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            Julio Camba: Aventuras de una peseta (Alhena Media, 2007)
        
        
            Por Julio Camba, viernes, 2 de noviembre de 2007
        
        
            Si hay un rasgo que distingue a Julio Camba del resto de escritores de su época es la extraña combinación de humanidad e inteligencia Es humano porque compadece a quien observa; es inteligente porque se sabe que en el otro se observa a sí mismo. Aventuras de una peseta recupera para el lector de nuestro país las crónicas que el genial escritor dedicó a Alemania, Gran Bretaña, Italia y Portugal. En ellas Camba se propone desmenuzar la realidad con precisión de cirujano, haciendo que las cosas, las gentes y los pueblos revelen su lado oculto y con frecuencia más absurdo. Lo mismo dedica su prosa a una salchicha que a la depreciación de la moneda, lo mismo a la flema inglesa que a la «superioridad dramática del té respecto al chocolate», lo mismo a la pintura renacentista que a la «filosofía napolitana del robo al turista» o a un curioso hipopótamo lisboeta.
        
        
            
De cómo la peseta se lanzó a viajar
¿Quién no recuerda la 
catástrofe económica que a raíz de la guerra del 14 se produjo en el mundo? 
Todas las monedas de los países beligerantes comenzaron a perder valor, y la 
peseta, que hasta aquel entonces no se había atrevido casi nunca a salir de 
España, comenzó a viajar. De Italia, donde valía varias liras, se iba a 
Alemania, donde la estimaban en cientos de marcos. Los escudos portugueses 
tenían que reunirse en grupos de dos o tres para hombrearse con la peseta, y la 
peseta invadió Portugal. En Austria, la peseta podía adquirir diez o doce 
coronas con cada céntimo, y no hablemos de Rusia ni de Polonia.
Había 
países donde la peseta tenía categoría de duro; países donde equivalía a 
cincuenta duros, y países donde era sencillamente millonaria. ¿Cómo quieren 
ustedes que, en vista de esto, la peseta no se lanzara a correr el mundo? Nadie 
es profeta en su tierra, y mientras la peseta valía un millón en ciertas 
latitudes, aquí seguían dándole a usted por ella las mismas diez mugrientas 
perras gordas de 1914. Por eso fue por lo que la peseta se dedicó a viajar, y 
sus viajes por las tierras de moneda más depreciada no carecían de encanto ni de 
emoción. Como Gulliver en el país de los pigmeos, la peseta se sintió gigante de 
la noche a la mañana. ¡La pobre peseta, para quien, unos cuantos años atrás, 
eran gigantescas todas las otras monedas!
El autor de este libro ha ido 
en pos de la peseta por algunos países, observando sus andanzas y sus aventuras. 
Teutonia, Britania, Italia, Lusitania … Tales son las tierras que, después de la 
guerra, hemos recorrido juntos la peseta y yo. Y ahora, reintegrados ya a la 
triste calderilla nacional, permítasenos recordar aquellos días gloriosos, 
aunque sólo sea para endulzar un poco nuestra nostalgia.
LA PESETA 
EN TEUTONIA
El colosalismo
La huelga ferroviaria me 
detuvo algunos días en Colonia.
—¿Me pueden ustedes indicar algún buen café? 
—pregunté en el hotel.
—Váyase usted al Germania —me dijeron—. Es el mejor 
café de Colonia. En el extranjero no hay ninguno comparable. 
Kolossal!…
A pesar de la derrota, los alemanes seguían siendo 
aficionados a estos cafés colosales, y en el Germania yo comprendí la guerra. 
Los alemanes hicieron la guerra con el mismo espíritu que antes, y después de 
ella, les llevaba a estos cafés. Al alemán le gusta sentarse en una silla muy 
alta y muy dorada, entre estatuas de gigantes y de guerreros, y allí, ofreciendo 
al reflejo de las luces la mayor superficie posible de tela almidonada, poner 
una cara muy fea y muy importante y quedarse inmóvil, oyendo la música de una 
banda militar. Y todo esto en un local tan vasto y tan lleno de humanidad como 
si fuese nada menos que el mundo entero…
El café Germania, de Colonia, venia 
a ser algo así como un café pangermanista, al igual de tantos otros cafés y 
restaurantes alemanes. Su fundación responde a este deseo alemán de expansión y 
de importancia, siguiendo el cual los ejércitos del Kaiser se hicieron, durante 
tres años, dueños de medio mundo. Luego vino la derrota; pero a nadie se le 
ocurrió convertir los cafés colosales en estaciones de ferrocarril. Alemania, o 
no se había dado cuenta de lo que representaba su colosalismo, en relación con 
la guerra, o no se había arrepentido. Los cafés colosales seguían llenos de un 
público muy almidonado, que, a falta de buenos pasteles con crema montada, comía 
pasteles y bebía infusiones Ersatz. Las luces brillaban, los dorados 
resplandecían, las músicas atronaban… El camarero continuaba cuadrándose 
militarmente para tomar nuestras órdenes y nosotros continuábamos llamándole 
«Señor camarero superior»…
—¿Qué? —me preguntaron al día siguiente en el 
hotel —. ¿Estuvo usted en el Germania?
—Sí.
—¿Verdad que no hay en el 
extranjero cafés comparables?
-No, no los hay; pero ya los habrá. A mí no me 
extrañaría el que un día de estos los franceses construyesen uno igual en pleno 
París.
Un caos metódico
¿Y la contrarrevolución? ¿Y la 
huelga general?
A mi llegada a Alemania se hablaba mucho de esto, pero el 
pueblo continuaba siendo el mismo de siempre. Yo llegué a Alemania cuando los 
periódicos decían que allí había el caos; pero ¡qué caos tan metódico y tan 
ordenado! Era un caos verdaderamente alemán. Las gentes compraban los 
extraordinarios de los periódicos y se sentaban, para leerlos, en los bancos de 
las plazas públicas. Todo el mundo estaba muy excitado; pero, a pesar de la 
excitación, ningún adulto se sentaba en un banco de los que las municipalidades 
destinan a los niños, ni ningún niño, tampoco, a pesar de representar la 
Alemania futura, se sentaba en un banco de adultos. Cada cual leía las graves 
noticias del momento en el banco que correspondía a su sexo, y a su edad. Luego 
se levantaba, buscaba un canasto dedicado a recoger papeles, leía el letrero que 
explicaba cómo tenían que echarse los papeles en el canasto y lanzaba hacia el 
canasto su periódico, siguiendo la dirección de la fl echa. Y yo veía esto y me 
decía: «¿Dictadura militarista? Imposible. ¿Dictadura del proletariado? También 
imposible. Ejercer una dictadura es gobernar por la fuerza, y no hay medio de 
gobernar por la fuerza a Alemania. Alemania está siempre dispuesta a dejarse 
gobernar.»
Yo no sé los cambios políticos que experimentará todavía Alemania. 
Lo que sé es que, con casco o con hongo, con gorro frigio o con chistera, las 
cabezas alemanas no variarán fácilmente de forma. Hasta la fecha de mi viaje 
seguían con estas mismas abolladuras que uno considera superfluas y que, sin 
embargo, parecen indispensables para el estudio de algunas ciencias, como, por 
ejemplo, la filosofía. Lejos de mi ánimo la intención de pretender que las 
cabezas alemanas son inferiores a las otras, pero indudablemente son distintas, 
y quizá si no fuesen distintas no hubiese habido la guerra. Son unas cabezas en 
las que se confeccionan ideas que nosotros, con nuestros cráneos alargados, no 
podremos producir nunca. Anatole France anhelaba ver el mundo con el ojo a 
facetas de una mosca. Yo quisiera, por un instante, poder comprenderlo con el 
cerebro de un alemán, porque estoy seguro de que el mundo me parecería entonces 
algo completamente insólito, como si me lo hubiesen pintado de 
nuevo.
La moralidad de la brutalidad
En Colonia vi al 
«odiado invasor» y me pareció que se daba muy buena vida.
—¿Cómo es posible 
—se preguntaban algunos— que, después de haber invadido medio mundo, los 
alemanes se resignen tan fácilmente a ser invadidos a su vez?
Probablemente 
por eso mismo: por haber invadido antes medio mundo. Cuando uno admite la 
licitud de machacar al prójimo, tiene que admitir también la licitud de que el 
prójimo le machaque a él. Los alemanes creen en la fuerza, y si su derrota les 
parecía injusta, era quizá, principalmente, porque no la consideraban una 
derrota militar.
—¡Si los aliados nos hubiesen vencido militarmente!… —se les 
oía decir con frecuencia—. Pero nos vencieron porque todo el mundo se puso de su 
parte…
Es decir: «Bien que Fulano me pegue, en el caso de que sea más bruto 
que yo. Lo inadmisible es que me pegue porque, en una querella entre ambos, él 
demuestre que es quien tiene razón…»
Sea ello como sea, lo cierto es que en 
Colonia no se advertía hostilidad ninguna hacia los ingleses. Quizá se les 
mirase, en general, con más simpatía que en el propio París. Frecuentemente, en 
el restaurante o en el cabaret, el gerente colocaba a un oficial inglés 
en la mesa de una familia alemana, y no pasaba nada. El vino no se aguaba. La 
choucroute no se indigestaba. La fiesta no se interrumpía… Los soldados, 
bien alimentados y bien vestidos, quizá no hubiesen vencido a Alemania en el 
campo de batalla; pero de que hacían conquistas durante la ocupación no cabe la 
menor duda. Yo vi a uno que, traduciendo literalmente del inglés al alemán, le 
llamaba «mi cara, vieja, pequeña cosa» a una joven alemana dos veces mayor que 
él, y evidentemente barata.
En Colonia se comprendía la estupefacción de 
Alemania cuando el mundo entero protestaba contra sus ejércitos invasores. ¿No 
era ella la más fuerte? Si no lo fuese, podría producir extrañeza el verla 
dominar a Bélgica, por ejemplo…, pero, siéndolo, la cosa resultaba perfectamente 
lógica…
Yo estuve en Colonia cuatro o cinco días. Por fin se restablecieron 
las comunicaciones con Berlín, y una buena mañana, el tren que debía dejarme en 
la gran ciudad a las ocho y treinta y uno me dejaba a las ocho y treinta y uno, 
efectivamente. Y era un tren medio huelguista, todavía, e iba arrastrado por una 
de estas locomotoras prehistóricas que los aliados le dejaron a Alemania. Yo 
descendí, maravillado, en la estación de la Friedrischstrasse, y poco después me 
paseaba por unas calles limpísimas, donde no se veía ni un papel de fumar y en 
las que la semana anterior se había sublevado un ejército y después había habido 
una huelga general.
Cocaína con salchichas
Si la 
encefalitis letárgica hubiese estado inventada ya en julio de 1914, y, atacado 
por ella, yo me hubiera quedado hasta el 1920 dormido en París, al despertarme 
no sabría exactamente lo que durante mi sueño había ocurrido en el mundo; pero 
de que había ocurrido algo muy grave, me daría cuenta en seguida. En cambio, si 
me hubiese dormido en Berlín, me despertaría sin experimentar el menor 
asombro.
En Berlín dijérase que no había pasado nada. Al Gobierno 
imperialista había sucedido un Gobierno republicano; se había limitado un poco 
la vida nocturna; escaseaban algunos artículos de primera necesidad, y los 
guardias ya no llevaban en la cabeza aquellos pinchos en virtud de los cuales 
ellos se consideraban, más bien que personas, edificios públicos protegidos con 
pararrayos contra la electricidad atmosférica. Pero, fuera de estos pequeños 
cambios, que hubieran podido ocurrir también sin guerra y sin derrota, en Berlín 
no se advertía que el mundo hubiese pasado por ningún trance extraordinario. Yo 
había oído contar que los berlineses se habían lanzado a una vida de orgía y de 
depravación; que el vicio más desenfrenado reinaba en Berlín; que el consumo de 
morfina y de cocaína alcanzaba allí proporciones fabulosas. Y al llegar a la 
gran ciudad, no vi que se consumiese más que Sauerkraut, salchichas de 
hígado de ganso y cosas por el estilo. La gente procuraba divertirse de día, 
porque no podía divertirse de noche, pero no se divertía a la desesperada y para 
olvidar. Se divertía igual que antes, con una alegría perfectamente normal, 
perfectamente sana y perfectamente germánica.
A veces, en uno de aquellos 
locales tan cursis del Berlín nuevo, al ver a la gente tan feliz y tan dichosa, 
comiendo pasteles y oyendo la música, yo sentía ganas de decir:
—Pero ¿no 
saben ustedes lo que ha pasado?
E informar al público de la guerra terrible 
que acababa de sostener Alemania, y de sus espantosas consecuencias…
Pero 
luego, pensaba que quizá no se me creería, y que, además, acaso fuese preferible 
dejar a Berlín en aquella dulce ignorancia que revelaba tanta salud, tanta fe y 
tanto optimismo.
La eterna Alemania
Cuando estalló la 
guerra europea yo me encontraba en Alemania. Hasta entonces los alemanes nunca 
me habían parecido tan alemanes, ni nunca tampoco creo que me lo volverán a 
parecer. El idioma, que en la pronunciación berlinesa se había suavizado un 
tanto, recobró toda su aspereza, como si de pronto se hubiese erizado de 
consonantes. Los oficiales, más estirados que de costumbre, dijérase que habían 
crecido medio palmo. Hasta las mismas estatuas de gigantes y de guerreros que en 
los grandes restaurantes suelen presidir las comidas alemanas, resultaban más 
feroces por aquellos días.
Las calles retemblaban constantemente al paso de 
unos ejércitos formidables, que estaban destinados a ganar todas las batallas y 
a perder la guerra. La luz de los cafés, al dar en los cráneos desnudos de los 
alemanes que entonaban himnos guerreros, producía reflejos de un carácter 
evidentemente metálico.
Yo no había encontrado jamás en Alemania la 
choucroute tan agria, ni las puertas tan pesadas, ni el pan tan negro, ni 
los cuellos que me traía la lavandera tan cargados de almidón, y tuve la 
sensación de que, hasta entonces, Alemania me había sido desconocida.
El odio 
al extranjero revistió formas curiosas. Un estudiante español, que había 
seducido a una dactilógrafa valiéndose de un vino catalán y de un sombrero 
cordobés, recibió de ella una carta suspendiendo toda clase de relaciones hasta 
que España definiera su política internacional. Al principio se odiaba casi 
exclusivamente a Rusia. Luego vino la noticia de la intervención inglesa y los 
periódicos publicaron un bando diciendo: «Inglaterra: ése es nuestro verdadero 
enemigo, el enemigo a quien siempre hemos profesado un odio implacable…» Y al 
día siguiente los alemanes leyeron el bando y comenzaron a odiar a Inglaterra 
desde toda la vida… Un alemán enseñó a su loro a decir: «¡Muera Inglaterra!», y 
lo puso en el balcón. El loro gritaba, y nunca faltaba quien le 
respondiese.
¡Días magníficos y terribles aquellos primeros días de agosto de 
1914! Yo me fui hacia mediados del mes y no volví hasta seis años más tarde. 
Después de seis años yo estaba un poco más gordo y Alemania estaba un poco más 
flaca;
pero, en el fondo, no habíamos cambiado gran cosa. Había cambiado 
Francia, el país de la democracia. Había cambiado Inglaterra, el país de la 
libertad. Había cambiado Rusia, el país de la tiranía… Nosotros, en cambio, 
amiga Alemania, éramos los de siempre…
El 
«cocottentum»
Antes de la guerra, Berlín aspiraba a ser una 
Babilonia, y por una Babilonia ya se sabe lo que entiende la gente: una ciudad 
con muchos bares americanos, en los que se bailen muchos fox-trots y se 
beban muchos cocktails. Berlín bailaba y bebía. A las seis de la mañana, 
cuando los establecimientos nocturnos cerraban sus puertas, abríanse otros 
establecimientos en los que se podía prolongar la noche hasta el mediodía. En 
estos establecimientos no se dejaba penetrar ni un rayo de sol y era 
indispensable, para entrar en ellos, el que las mujeres estuviesen en traje de 
soirée y los hombres vistieran de frac.
—Los parisienses presumen 
mucho —me dijo un día un señor en uno de aquellos locales —; pero seguramente a 
estas horas —serían las diez de la mañana— ya no trasnoche nadie en París…
El 
objeto era ser más trasnochadores, ser más viciosos, ser más perversos que los 
parisienses. Pero Alemania tenía demasiada salud. Algunas chicas descubrieron 
por aquel entonces los paraísos artificiales. Tomaban a puñados la cocaína; pero 
como si tomasen bistecs con patatas. Sus mejillas eran cada día más sonrosadas. 
Su alma, más inocente…
—Somos depravadísimos —parecía que querían decirle a 
uno los berlineses—. ¿No se horroriza usted de nuestra depravación?
Y uno 
pensaba:
—¡Quia!…
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Nota 
de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la gentileza por permitir 
la publicación de este capítulo del libro de Julio Camba, Aventuras de una 
peseta (Alhena Media, 2007).