Te lo advertía tu padre al final del verano,
cuando agosto
ponía las primeras tormentas
por un sur de relámpagos, detrás de las
montañas,
y silbaban los trenes de la estación remota.
Sonaban sus
bocinas como un lamento negro,
bajaban al hollín que había en la chimenea:
-
He soñado esta noche
con mi padre – decía-.
Le
veía y me hablaba
como te hablo yo ahora.
Si sueñas con los muertos, es
que vienen las lluvias.
Y tú entonces soñabas con muertos muy
lejanos,
con toreros antiguos o con antepasados
a los que nunca viste,
con muertos cuyos rostros conocías de lejos,
en fotos color sepia o en
los cuadros antiguos
que el sol iluminaba cuando caía la tarde
en la
penumbra tibia de la casa.
Hoy te sigue pasando:
al final del verano
y anterior a la lluvia,
se pasea por tu sueño un triste mensajero
que
viene de otro tiempo,
de una nada con nubes que arrastra el suroeste.
Pero ahora ese tiempo es reciente y los rostros
son cercanos:
amigos,
familiares que vuelven
más jóvenes y enteros para anunciar la
lluvia.
Cuando hablan sin nostalgia usan para llamarte
un suave
vocativo singular y doméstico
y en su penumbra ignoran que vienen
temporales.
En ese vocativo hay algo que te llama
más allá de tu
nombre y de tu tiempo frágil.
¿De qué lugar oscuro del corazón de un muerto?
ES QUE VIENEN LAS LLUVIAS
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa
patria de los muertos.
(Octavio Paz)
Son
las lluvias, abuela,
ya lo sé. Y hoy has vuelto
desde tu nada blanca,
desde la niebla fría de tu nombre y tu ausencia,
a no decirme nada,
a una conversación que no era de palabras,
a esta frágil manera de estar
en compañía.
Tú no puedes saberlo. La muerte te condena
a ignorar
que regresas para anunciar la lluvia
a los sueños triviales de tu nieto.
A no saber que vuelves de tu silencio antiguo,
desde la mansedumbre
que otorgan las desgracias
como un don animal que reposa en los ojos,
como esa lejanía que vive en la mirada
azul de las criaturas.
A
no saber que vuelves
un día como hoy, el último de un año
que para ti no
existe en tu tiempo abolido.
Sólo queda en el aire vacío de diciembre
un recuento de sombras, un río de desventuras
o esa pericia blanca
con que la tarde junta los recuerdos
en el silencio lento de la nieve.
Son las lluvias, abuela, ya lo sé.
Y hoy has vuelto
-no lo sabes
y has vuelto-
para dejarme triste como este día de niebla
que tú ya no
conoces ni padeces.
¿QUIÉN TRADUCE UN RELÁMPAGO?
¿Y mañana qué pondremos en el sitio vacío?
(Vicente Huidobro)
No llueve en la
memoria de la infancia,
pero hace frío y la sombra
tiene en metros
cuadrados
lo que tiene la casa vacía del recuerdo.
No llueve, pero
hay truenos
y hay silencio y relámpagos
y una confusa forma de
orientarse en las calles,
una extraña manera
de ir de una esquina a otra
en el lugar del sueño.
Con lentitud de estanque,
con la fiebre del
pez
en el jardín secreto de la noche,
¿quién traduce un relámpago?
¿Quién cuenta sobre el mar
los granos de mostaza
para medir el
hueco que va de un sueño a otro,
la densidad de sombra que flota sobre el
frío?
Ya no digo mañana ni conjugo el futuro,
ni siembro ya estos
campos
ni riego los jardines entre una nieve y otra.
Ya sólo digo
ayer, ayer como quien dice
aproximadamente ayer en mi memoria de agua
y
en mi garganta opaca con arena y con viento
y sin conjugaciones.
EL MANANTIAL DE LA DONCELLA
Algo me está buscando entre las hierbas
azules de otra vida.
(J. E.
Cirlot)
De eso tratan los cuentos:
de
la noche que acaba con el canto del gallo,
de atravesar el bosque como quien
atraviesa
el fuego, el agua, el río, el día de la piedra
de un duro Dios
ausente.
De un canon de venganza,
de una náusea en las horas más
altas de la luz
y de las confluencias del animal salvaje
con la
inocencia púber de las vírgenes.
De eso tratan los cuentos:
de
atravesar un bosque peligroso
en una ceremonia de nieve y manantiales,
de un rito de serpientes que oficia en el paisaje
la luz de la doncella
con su herida callada.
Del espectro del odio y el día de la venganza
con ramas de abedul y purificaciones
en la vigencia ardiente de la tarde
o en la hora combustible de la ira.
Como cruzar un puente,
fugaz
en la gabela de los sueños,
con un halcón, con una fuente amarga
y un
caballo de sombra en la memoria.
¿Qué llama o sangre viva,
qué rosa
o luz de almendro se queda con nosotros
y renace en el agua transparente del
sueño?
¿Qué viento desolado agita los laureles
y apuñala el costado sin
vuelo de los pájaros,
la garganta del perro, el canto de los gallos?
Al fondo canta un mirlo.
LA MIRADA DEL TIEMPO
Quizá pudo haber sido de alguna otra manera,
de la manera incierta
con la que abre la noche sus compuertas de sombra,
las estrofas pautadas
de los sueños.
O de otra forma acaso, como giran los astros
con la
cadencia natural del tiempo.
Tal vez pudo haber sido de aquel modo
secreto
con que otorgan los dioses las desgracias
a los hombres que
menos las merecen.
Pero fue de otra forma: asedió las murallas,
subió desde los muelles y a través de la hiedra
trepó por las paredes de
las torres,
flotó como la fiebre en el lugar del pájaro
y ardió azul y
lentísima,
como la tarde eterna de la infancia.
Y hoy, si miro hacia
atrás,
vuelvo a ver a aquel niño sentado en su balcón.
¿Me contempla en
silencio,
desde la balaustrada de su mirada quieta?
No. El niño
siempre mira
un poco más allá del horizonte.
Pero sé que algún día,
en un punto del tiempo y del espacio
cruzará su mirada con la mía.
MIENTRAS AGONIZO
Tú por tu sueño y por el mar las naves
(Gerardo Diego)
Por la vía dolorosa de la
membrana opaca
se deslizó secreta
la punzada de sangre que me lleva a la
muerte.
Lo sé ya, mientras calla mi dolor en la aguja
y gime sólo el ojo
bajo las dentelladas agudas de mi miedo.
No me voy de vacío.
Mi
inocencia se lleva
de este mundo feliz hacia una nada de aire
que se
disuelve en aire y no duele ni pesa,
las últimas palabras que calmaron mi
angustia,
las últimas caricias que cerraron mis párpados.
Mientras
siguen los pájaros cantando
y al fondo suena el mar innumerable,
no me
voy de vacío.
En el milagro azul de mi mirada
vivieron las mañanas
de sol y estuvo el viento
transparente y fecundo que venía de los pinos,
la materia marina de la tarde,
las gaviotas que aún vuelan sobre mi
asombro alegre.
No me voy de vacío como no se va el día
sin su carga
sonora de luz cumplida y clara.
Me llevo en las pupilas
la presencia de
aquellos que me dieron
calor con sus miradas, mi mejor alimento.
Bajo otra luz distinta, más blanca y menos fría,
alguien entenderá
la plenitud del mundo que persiste en mis ojos
abiertos a la nada.
UNA CANCIÓN EXTRANJERA
un pájaro de plumas doradas
en la palmera
canta, sin significado humano,
sin sentimiento humano, una canción
extranjera.
(Wallace Stevens)
Desde la
latitud muda de la serpiente
al puro vuelo, al canto
central de llama o
alas,
escribo a tientas: voy
como un pájaro en vuelo
que ignora los
caminos de la tarde
y arde ciego en el aire, en círculos de sombra
antes
de que la cera se funda en alta luz,
en memoria del fuego
y vuelvan a la
tierra
las alas derretidas del poema.
MONJE A LA ORILLA
DEL MAR (Caspar
David Friedrich)
se tiene la impresión al contemplarlo de que le
hubieran cortado a uno los párpados.
Heinrich von Kleist
Todo es frágil aquí, todo es niebla de
asombro
bajo el silencio blanco de la nieve
o en el abismo azul de los
acantilados.
Como un pájaro herido,
la lluvia se ha posado
mansamente
en la orilla del mar.
Su música de sombra silenciosa
desciende blanda y tibia
a la arena sin pájaros.
Desciende
blanda y tibia
desde este cielo turbio al turbio mar sin peces
y allí se
desdibuja,
se disuelve en el agua
de otro mar más profundo sin temblor
ni oleaje.
En la precaria orilla, sobre una leve duna
soy un cuerpo
en penumbra, una interrogativa
silueta que contempla el horizonte incierto,
perplejo frente al mar vacío de veleros.
Y pienso en el desorden
nevado de la muerte.