Juan Antonio González Fuentes
Este año se cumplen 60 de la muerte del poeta
José Luis Hidalgo cuando contaba tan sólo 27 de edad. Se cumplen por tanto 60 años de la aparición de su último libro, el póstumo
Los muertos, sin duda ninguna, uno de los más importantes y significativos de la posguerra española. Con tal motivo quiero hoy recordar al poeta y al magnífico libro que jamás llegó a ver impreso.
En primer término está la memoria, esa consciente verbalización de nuestro tránsito, de nuestro discurrir vital por un tiempo que fluye acercándonos a un final inexorable y del que nada sabemos. Sin memoria no hay posibilidad alguna de iniciación a la muerte, y tampoco poesía. Poseer memoria es pensar en la muerte, y en consecuencia, nacer a la angustia vertiginosa de la existencia, a la razón de que se es para morir.
Pues bien, planteadas las cosas en estos términos, creo que una de las mejores formas de acercarnos al Hidalgo de
Los muertos, es hacerlo, al menos en lo que podríamos llamar un “primer plano” de lectura, teniendo muy en cuenta su conciencia extremada de que somos-para-la muerte, y por supuesto, teniendo también presente el profundo sufrimiento y las numerosas cuestiones que, ante perspectiva tan determinada y unívoca, debieron brotar a la vida en el interior del poeta.
Fue
Kierkegaard, una de las lecturas esenciales del joven José Luis Hidalgo, quien escribió en su trabajo
El concepto de la angustia, que fundamentalmente el hombre puede responder a la aflicción existencial de dos maneras distintas: o bien a través del suicidio, es decir, negando cualquier posibilidad, o bien, mediante el recurso de la fe, acudiendo así a la esencia misma de toda posibilidad. Es evidente que, en un principio, nuestro poeta escogió el camino “religioso”, trabajando así un espacio para la aparición de Dios; pero no lo hizo desde la fe inquebrantable, sino desde la duda más ardiente y dolorosa.
Autorretrato de
José Luis Hidalgo
En
Los Muertos, Hidalgo inquiere el sentido de la vida preguntando por el de la muerte, y en busca de posibles respuestas, apela directamente a Dios y a todos los que un día en este mundo fueron. Para subrayar la única posibilidad existente de diálogo, el poeta vuelve todos sus sentidos y entendimiento, como en su día hizo por ejemplo el
Rilke del
Libro de Horas y de las
Elegías de Duino, hacia ese espacio interior donde, con el transcurrir del tiempo, va afianzándose el particular final de cada uno de nosotros. Es decir, y en mi opinión aquí radica parte importante de la dimensión neorromántica de nuestro autor, Hidalgo tomó primero conciencia sincera de su muerte, visitó los paisajes que ésta habitaba en él, y después, ya perfecto sabedor de su nueva condición, dio comienzo a la tarea: hallar un cumplido final a su amplio catálogo de dudas sobre la vida, la muerte, la inmortalidad, el yo, el caos, el propio Dios... Por eso, el último libro de Hidalgo también puede y debe leerse como la crónica de un aprendizaje, como el inestimable y privilegiado relato de quien se sabe ya memoria de su propio tiempo, de su propia vida y de su muerte.
Pero el caso es que en
Los Muertos nadie toma la palabra para contestar a las cuestiones planteadas. Desde el inicio mismo del poemario hasta su final, todo aparece marcado por el denso y significativo aroma del silencio. La razón estriba, como ya dejé escrito en otra parte, en la misma naturaleza retórica e imposible del intento hidalguiano. Desde la más acuciante necesidad, el poeta invoca a un Dios que resulta por completo inútil, pues tan sólo es un sueño forzado, fruto de la nostalgia, la rabia y la tristeza.
Aunque, ahora me pregunto, ¿no nos estaremos equivocando?, ¿acaso el silencio de Dios, señalado reiteradamente en sus versos por el poeta, no ofrece en sí mismo la evidencia de una respuesta? Creo que esta posibilidad es más que probable, y que finalmente Hidalgo supo encontrar en su inabarcable entorno de silencio, algunas de las más importantes réplicas que con tanta ansiedad buscaba, empezando por el hecho mismo de que no, no hay ninguna alternativa a la condición humana de ser-para-la-muerte.
En este sentido, Hidalgo se muestra en su poemario cercano a la postura heideggeriana de aceptación del propio destino, a pesar de que nunca termina por hacer de ello, como sí hizo el filósofo alemán, una elección positiva, un ejercicio de libertad. Incluso, al final, Hidalgo no renuncia, muestra de un irreductible afán de supervivencia, a ejercer el derecho a realizar una esperanzada apuesta en favor de la memoria ajena (de la nuestra), y cómo no, también de la poesía, de su poesía. Una apuesta que aparece explicitada en los últimos versos del poema “Lo fatal”: ‘Moriré como todos y mi vida/ será oscura memoria en otras almas’. En definitiva, una apuesta que a juzgar por las circunstancias, y transcurridos desde su realización sesenta años, pocas dudas pueden cabernos hoy, ha ganado para siempre el poeta.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música...)