En las páginas iniciales de este libro, Serna y Pons leen y releen a
Gramsci, reconstruyendo su itinerario, rastreando su biografía, representándonos
su circunstancia personal. ¿Quién fue? Un líder obrero que en el contexto del
bolchevismo se pregunta por la cultura, por las formas culturales de que se
sirven los sectores populares. Un dirigente comunista que examina la formación,
la instrucción, la transmisión de las clases distinguidas. Un pensador que
reflexiona sobre los intelectuales, sobre la prensa, sobre la comunicación,
sobre las miserias y grandezas del periodismo. Pero Gramsci fue sobre todo un
cerebro reducido a prisión por el régimen de Mussolini, alguien que en la celda
aprende y escribe, consulta libros que Piero Sraffa le remite o le facilita;
alguien que rehace su propio entorno observando (leyendo) y anotando,
corrigiéndose.
Murió antes de ver editados sus apuntes, sus Quaderni
del carcere, que empezaron a publicarse a partir de 1948. Inéditos, en
efecto, por la circunstancia carcelaria, por el contexto político. Pero inéditos
también porque Gramsci nunca dejó de corregir sus prosas.
Lo interesante
de este pensador comunista no es necesariamente lo que de él nos dijo su
partido: las ideas de Gramsci como solución a una crisis histórica. Lo relevante
es el diagnóstico del prisionero: el diagnóstico de una gran crisis histórica en
la que el comunismo es un acontecimiento relevante, la manifestación clave de
una conmoción universal. Estamos a principios del siglo XX, las masas irrumpen,
son movilizadas, cobran protagonismo. El mundo cambia y se trastorna: por una
parte, la Revolución de Octubre despierta la esperanza y el miedo; por otra, el
capitalismo experimenta un avance mecánico y maquínico en un sociedad civil en
la que la democracia es aún un anhelo mal definido. La cultura refinada y
elitista del Ochocientos decae: el mundo de ayer concluye
dejando paso a una sociedad popular y multitudinaria en la que se mezclan la
tradición y la cultura de masas. Gramsci observa con gran perspicacia lo que
está sucediendo, esa mixtura de lo viejo y de lo nuevo.
El 27 de abril
de 1937 moría Antonio Gramsci. Esta antología de los Quaderni del
Carcere, de sus anotaciones de prisión, de sus apuntes y reflexiones que
ahora publica PUV es una novedad. Lo que Serna y Pons han elaborando es una
nueva traducción, diferente de las que respectivamente hicieran Jordi Solé Tura,
Manuel Sacristán o Ana María Palos. Es un texto que, además, tiene una extensa
introducción pensada, concebida para un lector del siglo XXI. Gramsci aún
aparece como un autor de referencia, que acuña conceptos nuevos o fórmulas
inéditas dentro de la tradición marxista a la que pertenece: hegemonía,
dirección intelectual y moral, clases subalternas, revolución
pasiva, consenso. Frente al determinismo o el economicismo, Gramsci
da un sesgo cultural a sus análisis: lo real es inexplicable sin la filosofía,
sin religión, sin el folclore, sin el folletín, sin el teatro, sin los
intelectuales. Él es un intelectual.
En un cierto sentido, todos somos
intelectuales. Si es por pensar y juzgar, todos somos filósofos, decía Antonio
Gramsci. Vemos y nombramos, damos sentido a las cosas y evaluamos. Ahora bien,
con frecuencia eso lo hacemos de carrerilla: con creencias o ideologías que se
nos imponen. ¿Qué es lo preferible? ¿Hablar de prestado, pasivamente?
No, responde Gramsci. Hay que pensar y juzgar con autonomía y con
crítica: cada persona debe interrogarse sobre lo que hay, sobre lo que ocurre y
sobre sí misma, participando activamente en la historia del mundo. Si no lo
hacemos nos impondrán opiniones e ideas ajenas: nos someteremos con docilidad.
Discurrimos y creamos, nos expresamos e intervenimos en la sociedad. Son
intelectuales quienes cumplen esa función y quienes se comprometen públicamente,
analizando y exponiendo sus resultados. En principio, no todas las personas
desempeñan dichas tareas.
En realidad, cada una puede hacerlo: si de lo
que se trata es de pensar y juzgar, la convocatoria es común. Hacen falta
voluntades y razones, gentes decididas a pensar por sí mismas, decididas a
intervenir y a comunicarse. Eso nos pone en un compromiso: es decir, nos
compromete.
Antonio Gramsci fue un filósofo italiano, un intelectual
antifascista. Pero fue también un hombre corriente. En la celda no dejó de
pensar y juzgar el mundo terrible que le tocó vivir: razonó, escribió y anotó
sin acobardarse. Sus cavilaciones siguen siendo actuales y nos ayudan a evaluar
nuestro propio mundo. ¿Quién piensa por nosotros? ¿Quién nos impone la visión y
la versión de las cosas? Gramsci vuelve en esta nueva edición para proclamar la
autonomía del pensamiento y el compromiso de la razón. Necesitamos observadores
críticos: necesitamos observar críticamente.
Reproducimos parte del
capítulo “Cultura popular”: en concreto, algunas de las anotaciones dedicadas a
la novela como género de masas. La sintaxis es abreviada y en ocasiones
sintética, particular. No fue concebida para ser publicada como tal. Son
anotaciones privadas que esbozaban un ensayo futuro sobre el tema, consultas a
realizar o a completar cuando recobrara la libertad. En total, los escritos
carcelarios de Gramsci sumaban treinta y tres cuadernos. Al final de cada
apartado se indica el número del Cuaderno al que pertenece y el título en que se
incluyó cuando se editaron temáticamente.
Cultura popular
Sobre la novela policíaca
La novela
policíaca nació en los márgenes de la literatura, de esa literatura que se
dedicaba a las llamadas “causas célebres”. Con ella está relacionada también el
tipo de novela que representa el Conde de Montecristo; ¿no se
trata también de “causas célebres” noveladas, coloreadas con la ideología
popular sobre la administración de justicia, especialmente cuando se mezcla con
la pasión política? El Rodin de El judío errante, ¿no pertenecería
al tipo de personaje que urde “intrigas perversas”?, ¿no sería un tipo de esos
que no se detiene ante ningún delito, ni siquiera el asesinato? Y, en cambio,
¿no es el príncipe Rodolfo el “amigo del pueblo”, que descubre y deshace
intrigas y delitos? El paso de este tipo de novela a la de aventuras viene
marcado por un proceso de esquematización de la intriga, depurada de todo
elemento de ideología democrática o pequeñoburguesa: ya no se trata de la lucha
entre el buen pueblo, simple y generoso, y las fuerzas oscuras de la tiranía
(jesuitas, policía secreta ligada a la razón de Estado o a la ambición de
algunos príncipes, etc.), sino que es la lucha entre la delincuencia
profesional o especializada y las fuerzas del orden legal, privadas o públicas,
sobre la base de la ley escrita. La serie de las “causas célebres”, en la famosa
colección francesa, ha tenido su equivalente en otros países: la colección
francesa se ha traducido al italiano, por lo menos en parte, es decir, aquellos
procesos de fama europea, como el de Fualdès, el asesinato del correo de Lyón,
etc.
La actividad “judicial” siempre ha interesado y sigue interesando:
pero los sentimientos que el público manifiesta hacia el aparato de justicia
(siempre desacreditado, de aquí el éxito del investigador privado o aficionado)
y hacia el delincuente ha cambiado, o por lo menos ha adquirido un matiz
distinto. A menudo al gran delincuente se le describe como si fuera una
figura superior al aparato judicial y, en algunos casos, como el
representante de la “verdadera” justicia: ello por influjo del romanticismo.
Los bandidos de Schiller, las narraciones de Hoffman, de Anne
Radcliffe, el Vautrin de Balzac.
El tipo encarnado por el Javert de
Los miserables es interesante desde el punto de vista de la
psicología popular: Javert no tiene razón desde la perspectiva de la “verdadera
justicia”, pero Hugo nos lo presenta de forma simpática, como un “hombre de
carácter”, ligado al deber “abstracto”, etc.; con Javert nació quizá aquella
tradición según la cual también un policía puede ser “respetable”. Es el caso de
Rocambole, de Ponson du Terrail. Por su parte, Gaboriau continúa la
rehabilitación del policía con el “señor Lecocq”, que dará paso a Sherlock
Holmes.
No es cierto que los ingleses representen en la novela
“judicial” la “defensa de la ley” y que los franceses representen la exaltación
del delincuente. Se trata de una distinción “cultural” relacionada con el hecho
de que esta literatura se difunde incluso entre algunos sectores cultos.
Hay que recordar que Sue, muy leído por los demócratas de la clase media,
concibió todo un sistema de represión de la delincuencia profesional.
En esta literatura policíaca siempre han existido dos corrientes: una
mecánica, de intriga; la otra, artística. Chesterton es hoy el mayor
representante del aspecto “artístico”, como en su tiempo lo fue Poe; Balzac se
ocupa, con Vautrin, del delincuente, pero no es, “técnicamente” hablando, un
escritor de novelas policíacas.
1) Ver el libro de Henri Jagot:
Vidocq (ed. Berger-Levrault, París, 1930). Vidocq marcó el camino al
Vautrin de Balzac y a Alejandro Dumas (también lo encontramos, en parte, en el
Jean Valjean de Hugo y especialmente en Rocambole). Vidocq fue condenado a ocho
años por falsificación de moneda, por una imprudencia suya; luego vendrían
las veinte evasiones, etc. En 1812 entró a formar parte de la policía de
Napoleón y durante quince años mandó una brigada de agentes creada expresamente
para su servicio: se hizo famoso por las detenciones sensacionales. Despedido
por Luis Felipe, fundó una agencia privada de detectives, pero con escaso
éxito: sólo podía operar en las filas de la policía estatal. Murió en 1857. Dejó
unas Memorias, pero no se deben sólo a su pluma y, además, contienen
muchas exageraciones y fanfarronadas.
2) Ver también el artículo de Aldo
Sorani, “Conan Doyle e la fortuna del romanzo poliziesco” en el
Pègaso de agosto de 1930: es notable por el análisis de este género
literario y de los diversos tipos que ha presentado hasta ahora. Al hablar
de Chesterton y de la serie de relatos del padre Brown, Sorani no tiene en
cuenta dos elementos culturales que me parecen esenciales: a) no se
refiere a la atmósfera caricaturesca, visible especialmente en el volumen
El candor del padre Brown y que constituye, precisamente, el
elemento artístico que eleva el nivel del texto policíaco de Chesterton, aunque
la escritura no siempre sea perfecta; b) no menciona el hecho de que los
relatos del padre Brown son “apologéticos”, en favor del catolicismo y del clero
romano, un clero formado para conocer todos los pliegues del alma humana gracias
al ejercicio de la confesión y de la función de guía espiritual y de
intermediario entre el hombre y la divinidad, que va contra el “cientifismo” y
la psicología positivista del protestante Conan Doyle. En su artículo,
Sorani refiere diversos intentos, sobre todo anglosajones y de gran
significación literaria, para perfeccionar técnicamente la novela
policíaca. El arquetipo es Sherlock Holmes, en sus dos características
fundamentales: la de científico y la de psicólogo; se intenta perfeccionar
uno u otro rasgo, o ambos a la vez. Valiéndose del padre Brown, Chesterton ha
insistido precisamente en el factor psicológico, en el juego de las
inducciones y de las deducciones, pero parece que ha exagerado esa tendencia con
el tipo de poeta-policía que representa Gabriel Gale.
Sorani describe el
éxito inaudito de la novela policíaca en todos los sectores de la sociedad y
trata de identificar su origen psicológico: sería una manifestación de
rebeldía contra el mecanicismo y la estandarización de la vida moderna, un modo
de evadirse de la rutina cotidiana. Pero esta explicación se puede aplicar a
todas las formas de literatura, popular o artística: desde el poema caballeresco
(¿es que Don Quijote no intenta evadirse, incluso prácticamente, de la
rutina y de la estandarización de la vida cotidiana en una aldea española?)
hasta la novela de folletín en sus diversos géneros. Así pues, ¿acaso hemos de
concluir que toda la literatura y toda la poesía no son más que un
estupefaciente contra la banalidad cotidiana? De todos modos, el artículo
de Sorani es indispensable para una investigación futura, más orgánica, sobre
este tipo de literatura popular.
El problema de por qué se ha difundido
tanto la literatura policíaca es un aspecto particular de un problema más
general: ¿por qué tiene tanto éxito la literatura no-artística? Sin duda,
por razones prácticas y culturales (políticas y morales): esta respuesta
general es la más precisa, dentro de ciertos límites. Pero, ¿no es cierto
también que la literatura artística se difunde por razones prácticas y
político-morales y sólo en parte por razones de gusto artístico, de
búsqueda y disfrute de la belleza? En realidad, se lee un libro por impulsos
prácticos (y se ha de investigar por qué algunos impulsos se generalizan
más que otros) y se relee por razones artísticas. La emoción estética casi
nunca se da en una primera lectura. Esto es todavía más cierto en el teatro, en
el que la emoción estética es un “porcentaje” mínimo del interés del
espectador, porque en la escena juegan otros elementos, muchos de los cuales no
son ni siquiera de orden intelectual sino de orden meramente fisiológico,
como el sex appeal, etc. En otros casos, la emoción estética en el teatro
no viene provocada por la obra literaria sino por la interpretación de los
actores y el trabajo del director. Sin embargo, en estos casos es preciso que el
texto literario del drama que sirve de base a la interpretación no sea “difícil”
ni psicológicamente rebuscado, sino “elemental y popular”, en el sentido de que
las pasiones representadas sean lo más profundamente “humanas”, trasladando
una experiencia inmediata (venganza, honor, amor materno, etc.); por
consiguiente, el análisis se complica también en estos casos. Los grandes
actores tradicionales eran aclamados en la Morte civile, en Las
dos huerfanitas, en Les Crochets du Père Martin, etc., más que
en obras con complicadas maquinaciones psicológicas: en el primer caso, el
aplauso se otorgaba sin reservas; en el segundo, era más frío, iba
destinado a distinguir entre el actor amado por el público y la obra
representada, etc.
En relación con el éxito de las novelas populares, se
puede encontrar una justificación semejante a la de Sorani en un artículo de
Filippo Burzio sobre Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas (publicado
en La Stampa del 22 de octubre de 1930 y reproducido en extracto por
Italia Letteraria del 9 de noviembre). Burzio considera que Los tres
mosqueteros constituye una felicísima personificación, como Don
Quijote y Orlando Furioso, del mito de la aventura, “es
decir, de algo esencial a la naturaleza humana, algo que en la vida moderna
tiende a desaparecer de forma grave y progresiva. Así el margen de aventura
se reduce y se recorta la selva disponible entre los muros sofocantes de la
propiedad privada. Ello se agudiza conforme la existencia se hace más racional y
organizada (¿o racionalizada?, diríamos mejor, por coerción, pues si es racional
para los grupos dominantes, ¿no lo es para los dominados?, y se relaciona con la
actividad económico-práctica a través de la cual se ejerce la coerción, aunque,
quizás indirectamente, incluso sobre los grupos “intelectuales”). Asimismo,
se agudiza cuanto más férrea sea la disciplina social y cuanto más preciso y
previsible sea el cometido asignado al individuo (pero no previsible por los
dirigentes, como lo demuestran las crisis y las catástrofes históricas). El
taylorismo es algo bueno y el hombre es un animal adaptable, pero quizá
haya límites a su mecanización. Si me preguntasen cuáles son las razones
profundas de la inquietud occidental contestaría sin vacilar: la decadencia de
la fe (¡!) y el decaimiento de la aventura”. “¿Vencerá el taylorismo o
vencerán los mosqueteros? Éste es otro asunto y la respuesta, que treinta años
atrás parecía evidente, habrá que dejarla ahora en suspenso. Si la actual
civilización no desaparece, quizá asistamos a una interesante mezcla de ambos”.
La cuestión es ésta: Burzio no tiene en cuenta que gran parte de la
humanidad siempre ha estado sometida a una actividad taylorizada y
férreamente disciplinada y que esta humanidad intenta evadirse mediante la
fantasía y el sueño de los estrechos límites de una organización que la
esclaviza. La mayor aventura, la mayor “utopía” creada colectivamente por la
humanidad, es la religión, ¿y no es ésta precisamente una forma de evadirse del
“mundo terrenal”? Además, ¿no es éste, de hecho, el sentido en que
Balzac habla de la lotería como el opio de la miseria, una frase repetida
luego por otros? Ahora bien, lo más notable es que junto a Don Quijote exista
Sancho Panza, alguien que no quiere “aventuras”, sino certidumbre vital, y que
la gran mayoría de los hombres vivan atormentados precisamente por la
obsesión de la “imprevisibilidad del mañana”, por la precariedad de la
propia vida cotidiana, es decir, por un exceso de “aventuras” probables. En el
mundo moderno, la cuestión adquiere tonos distintos a los del pasado, pues
la racionalización coercitiva de la existencia afecta cada vez más a las clases
medias e intelectuales, y en proporciones inusitadas. De todos modos, para éstas
tampoco se trata de una decadencia de la aventura, sino más bien del carácter
demasiado aventurado de la vida cotidiana, es decir, de la excesiva
precariedad de la existencia, unida a la idea de que contra esta precariedad no
cabe ninguna defensa individual. Es por esto por lo que se aspira a una
“hermosa” e interesante aventura, a una aventura basada en la iniciativa libre y
personal, frente a la aventura “fea” e indignante, impuesta por otros y no
deseada.
La justificación de Sorani y de Burzio sirve también para
explicar la “pasión” deportiva, es decir, explica muchas cosas y, por
consiguiente, no explica ninguna. El fenómeno es tan antiguo como la
religión, es poliédrico y no unilateral: tiene también un aspecto positivo,
es decir, el deseo de “educarse”, conociendo un modo de vida que se juzga
superior al propio, el deseo de elevar la personalidad proponiéndose modelos
ideales, el deseo de conocer más mundo y más hombres de los que podrían
conocerse bajo determinadas condiciones de vida, el esnobismo, etc.
(Cuaderno XXI; Literatura y vida nacional)
Derivaciones
culturales de la novela de folletín
Debe verse el número de
Cultura dedicado a Dostoievski en 1931. Vladímir Pozner sostiene
acertadamente en un artículo que las novelas de Dostoievski provienen,
culturalmente hablando, de las novelas de folletín tipo E. Sue, etc. Resulta
útil tener presente esta derivación para abordar el apartado sobre la literatura
popular, pues muestra que determinadas corrientes culturales (motivos e
intereses morales, sensibilidades, ideologías, etc.) pueden tener una doble
expresión: la meramente mecánica, de intriga sensacional (Sue, etc.), y la
“lírica” (Balzac, Dostoievski y, en parte, V. Hugo). Los contemporáneos no
siempre se dan cuenta del deterioro de una parte de estas manifestaciones
literarias. El ejemplo más claro es el de Sue, que era leído por todos los
grupos sociales, “conmoviendo” incluso a las personas de “cultura”, hasta
caer al nivel de “escritor leído sólo por el pueblo” (la “primara lectura”
provoca exclusivamente, o casi, sensaciones “culturales” o de contenido y
el “pueblo” es un lector de primera lectura, acrítico, conmovido por la
simpatía hacia esa ideología general de la que el libro es expresión a
menudo artificiosa y deliberada).
Para este tema, se ha de ver:
1) Mario Praz: La carne, la morte e il diavolo nella
letteratura romantica (Milán-Roma, ed. La Cultura, in 16º, págs. X-505, L.
40). (La reseña de L. F. Benedetto en el Leonardo de marzo de 1931
demuestra que Praz no distingue con exactitud los diversos grados de cultura;
de aquí algunas de las objeciones de Benedetto que, por otro lado, no parece
que capte el nexo histórico de la cuestión histórico-literaria); 2)
Servais Étienne: Le genre romanesque en France depuis l'apparition de la
“Nouvelle Héloïse” jusqu'aux approches de la Révolution (ed. Armand
Colín); 3) Alice Killen, Le Roman terrifiant ou “Roman noir” de
Walpole à Anne Radcliffe, et son influence sur la littérature française jusqu’en
1840 (ed. Champion) y Reginald Hartland (el mismo editor), Walter Scott
et le Roman “frénétique” (la afirmación de Pozner de que la novela de
Dostoievski es una “novela de aventuras” procede probablemente de un ensayo
de Jacques Rivière sobre la “novela de aventuras” (quizá publicado en la
N.R.F.), para quien significaría “una vasta representación de
acciones que son a la vez dramáticas y psicológicas”, tal como la
concibieron Balzac, Dostoievski, Dickens y George Elliot); 4) un ensayo de André
Moufflet: “Le style du roman feuilleton”, publicado en el
Mercure de France el 1 de febrero de 1931.
En el artículo
publicado en el Mercure de France el 1 de febrero de 1931
sobre la novela de folletín, Moufflet expone que ésta nace de esa necesidad de
ilusión con la que infinitas existencias mezquinas intentaban, y
quizá todavía intentan, romper la triste monotonía a que se ven condenadas.
Es una observación genérica, que se puede aplicar a todas las novelas y
no sólo a las de folletín. Se debe analizar qué ilusión
particular da al pueblo la novela de folletín y los cambios
experimentados por esta ilusión en los diversos períodos histórico-políticos:
tenemos el esnobismo, pero hay también un fondo de aspiraciones democráticas que
se reflejan en la novela de folletín clásica. Novela “tenebrista”, a la manera
de Radcliffe, novela de intriga, de aventuras, policíaca, negra, de los
bajos fondos, etc. Lo esnob se aprecia en la novela de folletín que describe la
vida de los nobles o de las clases altas en general, pero esta novela gusta
sobre todo a las mujeres y especialmente a las muchachas, cada una de las cuales
piensa, por otra parte, que la belleza puede hacerla entrar en las clases
superiores.
Para Moufflet, existen los “clásicos” de la novela de
folletín, pero entendida en un cierto sentido: parece que la clásica novela
de folletín es la “democrática”, con diversos matices, de V. Hugo a Sue, pasando
por Dumas. Habrá que leer el artículo de Moufflet, pero también
deberemos tener presente que examina la novela de folletín como “género
literario”, atendiendo a su estilo, etc., como expresión de una estética
popular, lo cual es falso. El pueblo prefiere el “contenido”, pero si los
grandes artistas son los que expresan el contenido popular, el pueblo los
prefiere. Recordar lo que he escrito sobre el amor del pueblo por Shakespeare,
por los clásicos griegos y, en época más reciente, por los grandes novelistas
rusos (Tolstói, Dostoievski). Lo mismo podemos decir de Verdi en la música.
En el artículo “Le mercantilisme littéraire”, de J. H.
Rosny Ainé, publicado en Nouvelles Littéraires del 4 de
octubre de 1930, se dice que V. Hugo escribió Los miserables
inspirado por Los misterios de París de Eugenio Sue y por el éxito
obtenido por dicha obra, éxito tan considerable que, cuarenta años después, el
editor Lacroix todavía estaba estupefacto. Rosny escribe: “Los folletines, tanto
en la intención del director del periódico como en la del folletinista, fueron
inspirados por el gusto del público y no por el gusto de los autores”. Esta
afirmación es también unilateral. De hecho, Rosny sólo hace una serie de
observaciones sobre la literatura “comercial” en general (por consiguiente,
también sobre la pornográfica) y sobre el aspecto comercial de la
literatura. Que el “comercio” y un determinado “gusto” del público
coincidan no es casual, pues los folletines publicados en torno a 1848 tenían
una orientación político-social tan marcada que todavía hoy son buscados
por un público que vive los mismos sentimientos que en 1848.
A propósito
de V. Hugo conviene recordar su familiaridad con Luis Felipe y, por tanto, su
posición monárquico-constitucional en el 48. Resulta de interés advertir que,
mientras escribía Los Miserables, también redactaba las notas de Cosas
vistas (públicadas póstumamente) y que ambos escritos no siempre dicen lo
mismo. Conviene insistir sobre estas cuestiones, porque Hugo suele ser
considerado habitualmente como un autor de una sola pieza, etc. (En la Revue
Deux Mondes del 28 o del 29, seguramente del 29, debe de haber un artículo
sobre este asunto). (Cuaderno XXI; Literatura y vida nacional)
Origen popular del “superhombre”
Cada vez que nos topamos
con un admirador de Nietzsche conviene preguntarse si sus concepciones del
“superhombre”, contra la moral convencional, etc., etc., son realmente de origen
nietzscheano, es decir, si son el producto de una elaboración mental situada en
la esfera de la “alta cultura” o si, por el contrario, tienen un origen
mucho más modesto y se relacionan, por ejemplo, con la literatura de folletín (y
el propio Nietzsche ¿no habrá sido influido por las novelas francesas de
folletín? Cabe recordar que esta literatura, hoy degradada al nivel de las
porterías y de los patios de vecindad, conoció una gran difusión entre los
intelectuales, por lo menos hasta 1870, como ocurre hoy con la llamada
novela “negra”). De todos modos, parece posible afirmar que buena parte de la
sedicente “superhumanidad” nietzscheana tiene como único origen y modelo
doctrinal no Zarathustra sino El Conde de Montecristo, de A. Dumas. El
tipo más acabado, que Dumas encarna en Montecristo, tiene numerosas
réplicas en otras novelas del mismo autor: se puede identificar, por
ejemplo, en el Athos de Los tres mosqueteros, en Joseph
Balsamo y seguramente en otros personajes.
Así, cuando alguien
se proclama admirador de Balzac debemos ponernos en guardia: también en Balzac
hay mucha influencia de la novela de folletín. Vautrin también es, a su modo, un
superhombre. El discurso que hace Rastignac en Papá Goriot tiene mucho
de... nietzscheano en el sentido vulgar de la expresión; lo mismo puede decirse
de Rastignac y de Rubempré (Vincenzo Morello se ha convertido en “Rastignac” a
través de esa filiación… vulgar y ha defendido a “Corrado Brando”).
La
fortuna de Nietzsche ha sido muy diversa: sus obras completas han sido editadas
por la casa Monanni y todos conocemos los orígenes culturales e ideológicos
de Monanni y su fiel clientela.
Vautrin y “el amigo de Vautrin” han
dejado una profunda huella en la literatura de Paolo Valera y en su Folla
(recordar al turinés “amigo de Vautrin” de la Folla). La ideología de los
“mosqueteros”, tomada de la novela de Dumas, ha obtenido un enorme respaldo
popular.
Es fácilmente comprensible que uno tenga cierto pudor a la hora
de justificar mentalmente las propias concepciones con las novelas de
Dumas y de Balzac: por eso se recurre a Nietzsche en busca de justificación y se
admira a Balzac como escritor y artista y no como creador de figuras novelescas
de folletín. Sin embargo, desde el punto de vista cultural, el vínculo existe.
El modelo del “superhombre” es Montecristo, liberado de aquel aire
particular de “fatalismo” que es propio del bajo romanticismo y que resulta
todavía más visible en Athos y en Balsamo. Montecristo es ciertamente
pintoresco si lo proyectamos en el plano político: la lucha contra los
“enemigos personales” de Montecristo, etc.
En este sentido, se
puede decir que algunos países han quedado más provincianos y atrasados que
otros; mientras que Sherlock Holmes es ya un anacronismo en muchos países
europeos, en algunos otros, en cambio, todavía están con Montecristo y con
Fenimore Cooper (cfr. “los salvajes”, “perilla de hierro”, etc.).
Cfr. el libro de Mario Praz: La carne, la morte e il
diavolo nella letteratura romantica (Edizione della Cultura). A la
investigación de Praz se debería añadir otra: el “superhombre” en la literatura
popular y su influencia en la vida real y en las costumbres (la pequeña
burguesía y los pequeños intelectuales están particularmente influidos por
estas imágenes novelescas, que son como su “opio”, su “paraíso artificial”, en
contraste con la mezquindad y la estrechez de su vida real inmediata). De
ahí el éxito de algunos eslóganes como esa de que es mejor vivir un día
como lobo que cientos de años como oveja, éxito especialmente grande entre los
que son propia e irremediablemente ovejas. Cuántas de estas “ovejas” exclaman
¡”Ay, si yo tuviese el poder, aunque fuese sólo por un día”!; ser un
“justiciero” implacable es la aspiración de quien está influido por Montecristo.
Adolfo Omodeo ha observado que existe una especie de “mano muerta”
cultural, constituida por la literatura religiosa, de la cual nadie parece
querer ocuparse, como si no tuviese importancia ni función propia en la vida
nacional y popular. Aparte de la expresión “mano muerta” y de la
satisfacción del clero por el hecho de que nadie someta su particular literatura
a un examen crítico, hay otro sector de la vida cultural y popular del que nadie
se ocupa ni preocupa críticamente, y éste es el de la literatura de folletín
propiamente dicha, pero también en un sentido más amplio (en ese sentido se
incluirían Victor Hugo y también Balzac).
En Montecristo hay dos
capítulos donde explícitamente se aborda el “superhombre” de folletín: el
capítulo titulado “Ideología”, cuando Montecristo se encuentra con el procurador
Villefort, y el que describe la comida en casa del vizconde de Morcerf, en el
primer viaje de Montecristo a París. Deberá verse si en otras novelas de Dumas
existen fragmentos “ideológicos” de este género. En Los tres moqueteros,
Athos es el tipo genérico del hombre fatal, propio del bajo
romanticismo: en esta novela, los estados de ánimo individualistas y vulgares
son estimulados por la actividad aventurera y extralegal de los mosqueteros como
tales. En Joseph Balsamo, la potencia del individuo va ligada a
las fuerzas oscuras de la magia y al apoyo de la masonería europea: por tanto,
el ejemplo es menos sugestivo para el lector vulgar. En la obra de Balzac, los
personajes tienen mayor concreción artística, pero forman parte de la atmósfera
del romanticismo vulgar. Es cierto que Rastignac y Vautrin no se deben confundir
con los personajes de Dumas y, precisamente por eso, su influencia es más
“confesable”, no sólo por parte de hombres como Paolo Valera y sus colaboradores
de La Folla sino también por parte de intelectuales mediocres como
V. Morello, que se consideran (o son considerados por mucha gente) como
pertenecientes a la “alta cultura”.
Se ha de situar a Balzac cerca de un
escritor como Stendhal, con la figura de Julien Sorel y otras de su repertorio
novelesco.
Para el “superhombre” de Nietzsche, se han de ver, además de la influencia
romántica francesa (y, en general, el culto a Napoleón), las tendencias racistas
que culminaron con Gobineau, Chamberlain y el pangermanismo (Treitschke, la
teoría de la potencia, etc.).
Pero acaso el “superhombre” popular de
Dumas sea una reacción “democrática” contra la concepción del origen feudal
del racismo, una reacción que debe unirse a la exaltación del “galicismo”
en las novelas de Eugenio Sue.
Como reacción a esta tendencia de la
novela popular francesa, cabe recordar a Dostoievski: Raskólnikov es
Montecristo, “criticado” por un paneslavista cristiano. Para estudiar la
influencia ejercida por la novela francesa de folletín sobre Dostoievski,
véase el número monográfico que le dedica la revista
Cultura.
En el
carácter popular del “superhombre” se contienen muchos elementos teatrales,
exteriores, más propios de la
primadonna que del superhombre; mucho
formalismo “subjetivo y objetivo”, ambiciones infantiles de ser “el
primero de la clase” pero, sobre todo, de ser considerado y proclamado
como tal.
Sobre las relaciones entre el bajo romanticismo y algunos
aspectos de la vida moderna (atmósfera de
El Conde de Montecristo) ha de
leerse un artículo de Louis Gillet en la
Revue des Deux Mondes del 15 de
diciembre de 1932.
Este tipo de “superhombre” encuentra su expresión en
el teatro (sobre todo el francés, que en tantos aspectos continúa la literatura
de folletín del 48): debe verse el repertorio “clásico” de Ruggero Ruggeri, como
//
Marchese di Priola, L'artiglio, etc., y muchas obras de Henri
Bernstein. (Cuaderno XXI;
Literatura y vida nacional).
Los
“héroes” de la literatura popular Una de las actitudes más
características del gran público hacia su literatura es la siguiente: no importa
el nombre ni la personalidad del autor, sólo el protagonista. Los héroes de la
literatura popular, cuando entran en la esfera de la vida intelectual
popular, se alejan de su origen “literario” y adquieren el valor del personaje
histórico. Toda su vida interesa, desde el nacimiento hasta la muerte, y esto
explica el éxito de las “continuaciones”, por artificiales que sean: es decir,
puede ocurrir que el primer creador de ese tipo humano haga morir en
su trabajo al héroe y que el “continuador” lo resucite, con gran satisfacción
del público que vuelve a apasionarse, renovando la imagen, prolongándola con el
nuevo material que se le presenta. No debe entenderse por “personaje
histórico” algo literal, aunque pueda ocurrir que los lectores populares no
sepan distinguir entre el mundo efectivo de la historia pasada y el mundo
fantástico y, por ello, discutan sobre los personajes novelescos como lo harían
si hablaran de aquellos que realmente han existido, pero en sentido
figurado, para comprender que el mundo fantástico adquiere en la vida
intelectual popular una particular y fabulosa concreción. Así, por ejemplo,
hay novelas distintas que se contaminan entre sí, porque los personajes se
asemejan: el narrador popular une en un solo héroe las aventuras de los diversos
héroes y está persuadido de que debe hacerse de este modo para ser
“inteligente”. (Cuaderno XXI;
Literatura y vida nacional).
Biografías noveladas Si es cierto que la biografía
novelada continúa, en cierto sentido, la novela histórica popular del tipo de A.
Dumas padre, se puede decir que, desde este punto de vista y en este particular
sector, en Italia se está “llenando un vacío”. Debe verse lo que publican la
casa editorial “Corbaccio” y algunas otras, especialmente los libros de
Mazzucchelli. Sin embargo, cabe señalar que la biografía novelada, aunque tenga
un público popular, no es popular en el sentido completo, como ocurre con la
novela de folletín: se dirige a un público que tiene o cree tener pretensiones
de cultura superior, a la pequeña burguesía rural y urbana que cree haberse
convertido en “clase dirigente”, en árbitro del Estado. El tipo moderno de
novela popular es la policíaca, la negra, y en este sector estamos en
mantillas. También lo estamos en la novela de aventuras, entendida en sentido
amplio, ya sea del tipo Stevenson, Conrad, London o ya sea del tipo francés
actual (Mac-Orlan, Malraux, etc). (Cuaderno XXI;
Literatura y vida
nacional).
Nota de la Redacción: agradecemos a la
editorial PUV y a los
editores y traductores del libro,
Justo Serna y
Anaclet
Pons, el permiso para publicar estos extractos de la obra
de Antonio Gramsci,
¿Qué
es la cultura popular? (PUV, Valencia, 2011) en
Ojos de
Papel.