El libro de Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals nos cuenta una
historia fascinante, de juegos de poder y luchas personales, en una obra de
dimensión épica, que se sitúa entre un manual de historia y un ensayo crítico. A
pesar de que el texto pueda ser inscrito en el abundante y actual filón de
libros sobre China, posee el gran mérito de aportar algo novedoso sobre un tema
relativamente oscuro, muchas veces tratado de forma superficial o condicionado
por los estereotipos negativos. El resultado es un óptimo ensayo histórico, un
apreciable testimonio, repletos de detalles interesantes, profundo y bien
documentado (aunque a veces el lector se pueda perder entre la numerosa cantidad
de nombres presentes).
Pese a la gran fascinación por el evento,
fundamental para comprender la vida del Gran Timonel, pocos saben qué fue
realmente la revolución cultural china, moviéndose entre visiones entusiastas
del fenómeno (“esperanza para los pueblos del Tercer Mundo”, vía maestra de
redención según varios intelectuales del Occidente) y ásperas críticas por su
violencia y delirio. ¿Qué fue realmente la Revolución Cultural? El libro se
propone contestar esta pregunta relatando las fases previas, los elementos
desencadenantes de la ola de violencia y el contexto en que se desarrollaron las
ideas políticas e “imaginativas” de Mao Tse Tung. A la hora de iniciar la
revolución, probablemente Mao no se esperaba tanto fervor, ni tanto desorden,
resultado de un creciente descontento social: jóvenes y estudiantes estaban
insatisfechos por la falta de perspectiva, la crisis provocada por el “Gran
Salto Adelante” y las escasas posibilidades de movilidad social. A inicios de la
revolución cultural, finalmente comenzó a florecer la liberación popular y los
chinos se tomaron muy en serio el mensaje maoísta de atreverse a pensar, hablar
y actuar. Sin embargo, la impresión es que las cosas se le escaparon de las
manos a Mao, quien, pese a ser él mismo quien la había lanzado, trató de
controlarla sólo en su peor momento.
En 1956 Mao se había preocupado por
si él, como había ocurrido con Stalin, podía ser denunciado tras su muerte; en
1964, tenía suficientes motivos para preguntarse si él, como había ocurrido con
Kruschev iba a ser defenestrado antes de su
muerte
A lo largo del texto, los dos autores
explican las razones que guiaron a Mao Tse Tung en tan desastrosa empresa, es
decir, su diseño maquiavélico de perpetuarse en el poder costase lo que costase
(en termino de vidas, de sacrificios), sin ningún escrúpulo. En 1956 Mao se
había preocupado por si él, como había ocurrido con Stalin, podía ser denunciado
tras su muerte; en 1964, tenía suficientes motivos para preguntarse si él, como
había ocurrido con Kruschev, iba a ser defenestrado
antes de su muerte.
Así que, como revelan MacFarquhar y Schoenhals, Mao y sus principales aliados,
“la banda de los cuatro”, temían que China pudiese seguir el “ejemplo negativo”
de la Rusia post Stalin, de Kruschev y de la que se iba a construir después
(“Khruschevismo sin Khruschev” como escribió el
Diario del Pueblo), que
iba desviándose en un modelo soviético de capitalismo de Estado (el
“social-imperialismo”) nefasto y peligroso. Pero al mismo tiempo, Mao temía el
triunfo de un revisionismo interno, en una sociedad cada vez más dividida y
dubitativa sobre los efectivos progresos del país. La posible aniquilación del
comunismo se convirtió en la justificación de la revolución cultural.
Por eso, a partir de mayo 1966 (inicio de la revolución), la lealtad a
su
persona más que a sus políticas, se convirtió en la piedra de toque
del sistema. La estrategia de Mao para afianzar su dominio personal queda de
manifiesto: aniquilar a sus propios camaradas, manejar hábilmente a unos contra
otros y dejar que el terror y la anarquía se apoderasen del estado. Cuando el
Gran Timonel vio su poder y su posición personal amenazada por el ascenso
político de nuevas figuras, temió verse relegado a un plano secundario, a un
papel “simbólico-decorativo” y, entonces, pensó que la mejor defensa sería el
ataque. Iniciada en Shanghái (con la misión secreta de su esposa, Jiang Qing,
para silenciar a un posible conspirador), la revolución cultural se extendió a
Pekín, a otras zonas urbanas y, rápidamente, a toda China, mientras su eco
traspasaba las fronteras nacionales y fascinaba a la descontenta juventud
occidental. La actuación práctica de la Revolución evidenció que el líder chino
contaba con una astucia muy calculadora, una eficiente maquinaria
propagandística y un especial talento para generar consensos (y admiraciones)
entorno a su actividad política. La aparición del
Libro Rojo (de las
citas de Mao), que se puede considerar como su obra maestra, representó el arma
ideológica, mientras los guardias rojos (casi trece millones de jóvenes
revolucionarios vestidos de la misma manera y enarbolando el
Libro Rojo)
y el uso masivo del terror fueron el brazo de esta Revolución. Una “gran
Revolución cultural proletaria” maquillada, que, en apariencia se ponía como
objetivo “profundizar las metas revolucionarias del Partido comunista chino”, y
que, sin embargo, en la práctica no era más que una capa de barniz extendida
sobre el viejo régimen, un telón necesario para velar una más que “vulgar” lucha
por el poder. La revolución fue una tragedia para quienes sufrieron sus
consecuencias y para aquellos que la desencadenaron, ya que no creó un nuevo
orden sino sólo desorden, caos y una polarización social que degeneró en
violencia y terror.
El caos, la muerte y el
estancamiento de la revolución cultural abrieron el camino a las reformas,
favorecieron el deseo de modernización al estilo occidental, intentando un
compromiso entre la tradición, la preservación de las antiguas tradiciones, y
los cambios necesarios
La revolución cultural
fue el intento declarado de Mao de vacunar a su pueblo contra la enfermedad
soviética (se cuenta que Mao se había cansado de imitar a los extranjeros y,
desde el “Gran Salto Adelante”, buscaba cómo encontrar un camino distintivamente
chino). Pero, para los autores, aún más importante fue su último esfuerzo en
definir y perpetuar en el mundo moderno una esencia china distintiva. Fue
realmente el último coletazo del conservadurismo chino. El caos, la muerte y el
estancamiento de la revolución cultural abrieron el camino a las reformas,
favorecieron el deseo de modernización al estilo occidental, intentando un
compromiso entre la tradición, la preservación de las antiguas tradiciones, y
los cambios necesarios (incentivos capitalistas, aceptación de la propiedad
privada por la constitución): por eso, la revolución cultural se convirtió
también en el momento clave de la economía y la política de la historia china
moderna. A partir de este fracaso, China desea situarse en el camino de la
riqueza, de la modernización, de la reforma y de la apertura al exterior,
arrinconando para siempre el caos de aquellos años.
El libro pone de
manifiesto cómo Mao encarna al mismo tiempo al artífice de la gran pesadilla que
tuvieron que vivir los chinos en aquellos años y la sucesiva gran transformación
sociopolítica. Pese a que millones de chinos siguen viviendo en condiciones de
extrema pobreza, hoy en día China se presenta como una
gran potencia
económica y un imprescindible interlocutor diplomático y actor
geopolítico. Sin embargo, es evidente que los contrastes y las
contradicciones, profundizados a lo largo de la revolución cultural, siguen
vigentes: del aumento de su prosperidad económica siguen beneficiándose pocos,
mientras el partido comunista, firme al mando del país y con el control del
poder, condiciona la
forma mentis del pueblo y muestra constantemente su
dificultad para gobernar una vasta, inquieta y cada vez más sofisticada
población.
Concluyendo, a lo largo del libro se percibe la idea de que
la revolución cultural representó realmente uno de los momentos claves de la
historia de la República Popular China. Una conclusión muy común reza: sin la
revolución cultural, no habrían existido las reformas económicas, llegando a
considerar las numerosas vidas sacrificadas como
conditio sine qua non
para hacer de China una gran potencia económica. De hecho, el resultado de este
fracaso fue la creación de un nuevo orden, que, hoy en día, está definido por
sus progenitores como “socialismo de características chinas” y por los
observadores occidentales como “leninismo de mercado” u otro neologismo. Así
pues, una de las observaciones favoritas de Mao, “de las cosa malas pueden salir
cosas buenas”, podría aplicarse a la revolución cultural: una época terrible,
pero de la que ha emergido una China más sana, próspera y, auguramos para el
futuro, democrática.