Juan Antonio González Fuentes
Quienes sigan con alguna asiduidad estas páginas, sabrán que no hace muchas semanas escribí sobre
una comida que celebramos en Santander como homenaje al escritor
Álvaro Pombo, y cuya razón de ser fue el festejar que se le había puesto su nombre a la biblioteca de un instituto de las afueras de la capital de Cantabria. En aquella ocasión, un Álvaro Pombo feliz y completamente a sus anchas, mientras comía con voracidad cantábrica una raba detrás de otra, prometió devolver en Madrid el convite, y hacerlo además en una lugar emblemático y significativo: la
Real Academia de la Lengua Española.
Por regla general estas invitaciones de sobremesa quedan en agua de borrajas, pero en el caso de Pombo hay que reconocer que no ha sido así, y tras fijar un fecha para casi todos conveniente, el pasado lunes día 11 tuvo lugar la visita a la Institución y la posterior comida.
Álvaro Pombo
Muy de mañana salió de Santander un pequeño autobús cargando con los profesores culpables de dar el nombre de Álvaro Pombo a la biblioteca de su centro, y a la cabeza de todos ellos viajaba
Blanca Gutiérrez Morlote, principal culpable del asunto y compañera inmejorable de tertulia radiofónica. Yo me encontraba ya en Madrid dicho lunes día 11, pues los avatares de la vida hacen ahora que muchos de mis fines de semana transcurran en la capital de la nación. Me levanté por la mañana algo temprano, dado que Ella, por motivos de trabajo, tenía que estar en el aeropuerto camino de Alemania poco antes de las once. Desayuné poco y leí mucho, y a eso del mediodía salí de la urbanización y fui andando despacio hasta la Real Academia. Hacía ya en Madrid un calor ordinario y de fritanga, y procuré caminar por la sombra que dan los árboles del Jardín Botánico y el paseo del Prado. Llegué enseguida a la entrada de la real institución, y le di la vuelta al edificio para ver cómo iban las obras que lo tienen en arreglo y barricada. Me senté en un banco cercano, a la sombra de un árbol escuálido, y vi llegar al director,
Víctor García de la Concha, en coche oficial con chófer impecable y servicial. García de la Concha tiene algo en los andares, la disposición del cuerpo y la mirada de seminarista, de alguien que se ha criado entre curas y monjas y está acostumbrado a los sermones, a darlos y recibirlos. Al poco llegaron mis compañeros de visita, y una vez todos reunidos en rebaño turístico, accedimos a la casa, donde Álvaro Pombo ya nos esperaba con traje, corbata y medalla de oro en la solapa, la medalla de académico.
Decir que Pombo es simpático, afable, cálido, abierto..., es echarle gotas de agua salada a ese gran charco que es el mar. Pombo lo había dispuesto todo con mimo y calor, como sólo un anfitrión entregado y muy puesto en su papel puede hacerlo. Distintas personas amables y simpáticas nos enseñaron todo lo que puede enseñarse de la Real Academia, salvo el despacho del director, pues García de la Concha estaba laborando en él, y no era cuestión de importunarlo. Nos mostraron y explicaron las alfombras, los cuadros, las sillas, los jarrones, las lámparas, las salas, las bibliotecas, el salón de actos, la peculiar sala de trabajo que tantas veces hemos visto en la televisión, los percheros de los académicos, los despachos vacíos, distintas salas, algunos manuscritos (
Zorrilla, Lope...), muchos tesoros bibliográficos, los lugares en los que los especialistas elaboran e informatizan las fichas con las que trabajan en las palabras, la sala en la que un grupo de filólogas responden casi de inmediato y electrónicamente las consultas sobre nuestro idioma que les llegan de cualquier lugar del globo... Repito, con orden y concierto, un poco a toque de carga, nos lo enseñaron todo, mientras los profesores del grupo ejercían de japoneses despistados y le sacaban fotos también a todo, desde las alfombras hasta los cuadros, pasando las salas y sus recovecos.
Real Academia Española
Me gustó la Academia de la Lengua, me hizo gracia ese aire un poco provinciano y a casino de pueblo rico que tiene, alejado de la “
grandeur” y de las pretensiones epatantes y un tanto
snob que siempre tienen tan grandes instituciones, por ejemplo, en Francia. Nuestra Academia es modesta, y en ella todo parece ir también un poco como de puntillas, como para parecer un pelín más alta y grande de lo que en realidad es.
Cuando el “periplo turístico” llegó a su fin, Álvaro nos condujo hasta las habitaciones que lo fueron durante muchos años del Secretario Perpetuo de la Academia, y donde ahora se sirven las comidas particulares a los académicos y sus invitados. La habitación, con chimena esquinera y mesa amplia en el centro, tiene el pálpito de una habitación de casa particular y privada, acostumbrada eso sí a recibir con asiduidad a “gentes bien”. Cada plato tenía grabadas las iniciales de la Academia, al igual que los cubiertos todos. No éramos muchos a comer, creo que hacíamos la docena más o menos, contando a Álvaro y a sus primas, dos personajes sacados directamente de las novelas de su pariente, con parada y fonda previa en alguna página de
Proust. El menú, escogido y muy meditado por Álvaro, fue exquisito. No puedo citarlo de memoria, aunque conservo la tarjeta que lo detallaba firmada, claro, por el escritor, en recuerdo de tan peculiar momento. Comimos, de eso estoy seguro, jamón, muslitos de codorniz, ensalada de bogavante, carne templada de ternera, tarta de frambuesas, dulces varios, café, y todo regado con un excelente tinto de reserva escogido, según cantó Álvaro, por los propios académicos tras arduas deliberaciones y algunas probaturas.
Lo pasamos muy bien. La conversación, como no podía ser de otra manera, derivó en múltiples temas y se trataron asuntos diversos y dispares. Se habló de libros y literatura (poco), algo de historia (bastante), otro poco de fútbol (más bien mucho), y también se trató, como quien no quiere la cosa, de revoluciones, impuestos, anarquismo, burguesía, regionalismo..., y otros politiqueos, sin saltarse, hasta ahí podía llegar la cosa, las necesarias menciones a entierros, familias, mares y océanos, barcos, playas, vientos, mareas, prados, nubes, salitres, ateneos y demás "santanderinismos" varios. En resumen, una jornada para anotar con algún lustre en las páginas ya pobladas de la memoria.
A las seis y media de la tarde, el pequeño autobús nos llevaba a todos los expedicionarios de vuelta a las humedades y frescuras de nuestra ventana abierta al norte. Y una vez en la cama, ya respirando la madrugada, no pude reprimir una sonrisa de boba e infantil melancolía.
Otros textos de Juan Antonio González Fuentes sobre Álvaro Pombo:
Planeta Pombo, Álvaro Pombo.
Reseña del libro
La fortuna de Matilda Turpin, (Planeta, 2006)
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.