Al principio, Esmeralda leía sin fuerza, como las fotografías de
Steve
Pyke antes de que se bañen en sal de plata. En sus primeros años, en los que
iba en bicicleta (no la ha abandonado), sorbía los cuentos con sus dechados de
virtudes y sus seres malignos con nombre de madrastra. Los libros la fueron
regando, y esta caléndula amarilla de la familia de las asteráceas, más guapa
que la Miss Universo angoleña
Leila Lopes, se extendió como su
imaginación, como un soplo en el corazón.
Dio clases de gimnasia, y,
tras saltar al potro y sudar las barras, con el profesor
Armand Blume
extrajo de las bibliotecas las recomendaciones oportunas para una adolescente
que se internaba en la vida como
Elisabetta Canalis se quita las pieles,
es decir, sin ningún pudor.
Leyó
En el camino, de
Jack
Kerouac, la biblia de la generación
beat: “Pero entonces bailaban por
las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado
haciendo toda mi vida...”.
Leyó
Así habló Zaratustra, de
Friedrich Nietzsche, la roseta de la filosofía humana: “Estoy hastiado de
mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de
manos que se extiendan...”.
Leyó
La crucifixión rosa, de
Henry
Miller, demoledor, sobrio, autodestructivo:
“Todos nosotros somos
culpables de un crimen, el gran crimen de no vivir la vida al máximo. Pero todos
somos libres en potencia…”. Esmeralda, la
Arctotheca calendula, se matriculó en Filología Hispánica, en la
Universitat de Barcelona, en la que se le abrieron los ojos y se le abrió la
mente y se le vinieron encima las ganas de leer, tras un año de aburrimiento en
clases aburridas con aburridos docentes alopécicamente acartonados (ya conocemos
su aversión por el aburrimiento): “Luego, los profesores que escogí hicieron que
descubriera lecturas que por mí misma no iba a encontrar nunca”.
Cayó en
sus manos el
Diario de Anaïs Nin, en el que se narran los aconteceres del
París de entreguerras: "Cualquier forma de amor que encuentres, vívelo. Libre o
no libre, casado o soltero, heterosexual u homosexual, son aspectos que varían
de cada persona...".
De esa autora, Esmeralda sacó una lección,
convertida ya en recuerdo: “Leer la vida sin trama nos ayuda a comprender la
nuestra”.
Leyó
Plenilunio, de
Antonio Muñoz Molina,
“impresionante”:
"De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada.
Vivía nada más que para esa tarea, aunque
intentara hacer otras cosas o fingiera que las hacía, sólo miraba, espiaba los
ojos de la gente…". Leyó Belfondo, de Jenn
Díaz, las cuitas de un pueblo con cacique, como todos los pueblos…
Esmeralda Berbel saborea un té con leche. Tanto el té como
ella necesitan reposo. En una casita en el campo, Esmeralda saca brillo a su
nombre, como la planta ornamental y exótica que es, y escribe cuentos que
chorrean dignidad: “Creo situaciones ficticias en mis cuentos. Tengo que tener
todo el camino despejado para ponerme en el teclado…”.
El primero de sus
cuentos, y el mejor, se publicó el 5 de marzo de 1989 en
Diario 16. Ella
tenía 25 añitos y lo tuvo que picar en la máquina de escribir.
Se
titula Usted: “A usted ya le pensé alguna
vez…”.