En esta segunda vía exótico-introspectiva, todos recordamos inmediatamente
los personajes de Joseph Conrad, habitantes de los trópicos asfixiados por
dentro y extraviados en una locura pastosa y sin salida. Pero esa introspección
en el extrañamiento no aboca indefectiblemente al delirio. También en esta línea
de interiorismo ensimismado puede inscribirse
Historia
de una granja africana, la primera novela de Olive
Schreiner (y, por cierto, anterior a toda la obra de Conrad). Como con gran
ironía dice ella en su prólogo a la segunda edición (1883), firmado con el
pseudónimo de Ralph Iron, no se habla en esta novela de «encuentros con leones
hambrientos y huidas por los pelos», asuntos para ser convenientemente tratados
«desde Piccadilly», sino de algo, la Sudáfrica profunda que fue su realidad
cotidiana, para cuya descripción creyó convenientemente «escurrir el color de
sus pinceles y mojarlos en los grises pigmentos de su alrededor». Más que
grises, esos pigmentos fueron ocres: la arenisca del
karroo, las rocas
ferruginosas, el sempiterno polvo de sempiternas sequías… Y con una gama tan
limitada, como en una acuarela de contornos muy difuminados, Schreiner supo
pintar el alma, vastísima, de sus extraordinarios personajes.
Criados en
el culo del mundo (como reza la novela de Lobo Antunes, otro exotista de la
desesperación), esos personajes pisan la tierra con una contundente levedad, la
de quienes no tienen nada más que atesorar que sus propios sueños. La acción,
mínima, sucede básicamente en una granja de ovejas y avestruces en medio de la
nada, con gente adulta que se malentendería en varias lenguas (inglés, alemán,
afrikáans, lenguas nativas…) si tuviera algo que decirse. Samuel Beckett podría
darse por satisfecho con este ascético escenario. Los protagonistas son tres
niños: Em, que se sabe heredera de la granja; la hermosa Lyndall, que aspira a
escapar estudiando para encontrar un lugar mejor donde adornarse con
conocimientos y diamantes, y Waldo, atormentado por esa teología dramática de
los textos bíblicos mientras espera un milagro. Los adultos gravitan entre la
estolidez de la bóer que manda, la candidez pueril del capataz o la perfidia
sádica del extranjero aprovechado.
Ninguna lectura reduccionista hace
justicia a una obra cuya amplitud de miras debe relacionarse con otra cuestión
que la recorre de cabo a rabo: la del cuestionamiento de la
identidad
Pero es en el retrato de la
infancia donde la autora se adentra en los verdaderos claroscuros de la
existencia: estos niños son, al mismo tiempo, sagaces e ilusos, santos y
blasfemos, miedosos y libres, débiles y soberanos... Y, sobre todo, aman o
desprecian a los demás con un silencioso aplomo que es el mismo con el que
contemplan un futuro teñido de promesas. Con este equipaje de anhelos parten
hacia el mundo, y el lector no puede dejar de recorrer también, con curiosidad y
cierta aprensión, ese viaje que les llevará hasta el borde de sí mismos.
De ese núcleo duro de la primera parte salen varias líneas argumentales,
entre ellas la historia de Lyndall, quien coge las riendas de su vida y acaba
pagando por ello una factura demasiado cara. Sus lúcidos, sarcásticos y
lamentablemente todavía válidos parlamentos sobre el estatus de la mujer han
provocado que Lyndall se haya encumbrado como una de las primeras heroínas de la
literatura feminista. Pero ninguna lectura reduccionista hace justicia a una
obra cuya amplitud de miras debe relacionarse con otra cuestión que la recorre
de cabo a rabo: la del cuestionamiento de la identidad. No se trata solo aquí el
problema de la identidad social de la mujer frente al hombre, sino también el de
la identidad de género desde una perspectiva íntima, y también el de la
identidad metafísica de una persona ante Dios y ante la muerte, la del débil
ante el prepotente, la de todo ser humano ante la responsabilidad de crear su
futuro, de hacerse cargo de sus anhelos, de sus ideales, de sus sueños…
Al cerrar el libro, el lector
levanta la vista y entiende. Entiende, por ejemplo, que la grandeza del fracaso
es también la grandeza del ser humano
Toda la
segunda parte de
Historia de
una granja africana es una larga colección de
sueños rotos, descascarillados, podridos bajo el sol del
karroo. Lo que
páginas atrás se denunciaba como la gran mentira teológica, como la injusticia,
como el reino de la estupidez, en esta segunda parte, perdido el tiempo de la
infancia, se convierte en violenta fantasmagoría, en un absurdo y doloroso
sinsentido, en un desierto interior por el que vagan solitarias figuras dando
palos de ciego. La clave de la obra radica precisamente en ese existencialismo
avant la lettre. La valiente, la brillantísima, la hermosa Lyndall acaba
postrada en una interminable agonía en una pensión, al cuidado de un anónimo
travestido y con el incondicional perro Doss a sus pies. Es el mismo Doss que,
años antes, perseguía a un laborioso escarabajo pelotero y luego, inocentemente,
le comía las patas traseras y lo decapitaba: «Y todo era un juego, y nadie podía
contar para qué había vivido y trabajado. Esfuerzos, esfuerzos y terminar en
nada».
Incluso el amor, en sus muchas variantes (la amistad, la pasión,
la fe, la contemplación de la belleza del mundo, la aceptación de lo dado…, todo
está en la novela), acaba arrasado por ese vendaval de la vida en cuyos brazos
los humanos somos pobres muñecos dignos de compasión…, si la dignidad y la
compasión no fueran otras fantasmagorías más.
Olive
Schreiner escribió
Historia
de una granja africana antes de cumplir los
25 años. ¿Cómo es posible tener a esa edad una percepción tan hiriente y
desangelada de la amargura existencial, una vivencia tan potente del fracaso?
Tuvo un éxito literario inmediato. ¿Pero qué es lo que leyeron ahí sus
contemporáneos, si no fue una ferocísima crítica social, un grito contra un Dios
inexistente y contra las mentiras y las instancias de poder que interesadamente
promovían y promueven la santa resignación? Schreiner siguió escribiendo… y
enrolándose en todas las causas perdidas (incluido el «amor matrimonial», ante
el que expresó, cómo no, sus más serias reservas) que encontró a su paso en una
vida nada fácil, contra viento y marea. ¿Cómo vivir y seguir viviendo para
«terminar en nada»?
Y, sin embargo, al cerrar el libro, el lector
levanta la vista y entiende. Entiende, por ejemplo, que la grandeza del fracaso
es también la grandeza del ser humano, que nuestra medida real no viene dada por
lo que conseguimos, sino por aquello en lo que creemos y por lo que trabajamos.
Nec spe nec metu, como quería el viejo adagio. Quizá, con suerte, con
cierta serenidad. Y adelante.