EN EL RINCÓN DE LOS MILLONARIOS I. El 
hierro Cada vez que un bilbaíno me invita a comer, me parece 
que me da a comer hierro. El hierro es el pan de Bilbao. Todo ha sido aquí 
hierro en su origen, hasta el mármol y el oro de los millonarios de Algorta. Y 
el mismo chacolí, en estas alegres cenas bilbaínas, me produce un efecto así 
como de vino ferruginoso. 
Constantemente se denuncian nuevos 
yacimientos, a veces bajo casas habitadas. Se denuncian calles, se denuncian 
viviendas, se denuncian amigos y vecinos... Y toda la actividad bilbaína, todo 
el tráfago gigantesco de la ría con sus hornos formidables, que durante el día 
eclipsan al sol y que enrojecen el cielo por las noches, no son más que un 
esfuerzo para convertir este hierro en oro y en billetes. 
Hay quien dice 
que el dinero bilbaíno es más valiente que el dinero de otras ciudades 
españolas. Yo no creo gran cosa en la antropología del dinero. En un caso 
particular, el dinero puede ser más o menos audaz o más o menos timorato; pero, 
colectivamente, no hay calidades en el dinero: no hay más que cantidad. El 
dinero de un pueblo no es cobarde ni es valiente, sino que es poco o mucho. Las 
grandes fortunas, como los hombres grandes, se atreven a cosas que, por regla 
general, asustan a las fortunas pequeñas y a los hombres chiquitines. ¿Valor? 
No. Fuerza, peso, volumen. 
Además, esto de tener el dinero en acciones 
es, poco más o menos, como tenerlo en fichas. Uno no le concede el mismo valor 
que si estuviera en billetes, y se lo juega. Todo el mundo pica. Un poeta 
bilbaíno que me quiso leer unos versos el otro día tuvo que buscar el manuscrito 
entre unas cuantas navieras que llevaba en la cartera. 
Afortunadamente, 
Bilbao está llamado a tener más dinero cada vez, y uno no puede imaginarse su 
porvenir más que en una visión gloriosa. Hoy por hoy, Bilbao es ya una ciudad 
donde el dinero se cuenta por millones, y esta ciudad resulta doblemente 
extraordinaria porque se encuentra situada en el país de la calderilla. 
II. El hombre que se vendió brea a sí mismo 
Cuando un hombre, en Bilbao, dice que necesita vagonetas, esto no 
significa necesariamente que ese hombre necesite vagonetas. A lo sumo, las 
vagonetas las necesita un amigo de un amigo de un amigo suyo. Y cuando otro 
hombre, en el mismo Bilbao, le ofrece vagonetas a la gente, esto tampoco implica 
el que ese hombre tenga muchas vagonetas en su poder, sino que conoce a un 
señor, el cual, por medio de otro señor, sabe de un tercer señor que quiere 
vender vagonetas. Y así ocurre el que unos hombres que no necesitan vagonetas 
absolutamente para nada se pasen la vida comprándoles vagonetas a otros hombres 
que no las tienen. Y quien habla de vagonetas, habla de traviesas. Y quien habla 
de traviesas, habla de clavos. Y quien habla de clavos, habla de brea. Y quien 
habla de brea, habla de barcos. Y así sucesivamente. 
Yo tengo en Bilbao 
un amigo que se compró a sí mismo trescientas toneladas de brea. No se trata de 
un bilbaíno, sino de un madrileño. A poco de llegar al café del bulevar, este 
chico dijo que necesitaba brea. En 
Maxim’s hubiese pedido 
whisky; 
pero en el café del bulevar se le desarrollaron apetitos de más importancia. 
Quería brea, muchas toneladas de brea, y, cuanto antes, mejor. Pasaron días, y 
los deseos de mi amigo fueron satisfechos. Mi amigo tuvo brea en gran 
abundancia; pero como, en realidad, él no necesitaba la brea para nada, al verse 
lleno de ella se puso a ofrecerla. 
—¿Quién quiere brea? —dijo—. Yo puedo 
venderla en excelentes condiciones. 
—¿Vende usted brea? —le preguntó un 
señor—. Pues yo le compro a usted trescientas toneladas. 
Convinieron el 
precio y firmaron un documento. Pero el comprador no compraba por su cuenta, 
sino por cuenta de un señor a quien, quince días antes, le había oído decir que 
quería brea. Y este señor resultó ser precisamente mi amigo, el cual siendo 
vendedor de sí propio no pudo robarse gran cosa y sólo perdió la comisión. 
¿Cuántas operaciones de este género no se harán diariamente en Bilbao? 
¿Cuántos hombres que ni hacen clavos ni tienen fábricas de clavos, ni se dedican 
a industrias para las que se necesiten clavos, no vivirán de los clavos en esta 
ciudad? Es el comercio, el honrado comercio, genio del mundo moderno... 
III. El vascuence Yo he creído en el vascuence 
hasta que lo he oído hablar. Ahora tengo la idea de que hay trescientas, 
cuatrocientas, tal vez quinientas palabras de vascuence, y que todas las otras 
son una hábil invención. Me he enterado, por ejemplo, de que mientras los vascos 
españoles le llaman al tenedor 
tenedoroa, los vascos franceses le dicen 
fourchetoa. En una esquina, y al lado de un letrero que decía «Calle de 
Echembarrena», otro letrero ponía «Echembarrena kalea». Y cuando me dijeron que 
el segundo letrero estaba en vascuence, yo me reservé unas dudas bastante 
serias. Luego he oído decir «genté elegantía», por gente elegante, y otras cosas 
análogas. A veces, una palabra como «oguía», que significa pan, le desconcierta 
a uno; pero luego resulta que se trata de un derivado de hogaza. 
—No se 
fíe usted —me dijeron algunos amigos—. Los que dicen «tenedoroa» y «genté 
elegantía» no saben vascuence; pero pregúntele usted a Mourlane Michelena... 
Y en fuerza de oír esto he llegado a deducir que existe, en efecto, un 
rico vocabulario vascuence, y que Mourlane Michelena es su único depositario. 
¿Qué hará con el vascuence Mourlane Michelena? Yo me explico que se 
tenga una casa para uno solo, y una botella para uno solo, y una mujer para uno 
solo; pero no me explico que nadie tenga un teléfono ni un idioma para usarlos 
exclusivamente consigo mismo. 
¡Habrá que oír a Mourlane Michelena en sus 
monólogos aglutinantes y prearios! Pero, por otro lado, yo no puedo menos de 
felicitar a un hombre que, en medio del tráfago bilbaíno, se encuentra de pronto 
este tesoro de un idioma perdido durante tantos siglos. 
Me explico que 
se coleccionen las palabras del vascuence con un espíritu de numismático, como 
pudieran coleccionarse raras, preciosas e interesantísimas monedas antiguas. Por 
mi parte, es con ese espíritu con el que las oigo; pero los «tenedoroa» y los 
«elegantía» me producen el efecto de duros sevillanos entre monedas 
romanas.
Nota de la Redacción: agradecemos a 
Alhena 
Media la gentileza por permitir la publicación de esta 
parte del libro de 
Julio Camba, 
La 
rana viajera (Alhena Media, 2008).