Y, sin embargo, hay un error en plantear así las cosas, de manera tan taxativa. La lectura es una actividad que produce placeres diversos y no necesariamente antitéticos. Uno de los goces que nos reporta leer es el del descubrimiento puro: el abordaje de un territorio ignoto, aventura que nos revela lo que no sabíamos. Otro puede ser el de adentrarnos en un dominio conocido: al observarlo desde un ángulo nuevo apreciamos algo que no sabíamos que sabíamos. La literatura de Tomeo explora esta segunda posibilidad y la experiencia propia permite afirmar que sí, que procura goce cada vez que leemos (en realidad, releemos) esos esquemas bien conocidos aplicados sobre personajes distintos en situaciones diferentes.
¿Cuál es la clave que Tomeo reitera? Desde hace varias décadas, nuestro novelista ejerce de entomólogo, de naturalista. Ajusta la lente de su microscopio y agiganta a sus personajes hasta hacer de ellos individuos entrañables y repulsivos. Honoré de Balzac esperaba hacer la taxonomía de los tipos sociales de Francia: el burgués, el aristócrata, el obrero, el mendigo, etcétera. Tomeo, que ya no puede profesar el realismo decimonónico, tampoco se inclina por los vanguardismos formales: simplemente observa a sus contemporáneos, como hacía Balzac, pero para sacarles una radiografía deforme. O, si se quiere, los examina con tanta atención que sus personajes corrientes, perfectamente invisibles e intercambiables en el panorama de nuestros días, acaban teniendo algo de irrepetibles e inquietantes, con arrugas, con ojos asimétricos, con seis dedos por mano. Extrae de ellos no lo que les es común o arquetípico, sino lo que les convierte en monstruos. Todos tenemos deformaciones, asimetrías, que ignoramos, pequeñas inclinaciones que observadas de cerca cobran un aspecto monstruoso. Pues bien, dos son las fórmulas narrativas que Tomeo emplea para sacar al tipo avenado y deforme que cada uno de nosotros puede ser. Una es la del relato con un solo personaje, al que vemos ajeno, ordinario y distante; la otra es la de la narración que transcribe o muestra un diálogo entre dos interlocutores que parecen sensatos. De la veintena de novelas que he leído detallaré lo que digo con dos ejemplos: Napoleón VII y Amado monstruo.
Las novelas de Tomeo suelen ser eso: historias cómicas de soledades o de delirios que ignorábamos cuando empezamos su lectura; relatos absurdos de alucinaciones crecientes provocadas por el alcohol, por los miedos o por el simple aturdimiento; narraciones de inspiración kafkiana en las que no hay demasiadas precisiones contextuales, narraciones que sólo se sostienen por la psicología atormentada y patética de sus personajes o por el diálogo avenado que emprenden
En el primer caso nos hallamos ante la historia de un delirio, de un delirio mil veces repetido, muy común: el creerse Napoleón. En dicha novela convergen Cervantes y Kafka, lo castizo y lo universal. Hilario, alguien que ha llevado una vida monótona, gris --de oficinista contable--, se jubila, lee biografías de Napoleón y comienza un juego solitario en su edad tardía: está solo, vive solo y únicamente dialoga con la televisión y con Miguel, un vecino homosexual que le vendió su disfraz del Emperador y que, confundido, aspira a convertirse en su Josefina. Tomarse las apariencias en serio, los disfraces como provocación y el monólogo televisivo como diálogo llevan a Hilario a matar a Miguel (la falsa Josefina). Con unas circunstancias tan delirantes, lo que aprendemos es a analizar los tratos que hay entre razón y locura, las condiciones de la incomunicación y de la soledad; pero aprendemos también a reflexionar sobre la novela misma, sobre la dificultad de inventar y variar con temas mil veces empleados.
En el segundo caso, en el de Amado monstruo, el esquema es el del diálogo. Dos personajes conversan, Krugger, el Director de Personal de un Banco, y Juan D., un aspirante a Guardia de la entidad. La entrevista es inquisitiva, ciertamente, y debe ahondar en aspectos íntimos del entrevistado para así poder juzgar mejor la idoneidad para el puesto. Narrado en primera persona por el aspirante, pronto descubrimos que el interrogatorio se centra en la madre deJuan D.: una posesiva madre que ha tratado de impedir la solicitud de ese trabajo, que ha intentado hacerle desistir por temor a perder al hijo. Poco a poco vamos advirtiendo la parte monstruosa de Juan D. y de Krugger: el primero es un hombre excesivamente leído, un individuo a quien le gusta la música, un aspirante a guardia que no ha disparado jamás y alguien, en fin, que tiene seis dedos en cada mano; el segundo es, por su parte, un tipo duro al que le gusta la poesía, creación a la que se dedica en los fines de semana, un solterón que mató a su madre (ése es su gran secreto) sembrando de garbanzos la escalera. Concluida la lectura, nos preguntamos, claro, quién es el monstruo.
Las novelas de Tomeo suelen ser eso: historias cómicas de soledades o de delirios que ignorábamos cuando empezamos su lectura; relatos absurdos de alucinaciones crecientes provocadas por el alcohol, por los miedos o por el simple aturdimiento; narraciones de inspiración kafkiana en las que no hay demasiadas precisiones contextuales, narraciones que sólo se sostienen por la psicología atormentada y patética de sus personajes –gentes de ojos asimétricos o de manos con seis dedos-- o por el diálogo avenado que emprenden. Es más: estos diálogos son en realidad conversaciones imposibles, dado que no es fácil entenderse, parece decirnos el autor. Por tanto, más que palabras esas interlocuciones expresan incomunicación, dificultades de comprensión, mentiras y humillaciones, bromas y especulaciones.
En las novelas de Javier Tomeo, los animales suelen desempeñar papeles estelares o parlanchines, al modo de las viejas fábulas. Pero, en dicho autor, lo más significativo no es esto, sino otra cosa: idear mundos con esos individuos que se sienten extraños o alucinados, como animales (como fieras), o a quienes el lector acaba viendo como monstruos (como bestias)
La noche del lobo responde canónicamente a esos esquemas y aquí el monstruo es un hombre-lobo. ¿Un hombre-lobo? No, no es un personaje extemporáneo o anacrónico: la figura del licántropo no es sólo un personaje antiguo, propio de culturas arcaicas aquejadas de atavismos. Es también un carácter de nuestros días: gentes que mudan de piel y que se dejan dominar por sus instintos, por el influjo dañino de la Luna. O eso creen o con eso se justifican. En las novelas de Javier Tomeo, los animales suelen desempeñar papeles estelares o parlanchines, al modo de las viejas fábulas. Pero, en dicho autor, lo más significativo no es esto, sino otra cosa: idear mundos con esos individuos que se sienten extraños o alucinados, como animales (como fieras), o a quienes el lector acaba viendo como monstruos (como bestias).
El lobo es una figura muy interesante de la cultura occidental: tan interesante como para que la rodee un ambiente de mito y de leyenda. A él se le han dedicado cuentos y de él se ha destacado su rapiña: su temible ferocidad. Destruye haciendas, devora rebaños enteros y con Caperucita…, pues con Caperucita quiere tener trato carnal. El lobo feroz se embosca, se oculta, vive en la oscuridad y acecha para nuestro horror y para nuestra perdición. Pero no es del lobo exactamente de quien quiero hablar, sino de un pariente cercano: del licántropo.
Qué tristeza la suya. La del licántropo, me refiero. Por un lado, los hombres-lobo nos producen instintiva repulsión. Nos provocan rechazo porque son el fruto insólito de una dentellada o de una cópula bestial, porque son híbridos antinaturales, compuestos informes; pero sobre todo porque su apariencia extraña, inaudita, parece revelar la perversidad de su alma menoscabada, sin interlocutor. ¿A qué se debe su ferocidad lunática, esa ferocidad que, por ser hombre, es maldad? El licántropo es un humano monstruoso, desamparado, sin identidad definida ni estable, un humano que experimenta una metamorfosis con la Luna llena, un ser que da aullidos de soledad y que mata provocando dolor gratuito. Es la suya una doble naturaleza, mitad hombre, mitad bestia, y eso, esa aleación incongruente, nos repugna, pues atenta contra el buen sentido y el orden natural, contra la sensatez y la estabilidad previsible de las cosas. El género de terror hizo suyo este miedo ancestral al híbrido, al monstruo, a la metamorfosis, porque ese cambio de naturaleza explicaría los instintos más dañinos, la propensión a infligir mal que anida en nuestra alma. Pulsión de muerte, la llamó Freud.
Pero ya no estamos a comienzos del XX, sino en los inicios del XXI, y la recreación del hombre-lobo ha de contar con el siglo transcurrido. Ya no vivimos en la época posvictoriana, sino en un tiempo más descreído en el que nadie ha salido indemne de las atrocidades vividas en la pasada centuria. Por eso, el licántropo que protagoniza La noche del lobo, de Javier Tomeo, es enternecedor
Pero, al margen del dolor, la simple visión del híbrido produce espanto, precisamente porque nos enfrenta a una personalidad maleable, cambiante, de índole confusa: a un ser indefinible. Hay en él una disolución del yo y una confusión entre partes incompatibles. Los relatos clásicos que recrean la figura del hombre-lobo atribuyen esa condición a grupos muy diversos. A los húngaros-transilvanos, por ejemplo. Pero también a los normandos, a los pieles rojas, a los galeses, a los cárpatos. Etcétera. Es decir, a toda etnia que despierte algún tipo de sospecha, a todo grupo al que se adjudiquen características insólitas. Aunque es un personaje muy varonil –al fin y al cabo, a su repulsivo hermano, el lobo feroz , le gustan las niñas–, hay relatos en que adopta el perfil de una mujer maligna: en esos casos, claramente emparentada con la zorra de los cuentos.
De todas las narraciones de hombres-lobo que recuerdo haber leído, una de las mejores es El Campamento del lobo, de Algernon Blackwood, extraído de la serie de John Silence. Es un relato evidentemente alegórico, como suelen ser los mejores del género y su moraleja es muy edificante. En cada uno de nosotros hay un cuerpo fluido (o un Doble) en el que tienen asiento nuestras pasiones, nuestros deseos. Mientras está sofrenado y unido al cuerpo físico no hay peligro. Pero si se relajan los lazos de la civilización, del control y de la contención, ese cuerpo fluido puede proyectarse fuera. ¿Qué ha de ocurrir para que tal eventualidad se cumpla? Un deseo fuerte, irreprimible, que quede sin satisfacer. Si por nuestras venas corre, además, sangre salvaje (de un piel roja, por ejemplo), la explosión libidinal es segura y nos convertiremos en una fiera, en un hombre-lobo, por ejemplo. Etcétera, etcétera. Admitirán que la historia del británico Algernon Blackwood tiene evidentes resonancias freudianas, ecos que yo no fuerzo, sino que están en un tiempo, 1908, en que el psicoanálisis comenzaba a ser ya la “peste” que se extendía (en palabras de su creador).
Pero ya no estamos a comienzos del XX, sino en los inicios del XXI, y la recreación del hombre-lobo ha de contar con el siglo transcurrido. Ya no vivimos en la época posvictoriana, sino en un tiempo más descreído en el que nadie ha salido indemne de las atrocidades vividas en la pasada centuria. Por eso, el licántropo que protagoniza La noche del lobo, de Javier Tomeo, es enternecedor. Se esfuerza por ser el hombre-lobo y admite el influjo que la Luna ejerce sobre él. Pero es un tipo que sólo inspira compasión: una torcedura del tobillo le deja tirado en una carretera del extrarradio, donde coincidirá con otro accidentado. Ambos padecen soledad y miedo, pero a la vez son tremendamente parlanchines (como suelen serlo los monstruos de Tomeo), creyendo que con el bla-bla-bla podrán reparar su daño o rellenar su propio vacío risible y conmovedor. Más aún, ¿desde cuándo un licántropo puede llamarse Macario? ¿A quién puede asustar? Si, además, ese hombre-lobo está desdentado, ¿a quién morderá?
El género literario y el género… masculino ya no dan para más. Leyendo la novela de Tomeo me acordaba por supuesto de la tradición del licántropo, pero no de las grandes fieras que la pueblan, sino de otras bestias, aquellas de maquillaje menesteroso que encarnara Jacinto Molina, alias Paul Naschy. ¿Recuerdan sus películas españolas, las de los años setenta? La verdad es que, antes de leer a algunos clásicos góticos, yo me inicié con aquellos films pobretones de licántropos. No sé si daban miedo o nos provocaban una inmensa piedad. Con el Macario de Tomeo me pasa lo mismo. Pero lean, lean: ¿no les pica la curiosidad? Déjense morder y ya me dirán.