Quiero decir que a mí esto de la lectura me pilló demasiado mayor, con la
imaginación caducada, con la paciencia arrugada como una pasa, con la capacidad
de asombro abotargada.
Volviendo a lo de antes, lo que ya no sé es si
los futuristas querían pulirse todos los libros, o si elaboraron un particular
index librorum prohibitum. En ese caso deberían haber registrado este
De mecánica y alquimia de Juan Jacinto Muñoz Rengel, que contiene dentro
de sí suficiente material inflamable. Baste citar como ejemplo un relato que
recibe el nombre de “El libro de los instrumentos incendiarios”. Creo que
leyendo esta obra me han quemado las llamas neolíticas, me ha llegado ese placer
primigenio que se origina en la noche de los tiempos de la primera lectura
infantil/juvenil (la que nunca tuve). Creo además que esta colección de relatos
De mecánica y alquimia maniobra sabiamente sobre los resortes del
mecanismo del relato atemporal con unas dosis de inventiva en las tramas
impensable hasta ahora (o al menos hasta donde yo he leído). Eso no admite más
explicación, tendrán que leer el libro. Pero lo que sí sé decir es que agarra
unos temas archisabidos y manidos hasta el hartazgo (el tiempo, su imposible
dominio, el afán humano por gobernar al semejante y a la naturaleza, el tiempo
futurible...), les arma un esqueleto clásico en la forma, y saca un producto
totalmente distinto a partir de un soplo de aire sin viciar, de una descarada
modernidad, y de una fresca humanización de los personajes.
En el relato
ya citado, en el Toledo medieval de “El libro de los instrumentos incendiarios”,
Alí al Mustansir es “jefe de policía”, no su homónimo de aquel tiempo, término
que el autor seguro podría haber encontrado y usado sin dificultad a poco que
investigara la etimología de la palabra. Si la ambientación del relato es tan
completa y cuidada a qué viene un guiño como ese. Pues no se adivina, pero le da
un toque pinchoso, provocador, ligero, al relato. Y luego además esa especie de
sargento Colombo se pone bien cachondo mirando a Raqiyya, extrañamente moderna
para aquel tiempo, liberada hija del desaparecido escriba del rey que además le
va a acompañar en su investigación del misterioso suceso. Y en un momento dado
parece que estamos viendo en acción a Julia Roberts y Nick Nolte en
Me gustan
los líos. Pero a uno tanto se le da lo que parezca. Se encuentra a gusto
metido en ese torbellino queriendo que por nada del mundo le interrumpan la
lectura con el “papá quiero cenar” o que el teléfono suene con un comercial de
telefonía del otro lado; está en ascuas.
Los textos desde luego tienen los
pies en el suelo, son historias nutricias, que colman las esperanzas que el
lector deposita en ellas. Un principio, una expectativa que se abre, un
desenlace y un final
En mi cortedad
analítica, diré que me parece a mí que Muñoz Rengel le ha echado al asunto una
cara dura necesaria, y se ha cargado a base de muchos teclazos de ordenador,
uno, el tocomocho que nos quieren endilgar como relato moderno modernísimo:
atmósfera gaseosa hasta la asfixia, temática etérea-inasible-irreconocible,
quincallería de palabras bien colocadas, y un globo que se deshincha. Ni
siquiera el más “brumoso” de todos (“El faro de las islas de Os Baixos”) adolece
de esos defectos, sino que más bien es un relato donde se produce un
“cortocircuito cuántico”.
Eso lo primero, porque sus textos desde luego
tienen los pies en el suelo, son historias nutricias, que colman las esperanzas
que el lector deposita en ellas. Un principio, una expectativa que se abre, un
desenlace y un final. Punto. “El relojero de Praga”, sin ir más lejos.
Dos, se cepilla algunos pilares maestros del corpus teórico que siempre
se ponen en la cocina del narrador breve: pecado abrir temas colaterales, pecado
mortal amalgamar en el relato sustancias narrativas diferentes. Y va él y nos
sumerge en un relato (que si fuera un software sería un programa ejecutando
indefinidamente una subrutina), en el que se mezclan Frankestein con los Gólems,
metaliteratura con cómplice desesperanza de escritor, una narración con un
coeficiente de escorrentía difícil de determinar; el lector no sabe si debe
seguir pensando en lo que acaba de leer o si empezar a reflexionar sobre lo que
está leyendo, pero eso sí, en ningún momento se siente perdido, simplemente se
deja arrastrar por la corriente, por qué estoy leyendo otra vez lo del bacalao
con patatas… “El sueño del monstruo”.
El balance se inclina tanto del lado
de los relatos imprescindibles que eso es lo que le queda al lector al final de
la lectura: la envidia insana que provoca gente con una imaginación como la que
el autor tiene a bien lucir
Dos bis, regla
que dice “Todo debe quedar claro desde el principio”. “Te inventé y me mataste”
manda esa convención a tomar por saco. Para mi gusto el mejor de los once. Una
fantasía descabellada (aunque eso no es decir nada, porque toda fantasía lo es),
un relato río con unos toques de cordura que lo hacen tan verosímil como el
golpe que Alí al-Mustansir y Raquiyya reciben en la cabeza, porque otro de los
juegos de este libro es la relación existente entre las diversas piezas que
aconsejan una lectura lineal (esto no es ninguna revelación, ya lo dice el
propio autor en el proemio al lector).
Aunque “Lapis Philosophorum”
tampoco tiene nada que envidiarle al anterior,
bocatto di cardinale (o
“tetas de monja”, que diría un amigo de mi barrio, aquel donde no teníamos
biblioteca ni nunca tropezamos con un latinajo).
El escolio final es
otro de los juegos “malvados” de este libro. ¿Qué seria la literatura sin
diversión? No intente leerlo así, a pelo, o este escolio le producirá escoliosis
por aquello de buscar posturas de faquir para poder decodificarlo. Solo hay dos
sitios posibles donde el texto cobra todo su sentido: en Corporación
Dermoestética, o en su propia casa, porque necesitará un espejo.
El tal
escolio debería referir alguna advertencia sobre cómo aplacar la envidia. El
balance se inclina tanto del lado de los relatos imprescindibles (solo “Res
cogitans”, “Brigada Diógenes”, y “Pasajero 1/1” me han dejado un poco más
indiferente por cuanto no sé ver en ellos más que una función de soporte
estructural) que eso es lo que le queda al lector al final de la lectura: la
envidia insana. La que provoca gente con una imaginación como la que el autor
tiene a bien lucir. ¡Vengan los incendiarios con sus dedos de
petróleo!