En las ciencias sociales hay dos conceptos de muy difícil o casi imposible 
definición: el terrorismo y el populismo. En realidad, de ellos hay tantas 
definiciones como interpretaciones posibles. Las dificultades surgen de la 
profunda carga política o ideológica que se pone en su descripción, lo que 
termina condicionando el debate, y no de la naturaleza intrínseca de su objeto 
de estudio. Esto explica por qué en los debates en torno al populismo se 
introduce un gran ruido conceptual. 
El concepto de populismo hunde sus 
raíces más profundas en los populistas rusos y norteamericanos de la segunda 
mitad del siglo XIX. Pese a las grandes diferencias con el populismo actual, es 
posible encontrar algunas constantes comunes en sus diferentes variantes 
cronológicas o nacionales, como pueden ser el intento de reivindicación de los 
valores culturales tradicionales y populares, su anticapitalismo, que en muchas 
circunstancias adquirió un rumbo más o menos antiliberal, y, en algunos casos, 
se planteó la reivindicación de lo rural frente a lo urbano, e inclusive de lo 
agrario contra lo industrial. A esto hay que agregar su carácter antielitista, 
contrario a los poderosos, ya que quienes ejercen el poder son también los que 
controlan los mecanismos de la democracia representativa y las instituciones 
democráticas. Desde esta perspectiva, ellos son los que han hecho de la 
democracia una farsa, con el fin de mantener sus privilegios. La consigna 
peronista de “alpargatas sí, libros no” es un claro ejemplo del contenido 
antiliberal, antiilustrado y tradicional del discurso populista más ”clásico”. 
Jesús Silva-Herzog, glosando a Guy Hermet, recuerda que los movimientos 
populistas suelen dotarse de un aire religioso que los lleva a construir un 
universo particular y dicotómico, en el cual el cielo se le garantiza a los 
buenos, mientras que el infierno queda reservado para los malos, que no son 
otros que los oligarcas. Por eso, tanto en la imaginación como en el discurso 
populista, el pueblo es revestido de virtudes infinitas. Como “el trabajador 
manual, el hombre sencillo y pobre encarna un ideal cívico” y “el burócrata y el 
banquero parásito son los enemigos de la sociedad”, resulta que la política 
sobre la que descansa esta fantasía termina siendo “redentora e intolerante”. 
Para Silva-Herzog el populismo niega la política por partida doble. En 
primer lugar porque excluye de la lógica la posibilidad de establecer un 
gobierno que sea aceptable para la ciudadanía ante la perversión irremediable de 
los gobernantes. Sólo el héroe popular, el caudillo, “podrá expresar las 
demandas del pueblo”. En segundo lugar, al negar a la política la capacidad de 
administrar el tiempo se excluye la posibilidad de los poderosos de lograr sus 
resultados. De este modo, “el futuro llegará automáticamente”, una idea que no 
es compartida por el populismo moderno, que “no rompe definitivamente con las 
instituciones de la democracia representativa, las usa con frecuencia pero 
mantiene una posición ambigua frente a sus ordenanzas. Se asocia hoy […] con una 
expectativa de certeza y de poder firme. Nostalgia del hombre fuerte. Los 
populismos contemporáneos pueden ser paraguas multiclasistas, pero coinciden en 
la búsqueda de firmeza frente a la angustia de la incertidumbre”. 
En la 
constelación mundial de los populismos, el latinoamericano ocupa un lugar 
estelar. Personajes como Juan Domingo Perón, Getúlio Vargas, Juan María Velasco 
Ibarra o Lázaro Cárdenas, en una primera oleada; Carlos Andrés Pérez, Carlos 
Menem, Alberto Fujimori o Abdalá Bucaram, en un segundo momento; y, actualmente, 
Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o el matrimonio Kirchner se han 
convertido en actores centrales de una trama que ha adquirido la suficiente 
entidad como para ser analizada de forma autónoma. De modo tal que el populismo 
latinoamericano, por la extensión, la profundidad y la variedad del fenómeno ha 
diseñado un perfil propio, muy diferenciado del que se puede observar en otras 
áreas geográficas. Esto ha ocurrido en parte por la propia naturaleza de los 
hechos, pero también por la insistencia de los actores en justificar sus actos 
mediante el argumento circular de su adanismo. Los populismos son originales, 
son novedosos, en la medida que todo lo antiguo es reprobable. La consecuencia 
es hacer tabla rasa con el pasado. 
En los populismos latinoamericanos, 
tanto en los de la primera hornada, desarrollados entre las décadas de 1930 y 
1950, como en los de la década de 1990 o, inclusive, entre los más recientes, 
comúnmente denominados neopopulismos, podemos ver la influencia de la 
reivindicación de los valores populares, así como su anticapitalismo y 
antiliberalismo. De todos modos, en América Latina, e incluso en otras partes 
del mundo, el populismo no es patrimonio de una ninguna ideología, ni de una 
manera determinada de gobernar, ni tampoco de un ámbito geográfico concreto. Más 
bien se relaciona con fuertes liderazgos y ciertos estilos personalistas y 
patrimonialistas del ejercicio del poder. 
En Italia, Silvio Berlusconi 
ha hecho del populismo uno de los mecanismos básicos de su estilo de gobierno. 
Su particular concepción patrimonialista del poder no se aleja demasiado de la 
que poseen algunos de sus más connotados colegas latinoamericanos, como los Hugo 
Chávez, los Evo Morales o los Rafael Correa de turno. Lo mismo se puede decir 
sobre la particular idea “berlusconiana” de la independencia del poder judicial 
respecto del ejecutivo, o sobre la validez legal de las herramientas 
institucionales para controlar al gobierno y a otras instancias o dependencias 
del estado. En general se podría hablar de un claro menosprecio por parte de los 
líderes populistas de eso que los anglosajones denominan 
checks and 
balances. El concepto, que podría traducirse como controles y contrapesos, 
se dirige claramente al control del poder y al control de todos aquellos que de 
una u otra manera ejercen el poder. Sin embargo, a ninguno de todos estos 
líderes populistas le gusta que ningún ratón le ponga su cascabel. 
En 
perfecta sintonía con esta creencia, y después de que el Tribunal Constitucional 
italiano anulara la ley que le otorgaba inmunidad frente a investigaciones 
judiciales en su contra, Berlusconi pensó en impulsar una nueva reforma de la 
Constitución en la misma dirección que la medida suspendida, con el argumento de 
que la voluntad popular es el más fiel reflejo de la democracia y que no puede 
haber nada por encima de ella: “La justicia, en una democracia verdadera, no 
puede estar sujeta al poder de una categoría que no tiene legitimidad electoral. 
Recurriremos al pueblo, estamos listos para hacer un referéndum”. 
En 
muchos aspectos hay una similitud argumental entre las justificaciones 
bolivarianas y las de Berlusconi a favor de la democracia directa, de la 
democracia participativa. Primero, desde la perspectiva populista, hay 
democracias verdaderas, las que respaldan a los líderes de la causa, que 
conviven con otras bastardas, las que los critican. Segundo, las democracias 
verdaderas son aquellas que oyen directamente la voz del pueblo, que se expresa 
y participa sin ningún tipo de intermediaciones políticas (democracia 
participativa) a través de referéndums y otros procedimientos similares. Y 
tercero: los mecanismos de control no son legítimos si critican al gobierno o 
entorpecen su funcionamiento. 
Estas tendencias apuntan generalmente al 
que será uno de los principales hilos conductores de este trabajo, poner de 
relieve los aspectos más antidemocráticos y autoritarios del populismo. Se trata 
de cuestiones claramente reaccionarias, que si bien se adornan con 
reivindicaciones populares y mensajes progresistas, tienden, a medio y largo 
plazo, al fracaso de la mayor parte de los objetivos propuestos. No se trata 
sólo de reivindicar las innegables conquistas sociales o de integración política 
o étnica de algunos populismos, sino de ver en qué medida éstas son sostenibles. 
Si echamos una rápida mirada al estado actual de Cuba, un régimen que se 
sostiene gracias a su legitimidad revolucionaria, algo que no ocurre en los 
restantes países del ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra 
América), el futuro de las naciones situadas en la órbita chavista se puede 
juzgar como más incierto. La incertidumbre aumenta si se tiene en cuenta que el 
principal lubricante que permite el funcionamiento de todo el entramado es el 
petróleo venezolano, un recurso que no está al alcance de todos los líderes 
populistas. 
En el actual panorama latinoamericano se pueden encontrar 
populistas de izquierda y populistas de derecha, junto a dictadores populistas o 
a gobiernos democráticamente elegidos que han tenido un desempeño populista. En 
la década de 1990 se pudo ver en algunos países de América Latina una suerte de 
renacimiento populista, una “segunda ola” de populismos, esta vez con 
connotaciones neoliberales y de derecha, según el decir de numerosos analistas, 
como Susanne Gratius. Éste fue el caso, por ejemplo, de Carlos Menem, en 
Argentina, o de Alberto Fujimori, en Perú. Sin embargo, todos ellos compartían 
con sus antecesores y sus predecesores el mismo desdén por las reglas de juego 
democráticas, las leyes y las instituciones republicanas, como demostró 
claramente Alberto Fujimori con su autogolpe en el Perú, que de un plumazo acabó 
con el parlamento. 
Resulta bastante complicado determinar qué dirigentes 
o qué gobiernos son populistas y cuáles no, ya que no hay ningún baremo al 
respecto. Muchas veces la definición llega de consideraciones políticas o de 
generalizaciones que no tienen en cuenta el contexto en que la lucha política se 
produjo. En algunas ocasiones basta la presencia de un discurso complaciente 
hacia las masas y con ciertos tintes demagógicos para que a un determinado 
líder, y más si es carismático, se le cuelgue el sambenito de populista. En 
otras es necesaria la presencia de un liderazgo caudillista o un manejo 
totalmente arbitrario de los fondos públicos, favorecedor del clientelismo, para 
que se llegue a tal conclusión. 
En tanto este libro no pretende ser un 
ensayo teórico sobre lo que es y lo que no es el populismo o sobre lo que es o 
no es populista, me abstendré desde el comienzo de dar una definición unívoca y 
concluyente acerca de lo que entiendo por populista y por populismo. Por ello, 
me limitaré a enumerar en el primer capítulo una serie de características 
comunes al fenómeno, que creo permitirán arrojar algo más de luz al respecto y 
saber concretamente de qué estamos hablando. También discutiré, aunque de un 
modo somero y no exhaustivo, las circunstancias que hacen posible en América 
Latina la emergencia y la persistencia del populismo como un fenómeno político y 
como un movimiento de masas con amplio apoyo popular. Aunque aquí cabe una 
aclaración previa que tiene que ver con las enormes dificultades existentes para 
generalizar sobre América Latina. 
No se trata sólo de marcar las 
diferencias entre México y Paraguay, o entre Brasil y Honduras, por poner sólo 
dos ejemplos, sino de señalar las diferencias políticas, históricas, sociales, 
culturales, institucionales o económicas existentes entre todos los países de la 
región, por resaltar algunas cuestiones importantes. Entre aquellos gobiernos 
a priori definidos como populistas, o neopopulistas, al menos por buena 
parte de analistas u observadores, como los de Venezuela, Bolivia, Ecuador, 
Paraguay, Nicaragua o Argentina, hay importantes diferencias de objetivos, de 
estilos de gobierno, o de retórica discursiva. Pese a ello, es posible encontrar 
algunos hilos conductores que permiten presentar una visión de conjunto, aun a 
sabiendas de que el modelo ideal lima las diferencias preexistentes. 
Sirvan estas breves líneas introductorias como el mejor ejemplo de que a 
cualquier fenómeno político, y más en América Latina, se le puede aplicar la 
etiqueta de populista. Para ciertos autores no sólo Hugo Chávez, Evo Morales, 
Rafael Correa, Daniel Ortega, Manuel Zelaya, Fernando Lugo o el matrimonio 
Kirchner personifican opciones populistas, sino que también habría que agregar a 
esta lista personajes tan dispares como Álvaro Uribe o Lula da Silva. 
En 
los últimos años han aparecido numerosos libros sobre el populismo, sobre el 
chavismo y la revolución bolivariana, sobre el indigenismo, o sobre cualquiera 
de los numerosos temas que pretendo abordar en este trabajo, bien a favor o en 
contra de ellos, bien con un tono más analítico o bien con otro descriptivo, 
como para que el lector se pregunte: ¿por qué uno más? ¿cuál es la diferencia? 
Antes de responder a estas cuestiones déjenme destacar, sin pretender ser 
exhaustivo, algunos de los trabajos más relevantes, aparecidos en los últimos 
años, donde se podrán ampliar muchos de los temas insuficientemente abordados, o 
contraponer otros puntos de vista. Quizá las dos obras recientemente publicadas 
que mejor profundizan en muchos de los temas aquí abordados sean la de Flavia 
Freidenberg, 
La tentación populista. Una vía al poder en América Latin 
(Madrid, 2007) y la de Michael Reid, 
El continente olvidado. 
La 
lucha por el alma de América Latina (Barcelona, 2009). Más académica la 
primera, más periodística la segunda, ambas bucean en las causas históricas, en 
la génesis de los procesos, que al menos teóricamente deberían haber llevado a 
la situación actual. También vale la pena mencionar 
Del populismo de los 
antiguos al populismo de los modernos (México, 2001), de Guy Hermet, Soledad 
Loaeza y Jean François Prud'homme, un intento muy serio de sistematizar el 
significado profundo del populismo en México y América Latina. 
Desde una 
perspectiva más militante destaca la recopilación de artículos periodísticos, 
algunos más antiguos que otros, de Mario Vargas Llosa, 
Sables y utopías. 
Visiones de América Latina (Madrid, 2009), en la que inclusive pueden 
rastrearse algunas contradicciones en el pensamiento del autor o, mejor dicho, 
la evolución de su discurso en torno a los conceptos de democracia, populismo, 
libertad y dictadura en la región. En una línea similar de pensamiento, aunque 
limitado a un caso concreto, el de Hugo Chávez y su revolución bolivariana, no 
quisiera omitir el libro de Enrique Krauze, 
El poder y el delirio 
(Barcelona, 2008), que aporta una visión en profundidad y un análisis lúcido de 
la realidad venezolana. 
En un intento de describir lo que se ha dado en 
llamar el “giro a la izquierda” en América Latina, y con un tono de mayor 
proximidad a los fenómenos, encontramos los trabajos de Marc Saint-Upéry, 
El 
sueño de Bolívar (Barcelona, 2008) y de José Natanson, 
La nueva 
izquierda. Triunfos y derrotas de los gobiernos de Argentina, Brasil, Bolivia, 
Venezuela, Chile, Uruguay y Ecuador (Buenos Aires, 2008). Para acercarse al 
pensamiento alternativo que respalda teórica, política e ideológicamente el 
proyecto bolivariano lo mejor es consultar algunas páginas web como: 
Rebelión, 
Aporrea, 
Argenpress, 
Ancol, 
Ventana 
Bolivariana, 
El 
Militante y 
Resumen 
Latinoamericano. 
Sin embargo, el mayor esfuerzo 
teórico por intentar definir al actual populismo latinoamericano proviene de las 
obras postmarxistas del matrimonio formado por Ernesto Laclau (
La razón 
populista) y Chantal Mouffe (junto a su marido, 
Deconstrucción y 
Pragmatismo, 1998), pese a tener el inconveniente, especialmente notable 
para el gran público, pero no sólo para él, del lenguaje abstruso utilizado y de 
los escasos vínculos que crea entre su retórica y la realidad. Para ellos, el 
populismo es una simple forma de “construir lo político”. En palabras de los 
autores, el populismo es visto como una “lógica política” y no como la 
pertenencia a “un tipo de movimiento identificable con una base social o con una 
determinada orientación ideológica”. Esto se basa en que se persigue más 
analizar qué es lo que sucede en el plano de “lo real” que describir lo que 
ocurre en la realidad. La consideración de Laclau sobre la relación entre 
liberalismo y democracia apunta a su idea de que el populismo puede encarnar 
perfectamente demandas democráticas, a la vez que es una muestra del lenguaje 
que utiliza: “Una vez que la articulación entre liberalismo y democracia es 
considerada como meramente contingente, se deducen necesariamente dos 
conclusiones obvias: 1) otras articulaciones contingentes son también posibles, 
por lo que existen formas de democracia fuera del marco simbólico liberal -el 
problema de la democracia, visto en su verdadera universalidad, se convierte en 
el de la pluralidad de marcos que hacen posible la emergencia del “pueblo”-; 2) 
como esta emergencia del pueblo ya no es más el efecto directo de algún marco 
determinado, la cuestión de la constitución de una subjetividad popular se 
convierte en una parte integral de la cuestión de la democracia. Un corolario es 
que no hay ningún régimen político que sea autorreferencial”. 
Para 
Laclau, el populismo aparece cuando las instituciones propias de la democracia 
liberal bloquean repetidamente las demandas colectivas. Es más, en su concepción 
la crítica al populismo, cualquiera sea, es obra de oligarcas y los 
antipopulistas son antidemócratas, ya que, desde su perspectiva, el populismo es 
un movimiento popular genuinamente democrático. Según Jesús Silva-Herzog 
Márquez, Laclau cree que
 el populismo “es el milagro que 
cohesiona a un pueblo”; por eso “no es el demonio”, sino la señal de una 
“operación política por excelencia: la construcción imaginaria de un nosotros”. 
Tampoco es una ideología de contenido específico. “El carácter distintivo del 
populismo es precisamente que aloja una variedad infinita de demandas que logran 
unificación a través de un enemigo común. Es igual que sea la rabia 
antioligárquica o el racismo antiinmigrante. La vaguedad resulta ser un 
instrumento a su servicio. Es más: se trata de su contenido esencial”. Hay un 
viejo aforismo que dice que “si la teoría y la realidad no coinciden, peor para 
la realidad”, algo que ocurre con bastante frecuencia en este tipo de 
obras
. El libro que el lector tiene en sus manos 
pretende huir del anterior aforismo. Por eso, como ya se mencionó, uno de sus 
principales objetivos es la pretensión de no dar respuestas teóricas ni 
generales a los problemas del populismo latinoamericano, ni de encontrar 
explicaciones históricas para los procesos regionales y nacionales que 
propiciaron la emergencia del populismo en América Latina en la primera mitad 
del siglo XX, su casi total desaparición en la década de 1980, sus estallidos 
pro mercado de los años de 1990 y su reaparición a comienzos del siglo XXI. Por 
el contrario, se quieren presentar aquellos tópicos y lugares comunes en torno a 
los cuales el populismo se ha desarrollado, la forma discursiva que éstos han 
tenido y siguen teniendo y la retórica y el barniz ideológico que los recubre, 
con el fin de presentar sus tics autoritarios y antidemocráticos. 
Hubo 
un momento, a comienzos de la década de 1990, en que fuimos muchos los que 
pensamos que la consolidación de las transiciones a la democracia en América 
Latina había eliminado definitivamente el fenómeno del populismo en la región. 
Tras la caída del muro de Berlín, el futuro del mundo aparecía venturoso y 
entonces era posible extender la mirada complaciente al hemisferio americano. 
Sin embargo, parece que los viejos fantasmas familiares están sumamente 
arraigados en el alma de los pueblos latinoamericanos, y por eso resultan más 
difíciles de exorcizar de lo que se creía. 
De todos modos, la pregunta 
de por qué el populismo es un fenómeno consustancial a la reciente historia 
política latinoamericana es totalmente relevante como para prestarle atención en 
estas páginas. Las explicaciones al respecto también son variadas y van desde la 
escasa implantación institucional de las democracias latinoamericanas y la 
debilidad de sus sistemas de partidos políticos a la exclusión social imperante 
en buena parte de la región, a lo que habría que sumar el desempleo, los 
elevados niveles de pobreza y la desigualdad, así como el descontento y la 
violencia social que estas circunstancias generan en algunas ocasiones. No en 
vano se suele decir que América Latina es el continente más desigual del 
planeta. 
La llegada de la democracia en los años ochenta y noventa del 
siglo pasado fue acogida con gran esperanza a lo largo y a lo ancho de la 
región. Hubo, inclusive, algunos líderes, como Raúl Alfonsín, que creyeron que 
la democracia, por sí sola, daría de comer, es decir, acabaría con buena parte 
de los problemas estructurales que los afectaban, que eliminaría el atraso y 
llevaría a sus pueblos por la senda virtuosa del desarrollo. Craso error. En la 
mayoría de los casos, las frágiles democracias establecidas no pudieron acabar 
ni con la exclusión, en sus variantes política y social, ni con la pobreza. Hubo 
algunas excepciones remarcables, como la de Chile y más recientemente Brasil, 
aunque esto no ha sido la norma. 
Es frecuente escuchar la explicación de 
que el ascenso de los recientes populismos se debe al fracaso de las políticas 
económicas de la década de 1990, despachadas rápida y acríticamente como 
neoliberales e identificadas claramente con el llamado “Consenso de Washington”. 
La lectura al uso señala que estas políticas fueron destructoras del empleo y 
aumentaron el número de pobres e indigentes en la región, como efectivamente 
ocurrió en la mayoría de los casos. Esta situación regresiva se suele 
contraponer con el quinquenio de rápido crecimiento que tuvo lugar entre 2003 y 
2007, con tasas regionales promedio superiores al 3% anual. 
La cuestión 
de fondo, vinculada al problema que aquí nos ocupa, es si esta etapa de 
crecimiento tuvo que ver con las políticas económicas de los gobiernos 
populistas o con la favorable coyuntura económica internacional que propició el 
aumento de la demanda de materias primas (productos energéticos, minerales y 
alimentos) exportadas por los países latinoamericanos, y con ella el incremento 
de sus precios en los mercados internacionales. De este modo, la emergencia y 
consolidación de algunos gobiernos populistas, desde la perspectiva económica, 
se habría visto favorecida por el factor suerte. Mala suerte de sus predecesores 
que debieron afrontar una coyuntura complicada, y buena suerte de quienes 
pudieron navegar con viento a favor y desarrollaron políticas públicas tendentes 
a reducir el paro y la pobreza, lo cual redundaba en una mayor satisfacción de 
la población con su particular modo de gestionar la economía. 
Otras 
explicaciones ponen el acento en vincular el ascenso del populismo con la 
inestabilidad política, la falta de consolidación de las instituciones 
democráticas o la debilidad de los sistemas de partidos. Sin embargo, aquí 
también resulta complicado establecer algún grado de correlación entre las 
distintas variables. Un aspecto que se suele resaltar es que entre 1985 y 2009 
veintidós presidentes electos de América Latina fueron removidos de su cargo o 
forzados a renunciar por diferentes motivos, incluyendo a los vicepresidentes o 
a los sucesores nombrados para completar el mandato de los primeros. Se trata de 
Hernán Siles Zuazo (Bolivia, 1985), Raúl Alfonsín (Argentina, 1989), Fernando 
Collor de Mello (Brasil, 1992), Jorge Serrano (Guatemala, 1993), Carlos Andrés 
Pérez (Venezuela, 1993), Joaquín Balaguer (República Dominicana, 1996), Abdalá 
Bucaram (Ecuador, 1997), Raúl Cubas (Paraguay, 1999), Jamil Mahuad (Ecuador, 
2000), Alberto Fujimori (Perú, 2000), Valentín Paniagua (Perú, 2001), Fernando 
de la Rúa (Argentina, 2001), Alberto Rodríguez Saá (Argentina, 2001), Ramón 
Puerta (Argentina, 2002), Gonzalo Sánchez de Lozada (Bolivia, 2003), Eduardo 
Duhalde (Argentina, 2003), Lucio Gutiérrez (Ecuador, 2005), Carlos Mesa 
(Bolivia, 2005), Eduardo Rodríguez Veltzé (Bolivia, 2006) e inclusive podemos 
considerar a Manuel “Mel” Zelaya (Honduras, 2009), a lo que hay que agregar los 
dos gobiernos de Jean Bertrand Aristide en Haití en 1994 y 2004. 
No sólo 
hubo una gran diversidad de causas, sino también de los modos en que se produjo 
el relevo presidencial. En algunos casos, la inestabilidad provocada por la 
caída de determinados presidentes generó, más tarde o más temprano, la 
emergencia de gobiernos populistas; en otros, por el contrario, se mantuvieron 
inalterables las instituciones y el sistema democrático. Entre los primeros 
casos tenemos a Argentina, Bolivia, Ecuador, Paraguay y Venezuela. Entre los 
segundos Brasil, Perú, República Dominicana o Guatemala. Al mismo tiempo, en 
Nicaragua se produjo el ascenso de Daniel Ortega en un contexto donde no había 
ocurrido ningún recorte de los mandatos presidenciales previos. En Argentina, 
Raúl Alfonsín debió adelantar el fin de su período presidencial en 1989, al 
renunciar ante la magnitud de la crisis económica y la hiperinflación que se 
habían abatido sobre el país, y en 2001 Fernando de la Rúa tuvo que dimitir tras 
la crisis generada por el “corralito” y el fin de la convertibilidad del peso. 
La aplicación de los mecanismos de sucesión permitió un rápido paso por el poder 
de Alberto Rodríguez Saá y de Ramón Puerta, antes de que Eduardo Duhalde se 
hiciera cargo de la presidencia. También él adelantó el fin de su mandato para 
que finalmente Néstor Kirchner arribara al gobierno, inaugurando un 
controvertido estilo matrimonial de gobierno que ya va por su segunda edición. 
Bolivia y Ecuador son los ejemplos más claros de movilizaciones 
populares que acaban con gobiernos democráticamente elegidos, también conocidas 
como “golpes de calle”. En Ecuador, el descontento popular de los movimientos 
sociales, y las presiones políticas de algunos partidos o de determinados grupos 
de poder, acabó con las presidencias de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio 
Gutiérrez. Tras el gobierno provisional de Alfredo Palacio, Rafael Correa, que 
fue durante un tiempo su ministro de economía, alcanzó la presidencia en unas 
elecciones limpias. En Bolivia, las movilizaciones de corte indigenista y 
nacionalista acabaron con los gobiernos de Sánchez de Losada y Carlos Mesa, para 
dar paso a Evo Morales, tras el interinato de Eduardo Rodríguez Veltzé. 
En Venezuela y en Paraguay, los intentos de golpe de estado militar 
contra Carlos Andrés Pérez y Raúl Cubas terminaron, algunos años después, 
despejando el camino a las presidencias de Hugo Chávez y Fernando Lugo. ¿Cuál 
fue la llave que en todos estos casos abrió las puertas del poder a los 
gobiernos populistas?: ¿La inestabilidad gubernamental, el descontento social, 
la movilización de los movimientos sociales o la implosión de los tradicionales 
sistemas de partidos? Probablemente, y atendiendo a las especificidades 
particulares de cada caso, estamos frente a una intrincada concatenación de 
causas. 
Las excepciones hablan de circunstancias especiales. Fernando 
Collor de Mello fue cesado en el ejercicio de la presidencia tras un juicio 
político, 
empeachment, impulsado por el parlamento, después de conocerse 
serias acusaciones de corrupción en su contra. De este modo, en Brasil se 
cumplieron todos los requisitos constitucionales para cesar un presidente y 
también se fue sumamente escrupuloso a la hora de activar los mecanismos 
sucesorios, a diferencia de lo ocurrido en Honduras para defenestrar a Manuel 
Zelaya. En el caso dominicano, la renuncia de Balaguer estuvo vinculada a los 
resultados electorales y a su voluntad, tras prolongados períodos en el poder, 
de abrir las puertas a la democratización definitiva de su país después de la 
firma del “Pacto por la democracia”.
La retórica latinoamericana está plagada de tópicos o de lugares comunes. 
Es tal su peso que algunos utilizan el concepto literario de “realismo mágico” 
para referirse a ellos. Incluso algunos novelistas se dan el lujo de hacer 
historia, como Gabriel García Márquez en 
Cien años de soledad. Es 
interesante ver lo que pasó con su relato de la “masacre” de la huelga de las 
bananeras, convertido en una “fuente” histórica, repetidamente citada por 
historiadores profesionales, como ha demostrado Eduardo Posada Carbó. Tampoco se 
puede minimizar el enorme impacto que han tenido 
Las Venas abiertas de 
América Latina, de Eduardo Galeano. Pese a que Galeano niega ser un 
profesional de la historia y reconoce que sólo es un escritor que quiere 
“contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América, pero sobre 
todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable”, su impacto en el saber 
histórico popular latinoamericano y en los tópicos desarrollados al respecto es 
importante. 
En una visita reciente a la Capilla del Hombre, de Oswaldo 
Guayasamín, en Quito, el joven guía que me introducía en la belleza del 
monumental recinto, aludió a los miles de muertos semanales producidos por la 
esclavitud en las minas de Potosí. Cuando le señalé que en Potosí no trabajaban 
esclavos indígenas sino mitayos, y que la mita y la esclavitud eran 
instituciones diferentes, dijo que no era así y que todo estaba perfectamente 
documentado en la obra de Galeano, la misma que había sido utilizada por 
Guayasamín como fuente para la elaboración de su trabajo. Al mismo tiempo, su 
alusión a la memoria, lo que hoy se conoce como memoria histórica, resulta 
importante, como se verá en el capítulo VII. La celebración de los Bicentenarios 
de las independencias de las repúblicas latinoamericanas se ha convertido en un 
escenario idóneo para la reescritura de la historia. Ya no se trata de 
incorporar las últimas aportaciones de los historiadores profesionales, sino de 
reescribirla en función de determinados puntos de vista ideológicos, con el 
ánimo de aportar argumentos dialécticos a la causa liberadora y revolucionaria. 
La presencia de algunos de estos tópicos y lugares comunes es constante 
en cualquier recorrido que se haga por el mundo de las ideas, de las imágenes, 
de los discursos y de las representaciones que cotidianamente tienen lugar en 
América Latina. Sin ánimo de ser exhaustivo, este libro pretende dar cuenta de 
una serie de pinceladas sobre algunos de los tópicos con más presencia en la 
actualidad regional. De este modo, y como se señaló más arriba, no quiere 
indagar en torno a las grandes explicaciones sobre el atraso latinoamericano, o 
sobre sus recurrentes fracasos, o en el peso de la herencia colonial, siguiendo 
la estela que en su momento trazaron Stanley y Barbara Stein. Tampoco busca 
responder a preguntas del tipo: “¿Zavalita, cuándo se jodió el Perú?”, formulada 
por Mario Vargas Llosa al comienzo de 
Conversación en la catedral. Las 
reflexiones y los pensamientos que siguen sólo buscan ilustrar algunos de los 
problemas que atenazan a la región, que llevan una y otra vez a tropezar en la 
misma piedra y que de un modo inmisericorde y compulsivo condenan a los líderes 
y a los caudillos latinoamericanos a reinventar permanentemente la rueda (ver 
capítulo III). 
Según el 
Diccionario del Español Actual, de Manuel 
Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, un lugar común es “una idea vulgar o manida 
utilizada en una conversación o un texto”, o “un principio general del que se 
saca la prueba para un argumento”, o también un tópico (en literatura, “un tema 
o forma de expresión que se repite a lo largo de la historia literaria”). De 
acuerdo con estas definiciones, las interpretaciones y explicaciones más 
frecuentes sobre la realidad y el pasado latinoamericanos están plagadas de 
tópicos o lugares comunes. Algunos de ellos son verdades, otras son simplemente 
mentiras y la gran mayoría son sólo verdades a medias que, como suele ocurrir 
con lo que es parcialmente verdadero y parcialmente falso, acaban distorsionando 
totalmente la realidad analizada. Quizá uno de los ejemplos más claros en este 
sentido es la llamada “teoría de la dependencia”, que tuvo un predominio 
mayoritario en el mundo universitario e incluso en la mayor parte de la opinión 
pública de América Latina. 
Si bien en la actualidad la “teoría de la 
dependencia” no tiene el éxito editorial de entonces, su influencia sigue siendo 
devastadora. La obra ya citada de Eduardo Galeano
 Las venas abiertas de 
América Latina (
The Open Veins of Latin America, en su versión 
inglesa, que también lleva el nada inocente subtítulo de 
Five Centuries of 
the Pillage of a Continent), publicada inicialmente en 1971, no sólo ha sido 
traducida a varios idiomas, sino que sus múltiples ediciones (en 2004 se publicó 
la 76ª edición en español) han servido de texto oficial sobre la historia 
latinoamericana en numerosas universidades de Estados Unidos, Europa y otras 
partes del mundo. Si algo le faltaba a ese libro para saltar al estrellato, o a 
la estratósfera, su oportunidad le llegó durante la V Cumbre de las Américas, 
celebrada en abril de 2009 en Trinidad y Tobago, cuando el presidente Hugo 
Chávez le regaló un ejemplar a Barack Obama. Para Chávez, 
Las venas 
abiertas “es un monumento en nuestra historia de América Latina. Es para 
aprender de la historia, sobre esa historia tenemos que reconstruir”. 
La 
idea que descansa en éste, y en otros muchos trabajos similares, es muy 
sencilla. A partir del inicio de la conquista europea, América se convirtió en 
una sucesión de posesiones coloniales, explotadas y expoliadas de forma 
sistemática durante más de cinco siglos. De esta manera, las decisiones no se 
tomaban en América sino en las respectivas metrópolis, responsables en última 
instancia de todo cuanto ocurría en territorio americano (ver capítulo II). 
Pese al renacer populista y al predominio que la llamada doctrina 
bolivariana tiene en buena parte de la opinión pública del continente 
latinoamericano, el peso de la teoría de la dependencia ha disminuido. Sin 
embargo, esto no quiere decir que su influencia y sus tópicos hayan desaparecido 
completamente del pensamiento latinoamericano, de eso que recientemente se ha 
dado en llamar el imaginario colectivo. Un imaginario que sigue dominado por la 
presencia de innumerables complots e inacabables teorías conspirativas. 
De alguna manera, los lugares comunes recorren todo el espectro 
ideológico, permean a todas las clases sociales y atraviesan sin ningún tipo de 
problemas ni pasaporte las fronteras nacionales. Uno de los casos más recientes 
es el de la figura de Simón Bolívar y de su ideario como precursor y eje del 
pensamiento liberador para toda América Latina. Ya no sólo se habla de Bolívar 
como referente de la independencia en el área andina, sino que su influencia se 
extiende mucho más allá y abarca lugares antiguamente insospechados. El 
presidente Lula y muchos de sus colaboradores más directos, por ejemplo, se ven 
en la obligación cada vez que tienen en frente al comandante Hugo Chávez o a 
alguno de sus ministros, de citar en sus discursos alguna gesta de la epopeya 
bolivariana o del significado del pensamiento bolivariano para el futuro 
venturoso de la región. 
Todo el mundo sabe del peso prácticamente nulo 
que Simón Bolívar tuvo en el desarrollo histórico brasileño del siglo XIX. Y lo 
mismo se puede decir de muchos otros países de la región, como los 
centroamericanos, México o Argentina. Está pasando con Simón Bolívar lo mismo 
que ocurre con José Martí y los cubanos, sean éstos castristas o anticastristas. 
Cuando un cubano habla en público o escribe algo, su alocución o su texto suelen 
comenzar con una cita de Martí, oportuna para la ocasión, y las hay abundantes, 
para todos los gustos y para casi cualquier circunstancia. No sólo eso. 
Radio 
Martí se llama la emisora que desde Miami propaga los mayores embates contra 
el régimen castrista, a la vez que la orden de “José Martí” es una de las 
máximas condecoraciones de la revolución, y así podríamos seguir hasta el 
infinito. 
En América Latina hay tópicos de todo tipo, aunque muchos de 
ellos no tienen nada que ver con el populismo. Uno de los más repetidos, y que 
refleja una realidad lacerante y brutal, es el de “América Latina es la región 
más desigual del mundo”. En este caso, el tópico tiene un irrefutable correlato 
estadístico, que, sin embargo, debería ser matizado en función de lugares y 
épocas. Pero hay otros que no surgen de la estadística sino de la opinión, del 
convencimiento personal, de la experiencia particular convertida en categoría. 
Es la aplicación permanente del empirismo casero: aquello que ocurre en mi 
entorno es fácilmente trasladable al conjunto de la sociedad, como, por ejemplo, 
que “el narcotráfico es un problema de los consumidores, no de los productores”. 
En buen romance esto significa que son los consumidores de los países ricos, 
especialmente Estados Unidos, los que deben afrontar el problema, y no los 
productores de los países pobres, que sólo se limitan a sembrar coca (un 
producto tradicional cargado de una alta valoración simbólica), marihuana o 
amapola. 
Mientras los latinoamericanos sigan empeñados en echar balones 
fuera, en quitarse de encima cualquier responsabilidad con el narcotráfico, en 
negar el hecho evidente de que cada vez más sus sociedades, especialmente sus 
jóvenes y niños, consumen drogas y son terreno abonado para el lavado de dinero, 
no habrá manera racional de enfrentarse al problema. Por más que, como han dicho 
los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso, Ricardo Lagos, Ernesto Zedillo y 
César Gaviria, no haya solución para el problema del narcotráfico en el actual 
contexto de prohibición y criminalización del tráfico. La pregunta es, sin 
embargo, si hay solución posible, o si se pueden armonizar las cuestiones de 
salud pública con las de seguridad ciudadana. 
De un matiz similar son 
las ideas de que “las instituciones no cuentan”, que “la única democracia que 
sirve es la participativa”, que “la democracia es la que se hace en la calle” o 
que “las elecciones son una farsa”, por fraudulentas. El descrédito de la 
democracia, especialmente de la democracia representativa permite afirmaciones 
del tipo “la democracia es una idea importada”, producto de la ignorancia y del 
desconocimiento histórico. También se afirma que en la América Latina 
decimonónica sólo existió el voto cualificado, lo que servía para no reconocer 
el derecho a sufragio a millones de ciudadanos. En realidad la democracia, la 
práctica de las elecciones y la idea de la ciudadanía surgen al mismo tiempo que 
las repúblicas latinoamericanas, tras los procesos de independencia a comienzos 
del siglo XIX (ver capítulo III). 
Hay también creencias formadas a 
partir de la historia, como aquella que dice que “la izquierda latinoamericana 
no cree en la democracia ni en las elecciones, la derecha tampoco”. De algún 
modo esta formulación se terminó de acuñar en las décadas siguientes a la 
Revolución Cubana. Entonces unos abogaban por las dictaduras militares y los 
golpes de estado en contra del comunismo internacional y en defensa de la 
civilización occidental y cristiana, mientras los otros se mostraban partidarios 
de la lucha armada y de la guerra popular y prolongada como palanca necesaria 
para hacer la revolución y construir el socialismo. Para unos la democracia y 
los procesos electorales eran una pura manipulación, que permitían a las elites 
seguir imponiendo sus puntos de vista y defender sus intereses, mientras que 
para los otros eran un mecanismo espurio que permitía a las masas populares, a 
la “negrada”, ingresar por la ventana o por la puerta trasera a los salones del 
poder, hasta entonces sólo reservados para usufructo exclusivo de las 
oligarquías dominantes y extranjerizantes. 
Entre los otros tópicos 
presentes en la idiosincrasia latinoamericana también podemos encontrar la idea 
de la “no injerencia en asuntos de terceros países”, prácticamente presente en 
todos los gobiernos actuales de América Latina, con independencia de sus 
orígenes. De algún modo es una teoría derivada de la llamada 
Doctrina 
Estrada, que planteaba el reconocimiento automático de los presidentes que 
asumían el poder, con independencia de su origen (democrático o dictatorial, a 
través de elecciones o por golpes de estado, etc.). Como se verá en el capítulo 
V, el Consejo Sudamericano de Defensa, impulsado por la Unasur (Unión de 
Naciones Sudamericanas), es un claro ejemplo de como la no injerencia y la 
prevalencia de la soberanía nacional por encima de otros valores es un claro 
obstáculo a la integración nacional y a la conformación de instituciones 
supranacionales. 
Ciertos tópicos frecuentes aluden a las relaciones 
internacionales, a la presencia de Estados Unidos en el hemisferio y a los 
procesos de integración regional. Por eso hay que recalcar una y otra vez la 
idea de que “los de afuera nos dividen” o que si América Latina no está 
integrada es porque a “los Estados Unidos no les interesa”. De alguna manera, 
estos pensamientos devienen de la vieja concepción imperial y colonial de que 
“el imperialismo [obviamente norteamericano] nos oprime y nos exprime”. La 
creencia en el carácter omnipresente de los Estados Unidos en la región lleva a 
la idea de que todos los golpes de estado que hubo en la segunda mitad del siglo 
XX fueron impulsados por el gobierno de Washington, sin considerar la 
posibilidad de que en muchos de ellos el papel jugado por actores internos haya 
sido determinante. 
Lo dijo Evo Morales durante su visita oficial a 
Madrid en septiembre de 2009: “En Latinoamérica, donde hay una base militar de 
Estados Unidos, hay golpes militares”. Afirmaciones semejantes terminan siendo 
una coartada perfecta para las elites latinoamericanas, que de este modo se 
descargan de cualquier responsabilidad por sus acciones, ya que la 
responsabilidad última de todo cuanto ocurre en la región siempre es de los 
gringos. La explotación colonial, desde hace más de 500 años, estaría muy unida 
a un esquema rígido de la división internacional del trabajo, que condena a los 
países latinoamericanos a ser únicamente productores de alimentos y materias 
primas al servicio de los mercados internacionales, que son los que directamente 
se benefician del trabajo de los locales. Por eso, el lugar común alternativo es 
el de que “sin industria nacional no hay país”. 
Por último, también 
encontramos un nutrido grupo de lugares comunes relacionados con los indígenas, 
los ahora llamados pueblos originarios, aunque nadie aclara de qué origen se 
está hablando. Poco importa que así sea. La idea es que ese carácter originario 
permite justificar una gran cantidad de demandas relacionadas con derechos 
políticos y económicos, así como el acceso a la propiedad de la tierra y a otros 
recursos naturales, como agua, minerales, hidrocarburos y otras fuentes de 
energía. Para hacer más creíble esta suerte de teoría adánica hay que insistir 
en el carácter edénico de las sociedades americanas previas a 1492 y en la 
hecatombe que supuso la conquista posterior. El tópico, por tanto, debe girar en 
torno a la asociación entre conquista y genocidio indígena, así como a la idea 
de que tanto en el período colonial como en el republicano los indígenas 
carecían absolutamente de derechos y su participación en la vida política y en 
la vida pública era prácticamente nula. 
Algunos de estos lugares comunes 
tienen un elevado valor simbólico, otros inciden directamente en la lucha 
política y en las disputas por el poder, otros sirven para alimentar viejas y 
nuevas contradicciones que dividen a las sociedades americanas. Por eso es 
importante poner de relieve cuánto tienen de verdad y cuánto de mentira. Por eso 
es importante reducir la retórica a lo imprescindible, anteponiendo la realidad 
al realismo mágico, por más bellas que sean las metáforas que se cuentan y por 
más rimbombante que suene la retórica recurrente. 
Por tanto, la idea 
central de este libro es intentar contextualizar los actuales tópicos emanados 
del populismo latinoamericano, relacionándolos con el primer populismo (capítulo 
I), y ver adonde puede conducir a la región la permanencia de tanto lugar común. 
Para ello, en muchos pasajes se dará voz a los principales actores, de manera 
que sean ellos, o sus epígonos, quienes muestren claramente el peso que en la 
retórica populista tienen unos tópicos que han estado vigentes, están vigentes y 
podrán seguir estándolo durante mucho tiempo, a no ser que cambien de raíz 
muchas de las actuales circunstancias presentes en América Latina, y que esa 
transformación vaya acompañada de la consolidación de las principales 
instituciones democráticas. 
Como no podía ser de otro modo este libro 
tiene una gran cantidad de deudas intelectuales, aunque la responsabilidad de lo 
escrito es totalmente mía. Muchas de las ideas aquí desarrolladas fueron 
abordadas en versiones previas en las páginas web del 
Real Instituto 
Elcano, 
Infolatam y 
Ojos de 
Papel. Con mis compañeros del Departamento de Historia 
Contemporánea de la UNED y del Real Instituto Elcano discutí algunas de las 
cuestiones más polémicas. Finalmente, aunque es el comienzo de todo, el respaldo 
de mi familia fue fundamental, especialmente en los meses en que la redacción 
del libro se convirtió en algo absorbente. La revisión de Maite del manuscrito 
permitió pulir bastantes imperfecciones, aunque mi estilo a veces no se presta a 
demasiadas florituras. 
Ver el vídeo donde 
el auor explica el contenido de su libro