correspondían a daños sobre las personas y
29.996 a daños sobre bienes materiales. Teniendo en cuenta estos datos, así como
los referentes a los más de seis mil expedientes resueltos por el Ministerio del
Interior en aplicación de la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo,
creo que se puede estimar razonablemente que en España ha habido unas 37.700
víctimas directas.
La distribución de este balance del terror según el
tipo de daños causados por las organizaciones terroristas, arroja el siguiente
resultado:
· En primer lugar, 1.273 personas muertas, de las que casi
dos tercios se deben a ETA (65,1 %) y el resto de reparte casi por igual entre
las organizaciones de signo islamista (16,4 %) y todas las demás (18,5 %).
· Por otra parte, 94 personas secuestradas, de las que doce fueron
asesinadas, casi todas ellas por ETA.
· En tercer lugar, 5.098 personas
heridas con diferente gravedad, de las cuales aproximadamente una cuarta parte
soportaron lesiones invalidantes.
· Y, por último, 31.235 personas
damnificadas por los daños materiales causados en los
atentados.
Más allá de la cuantificación, desde
mi punto de vista lo más relevante en la victimación terrorista es la
comprensión del trauma vivido por la mayor parte de las personas que han tenido
esa experiencia. Una experiencia que nace del conocimiento íntimo de que se ha
sufrido un daño sin que hubiera una previa culpabilidad, de tal manera que se
experimenta la ruptura de ese vínculo esencial que nos conduce a todos los seres
humanos a esperar, en cualquier circunstancia, el respeto y la ayuda de los
demás
La victimación indirecta ha sido
mucho más extensa, en la medida en la que el terrorismo —fundamentalmente el de
ETA— se ha complementado con la ampliación de las amenazas sobre determinados
grupos de población y la realización de numerosas acciones de violencia
callejera —unas 9.200 entre 1987 y 2008—. De este modo, sólo en el País Vasco,
según Gesto por la Paz, más de 40.000 personas soportan algún grado de amenaza
y, de ellas, un millar se desenvuelven en su vida cotidiana con una escolta de
policías o vigilantes privados. Además, teniendo en cuenta los resultados del
Censo de Población de 2001, se puede estimar que unas 125.000 personas
han abandonado el País Vasco por razones extraordinarias, principalmente para
eludir las amenazas y el clima opresivo al que el terrorismo les ha sometido,
engrosando la que ha dado en llamarse «diáspora democrática vasca». Y añádanse a
todos ellos los familiares y amigos de las víctimas directas. El balance final
es difícil de establecer con precisión, pero si acudimos a los resultados de la
investigación
sociológica realizada por los profesores Francisco Llera y Alfredo
Retortillo, un poco más del siete por ciento de las
personas adultas residentes en Euskadi —es decir, unas 130.000— se consideran
personalmente afectadas por los delitos terroristas; y si se tienen en cuenta a
los que afirman conocer a alguna víctima, la anterior proporción se eleva por
encima del veinte por ciento —lo que hace un total de 380.000 individuos—. Las
macrovíctimas del terrorismo sumarían entonces a unas 543.000 personas en
España.
Pero más allá de la cuantificación, desde mi punto de vista lo
más relevante en la victimación terrorista es la comprensión del trauma vivido
por la mayor parte de las personas que han tenido esa experiencia. Una
experiencia que nace del conocimiento íntimo de que se ha sufrido un daño sin
que hubiera una previa culpabilidad, de tal manera que se experimenta la ruptura
de ese vínculo esencial que nos conduce a todos los seres humanos a esperar, en
cualquier circunstancia, el respeto y la ayuda de los demás. Ello envuelve a las
víctimas en confusos sentimientos de vergüenza, culpa y desamparo. Vergüenza,
porque el sufrimiento extremo les hace saber de que los hombres son capaces de
una extrema violencia y les proporciona la conciencia íntima de que comparten
con sus atacantes una misma condición humana. Como apuntó Romain Gary, evocando
su experiencia en la Resistencia, «tanta vergüenza, tanta rabia suben a mi
corazón que éste pierde el derecho a su nombre». Culpa, porque muchas veces
albergan el síndrome del superviviente y se preguntan por qué no son ellos los
caídos en vez de sus compañeros o familiares asesinados. Y desamparo, porque ser
objeto del crimen terrorista supone un desafío que reta todo lo esperado y, como
escribió Jean Améry, hace perder la «confianza en el mundo, la certeza de que
los otros cuidarán de mí, la esperanza de socorro», de modo que el daño sufrido
«se torna en una forma consumada de aniquilación total de la
existencia».
Una buena parte de las personas que
han sido víctimas del terrorismo —como también ocurre con las víctimas de otros
delitos violentos— experimentan un trauma y, como ha descrito Enrique Echeburúa,
profesor en la Universidad del País Vasco, viven «la quiebra del sentimiento de
seguridad en sí mismas y en los demás seres humanos» y pierden «la confianza
básica … y la integridad del propio yo»
Las víctimas del terrorismo viven así abatidas el
acontecimiento de su victimación, se quedan sin saber qué hacer ni qué decir y,
para ellas, las palabras, si se pronuncian, no logran articular enteramente su
propia experiencia. Es entonces cuando se ven sacudidas para buscar la
explicación imposible de su sufrimiento. Ello produce, en muchos casos, severos
daños psicológicos. Una buena parte de las personas que han sido víctimas del
terrorismo —como también ocurre con las víctimas de otros delitos violentos—
experimentan un trauma y, como ha descrito Enrique Echeburúa, profesor en la
Universidad del País Vasco, viven «la quiebra del sentimiento de seguridad en sí
mismas y en los demás seres humanos» y pierden «la confianza básica … y la
integridad del propio yo». El psiquiatra Luís Rojas Marcos, en su magnífico
análisis de los acontecimientos del 11–S en Nueva York, donde en aquél momento
dirigía el Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de la ciudad, ha explicado
que la causa básica de ese trauma y, sobre todo, de su mayor intensidad y
duración con respecto a otros tipos de conmociones como los accidentes, las
enfermedades o las catástrofes naturales, estriba en que «la violencia entre las
personas no forma parte de lo que esperamos en general de nuestros compañeros de
vida, y contradice los principios que dan sentido a la existencia».
Pues
bien, los estudios empíricos españoles sobre las víctimas directas del
terrorismo han concluido que la prevalencia del trauma psicológico entre ellas
se sitúa por encima del 50 por 100 —es decir, unas cinco veces más que entre la
población en general— con un recorrido temporal que se extiende desde el 70 por
100 antes de que hayan transcurrido dos años desde el atentado, hasta el 45 por
100 una vez que han pasado veinte años. Esta probabilidad es, entre los
familiares de las víctimas directas, más reducida y se sitúa en el 36 por 100,
con un recorrido que va del 40 al 30 por 100 en el mismo período. Son
prevalencias muy elevadas y claramente superiores a las que se han medido para
las víctimas de accidentes de tráfico —14 por 100— y de catástrofes naturales
—20 por 100—, aunque resultan similares a las que registran las personas que han
sido objeto de agresiones sexuales o de maltrato en el ámbito doméstico.
En definitiva, las víctimas del terrorismo soportan en muchos casos una
existencia difícil, con una permanente sensación de injusticia y de desamparo,
en especial con respecto a las instituciones políticas y sociales. Su
comportamiento es, en proporciones elevadas, atípico, pues suelen eludir el
conocimiento de los actos concretos de terrorismo —que les causan zozobra e
inquietan su espíritu—, desconocen voluntariamente el resultado de las
investigaciones policiales sobre los hechos que les causaron daño, raramente son
espectadores de los procesos judiciales que les afectan y evitan volver al lugar
del atentado que les causó su desgracia. Son personas que reclaman compasión y
justicia, pues no en vano llevan sobre sus hombros el sufrimiento que sus
atacantes querrían haber inflingido a toda la sociedad. Bueno sería, por ello,
que ésta las recordara con respeto y viera en ellas la advertencia de que sólo
derrotando a
sus agresores podrá lograr la concordia civil, la
verdadera paz.