Reseñas de libros/No ficción
David McCullough: "1776" (Belacqva, 2006)
Por Rogelio López Blanco, martes, 1 de mayo de 2007
Esta es una obra de historia tan bien escrita como las mejores novelas históricas y, por tanto, entretenida, que se lee con suma rapidez debido a su atractivo e interés, pero que nada tiene que ver con la ficción o la historia novelada, ya que es producto de una investigación rigurosamente documentada, donde nada se inventa. La comparación entre géneros tan distintos, pues, sólo tiene que ver con la sabiduría y las dotes que para escribir tiene su autor.
El historiador David McCullogh (1933) no es muy conocido en España y Latinoamérica, sólo se ha traducido una de sus obras, pero eso no ocurre en su país, donde ha obtenido dos premios Pulitzer de Historia por las biografía de Harry S. Truman y John Adams, así como el prestigioso premio National Book Award en otras dos ocasiones, por un trabajo sobre el Canal de Panamá, Un camino entre dos mares (Espasa, 2004) y en reconocimiento por el estudio biográfico del joven Theodore Roosevelt, Mornig on Horseback (1981). Se trata, por tanto, de un consumado historiador.
La obra objeto de este comentario, 1776, como su referencia cronológica indica, se limita a describir y ponderar los acontecimientos del año clave en la historia de la lucha por la independencia de las colonias americanas de Gran Bretaña. El lector que carezca de conocimientos sobre los antecedentes de los años anteriores, deberá echar mano de algún manual para situarse en el curso de la acción que le va a ser relatada o buscar en Wikipedia o alguna otra página web que ofrezca las suficientes garantías de calidad. La misma operación deberá efectuar para conocer los datos de cómo acaba la contienda, porque, de nuevo, esos aspectos quedan fuera de la narración histórica comprendida en este volumen.
Sin embargo, dichas limitaciones no deben en modo alguno hacer que el lector se deje mecer por la tentación del desestimiento ante este libro, ya que 1776 es una grandísima obra y la acotación que marca la fecha que le da título está perfectamente justificada. Se trata del año crítico, no sólo porque se redacta el documento de la Declaración de Independencia de lo que serían los Estados Unidos, aprobado por el Congreso Continental el 4 de julio en Filadelfia, la Constitución más importante de la historia de la democracia, sino también porque se producen los enfrentamientos bélicos y las tácticas y estrategias que definirán el curso de la guerra y su final.
El libro comienza el 26 de octubre de 1775 en Londres, cuando el rey Jorge III lee su solemne discurso en la Cámara de los Lores, en la que también estaban presentes los miembros de la de los Comunes, declarando que América estaba en estado de rebelión y que sus líderes, aunque se negaran a reconocerlo expresamente a esas alturas, tenían como verdadero objetivo la independencia
Efectivamente, lo que ocurrió en ese año fue clave para el final del proceso de emancipación. Si no hubiera transcurrido como fue, si los británicos hubieran impuesto su enorme superioridad, si hubiesen aplicado la estrategia adecuada o si el azar no hubiese estado de parte de los “americanos” en determinados momentos cruciales en que su ejército pasaba por los peores momentos, puede ser que más tarde que temprano la independencia efectiva y reconocida se alcanzara igualmente, pero no sería tan pronto ni en las mismas condiciones (basta recordar cómo acabó la rebelión de los boers).
Pero como las cosas ocurrieron tal y como describe McCullogh, por los pelos, con mucha, muchísima, suerte a favor y toda la voluntad del mundo en sus mandos principales y en parte de la tropa, se logró salvar la situación más crítica y, posteriormente, la renuncia final de los británicos a emplear más recursos en una lucha que dieron finalmente por perdida en 1783, en el Tratado de París, con la firma del reconocimiento de la independencia por parte del reino de la Gran Bretaña.
El libro comienza el 26 de octubre de 1775 en Londres, cuando el rey Jorge III lee su solemne discurso en la Cámara de los Lores, en la que también estaban presentes los miembros de la de los Comunes, declarando que América estaba en estado de rebelión y que sus líderes, aunque se negaran a reconocerlo expresamente a esas alturas, tenían como verdadero objetivo la independencia. El rey confirmó que se preparaban fuerzas navales y terrestres suficientes para sofocar el levantamiento. No era retórica amenazante, la situación había sido absolutamente tomada en serio y, pese al vivo desacuerdo de la mayor parte de la prensa y de la oposición parlamentaria, para quienes “tanto la guerra americana en sí misma como la forma en que se había dirigido eran un terrible error”, se iban a desplegar unos recursos armados cuyo poderío era desconocido en la historia del mundo occidental.
Los americanos improvisaban un ejército con numerosas deficiencias, como es lógico en una institución de nueva planta (...)Como compensación este ejército de hombres de todo tipo y condición, reunía a gente bragada, acostumbrada a acometer empresas difíciles, a saber resolver problemas sin ayuda, a desenvolverse en las peores condiciones... Eran resueltos y decididos, pioneros, es decir, gente de frontera, tipos duros, acostumbrados a hacer frente a cualquier clase de eventualidad
Luego el autor aborda el episodio del cerco y posterior evacuación británica de la ciudad de Boston, rodeada por los insurgentes excepto la salida al mar, cuya victoria, fruto de un movimiento ofensivo arriesgado pero efectivo, que dio cuenta de la capacidad militar de las fuerzas de las Trece Colonias ante el pasmo de los oficiales de Su Majestad, quienes subestimaron completamente lo que consideraban una agrupación de desarrapados, presta alas y moral de victoria. No obstante, la retirada de las tropas y de los lealistas hacia Halifax fue puramente táctica, a la espera de los enormes refuerzos que iban a llegar de Inglaterra. El momento clave estaba por llegar, la ofensiva británica sobre Nueva York, la que todos pensaban que sería la batalla decisiva en este guerra.
Los americanos improvisaban un ejército con numerosas deficiencias, como es lógico en una institución de nueva planta. En primer lugar, sus jefes, empezando por George Washington, que había sido militar y combatiente hasta 1753 (guerra contra los franceses), carecían de la experiencia necesaria para dirigir grandes movimientos y despliegues de tropas con los que hacer frente al enemigo, profesional y experimentado, en una batalla de grandes proporciones. También, naturalmente, los mandos intermedios eran muy escasos y deficientes en su preparación. Por último, las tropas, a las que costaba admitir la necesidad del orden y la obediencia, carecían de disciplina en muchos otros aspectos, desde el cumplimiento de órdenes hasta en las decisivas cuestiones de higiene, además de no estar acostumbradas a los grandes riesgos y sacrificios que imponían los combates y ser susceptibles a los golpes morales cuando las circunstancias militares venían mal dadas, aunque contaban con una encomiable capacidad para superar los baches. Muchos dejaban a sus familias en las peores condiciones y, dado que las cláusulas del reclutamiento así lo estipulaban, tendían a abandonar las filas en cuanto acababa el tiempo de alistamiento por el que habían firmado, con lo que se perdía un personal ya entrenado y con experiencia. Por último, aunque no faltara dinero en las Trece Colonias, no en vano eran las más ricas del Imperio Británico, el Congreso era remiso a la hora de librar partidas destinadas al ejército y, por su parte, cada colonia, a causa del instinto de conservación, por carente de lógica que fuera, se reservaban una gran parte de los voluntarios para prevenir su propia defensa.
Como compensación de esos graves defectos, este ejército americano de hombres de todo tipo y condición, reunía a gente bragada, acostumbrada a acometer empresas difíciles, a saber resolver problemas sin ayuda, a desenvolverse en las peores condiciones... Eran resueltos y decididos, pioneros, es decir, gente de frontera, tipos duros, acostumbrados a hacer frente a cualquier clase de eventualidad. Por la misma razón, eran hábiles con los instrumentos, diestros en la improvisación y con recursos mentales y el atrevimiento suficiente como para llevar a buen puerto la epopeya liderada por Henry Knox de ir a por los cañones ingleses capturados en el fuerte Ticonderoga y trasladarlos durante cientos de kilómetros en las peores condiciones climáticas posibles hasta el mismo Boston para dar el jaque mate a la guarnición inglesa.
David McCullogh muestra su maestría en la caracterización de los perfiles militares y humanos, familiares y sicológicos de los principales protagonistas, aportando claves explicativas del curso de la conflagración, desde el rey Jorge III hasta George Washington, hombre siempre consciente de la soberanía del Congreso y un prodigio de entereza en los momentos difíciles, cuando sus dudas y las de los críticos más le asediaban
Por último, hay que subrayar que, ni mucho menos, los partidarios de la causa rebelde fueran la mayoría de los pobladores del territorio americano. No se puede decir que la contienda fuera una guerra civil porque del lado británico sólo combatían profesionales, pero sí que los colonos estaban divididos y en ciertas zonas los lealistas eran mayoritarios y no vacilaron en ayudar en lo que pudieron a las tropas de Jorge III.
La capacidad militar británica era apabullante. En su momento cenital, antes de empezar los combates en Nueva York, la metrópoli logrón reunir 400 barcos, 65 de ellos de combate, es decir, la mitad de la flota imperial. La tropa, profesional, bien entrenada y disciplinada, disponía de 30.000 efectivos, entre los que destacaban la sección alemana de los voluntarios de Hesse. Sus mandos, extremadamente competentes, estaban entre la flor y nata de los comandantes de Su Majestad.
El elemento capital, quizá lo que más peso tuvo en la evolución del conjunto de la guerra, es que la estrategia planteada por William Howe, el comandante en jefe, pasaba por la ocupación de los territorios principales (Nueva York, Filadelfia...), piezas con las que creía que los rebeldes volverían poco a poco al redil, cuando, como bien había percibido uno de sus segundos, Henry Clinton, el elemento determinante en esta guerra estaba en liquidar el ejército de Washington, principal pilar sobre el que se sostendría finalmente la aspiración independentista de los insurrectos, de su completo desmembramiento dependía la suerte de la naciente República. Por esa razón, lo que salvó a dicho ejército fue que la táctica del general americano pasara del atrincheramiento, tal y como fue concebida la batalla de Nueva York, perdida de antemano ante la superioridad naval británica, a la retirada estratégica, muchas veces obligada y por los pelos, con el ejército cerca del desmoronamiento, y los golpes de mano de menor escala pero efectivos para recuperar la moral de la tropa y de la ciudadanía. Por otra parte, el territorio de las Trece Colonias era el que era, enorme, inconmensurable, de unas dimensiones de las que resultaba difícil hacerse cargo para la mentalidad de los militares británicos, que no tenían conciencia cabal del desafío que eso podía suponer.
En este asunto, el de las opciones de los mandos, David McCullogh muestra su maestría en la caracterización de los perfiles militares y humanos, familiares y sicológicos de los principales protagonistas, aportando claves explicativas del curso de la conflagración, desde el rey Jorge III hasta George Washington, hombre siempre consciente de la soberanía del Congreso y un prodigio de entereza en los momentos difíciles, cuando sus dudas y las de los críticos más le asediaban, pasando por los cuadros americanos, Nathanael Greene, Henry Knox, Joseph Reed, Isreal Putnam o Charles Lee y los principales protagonistas británicos, empezando por el primer ministro lord North, y los militares y marinos William Howe, su hermano lord Richar Howe (al mando de la flota), Henry Clinton, John Burgoyne, Charles Cornwallis o James Grant.
Otro aspecto destacado de la obra es la descripción de las batallas y el decisivo componente humano, moral y azaroso que en muchas ocasiones las decidía. McCullogh hace muy buen uso de las fuentes (cartas, sobre todo, de los oficiales y la tropa) para recrear la atmósfera, las penalidades –enfermedades, heridas, hambre, falta de vituallas y provisiones militares--, los movimientos, los pequeños golpes del azar, la moral, las condiciones de vida y la reacción de los civiles.
Pero nada de esto resulta pesado o aburrido, el estilo de McCullogh es fluido y ameno, sabe recoger como nadie lo que pasa por el corazón y la mente de los protagonistas y administra con sabiduría, sin excederse, los tiempos de cada aspecto que aborda. En definitiva, sabe dar un portentoso dinamismo a la narración, y con esto volvemos al principio, como si fuera una novela histórica de alta escuela.