Lo que no debe olvidárseme decir a partir de ahora a mi alumnos es que dicha definición, aplicable con provecho para casi cualquier tipo de documento, es por completo inútil si hablamos de literatura, sobre todo de literatura de verdadera altura, pues la unidad documental se muestra inservible a la hora de “atrapar”, digamos el “espíritu”, de aquello que hace de una obra escrita auténtico arte literario.
La novela No es país para viejos, del escritor norteamericano Cormac McCarthy, puede servirnos como evidencia perfecta de lo que quiero decir. A continuación voy a reproducir al pie de la letra el supuesto contenido del libro, su trama, su asunto, según publicita la propia contracubierta del libro. ¿De qué va No es país para viejos? Leamos la contracubierta, leamos esta especie de imperfecta unidad documental extraída del documento que nos ha dejado en las manos McCarthy:
“El cazador y veterano de Vietnam Llewelyn Moss descubre casualmente la sangrienta escena de una carnicería entre narcos en algún lugar de la frontera entre Texas y México. Entre los cuerpos y los paquetes de heroína, descubre también algo más de dos millones de dólares. A partir de este momento comienza la violenta carrera de Moss por escapar de los que quieren darle caza: Wells, ex agente de las Fuerzas Especiales contratado por un poderoso cartel; Antón Chigurh, una implacable máquina de matar, para quien recuperar el dinero de sus jefes es apenas la excusa para descargar una y otra vez su arma y poner en práctica su máxima: no dejar nunca testigos, y un sheriff veterano de la segunda guerra mundial que añora los viejos buenos tiempos y esconde un doloroso secreto que lo mantiene vivo”.
Quizá logre explicarme mejor si hago una comparación cinematográfica. La novela de McCarthy es un western en toda regla, y mueve en su desarrollo muchos de los elementos típicos del género (...) McCarthy, como los grandes maestros del género (Ford, Hawks, Mann...), no se limita a iniciar, desarrollar y terminar una historia, sino que logra insuflar en cada página (en cada plano) una poesía épica viril y contundente que golpea con fuerza inusitada el corazón y la inteligencia del lector
En efecto, esta es la trama de la historia escrita por McCarthy, este es su asunto, el guión, por así decirlo, de la película idea por el escritor, nunca mejor dicho, pues las novelas de McCarthy parecen ideas para filmarse, encierran una innegable capacidad de ser transcritas a imágenes en movimiento. Pero lo que quiero señalar aquí y ahora es que la “literatura” de muchísimos quilates salida de la pluma de McCarthy no reside ni mucho menos en el interés de la historia, sino en su desarrollo y en la enorme potencia lírica y épica con la que el autor sabe hilvanar los entresijos del argumento y, sobre todo, con la que sabe dotar de aliento y latido a los personajes y sus vicisitudes, materializados en símbolos y sustancia de honda proyección espiritual.
La “unidad documental” extraída del argumento de No es país para viejos parece resumirnos una mediocre novela de género al uso, parece corresponder al contenido de una barata novelucha de kiosco, y bien podría ser el contenido de una película de acción llena de tiros, persecuciones y escenas de acción espectaculares cargadas de efectos especiales, explosiones y asesinatos a destajo. Pero la lectura de la novela, no transportándonos a un escenario radicalmente distinto al descrito en un plano llamémosle superficial o inmediato, nos sitúa sin embargo en otro de rango infinitamente superior por su sutileza intelectual y su lírico latido.
Es sencillo, estamos ante un autor capaz de crear un mundo propio, ante un autor con la potencia narrativa de un Hemingway, un Melville o un Faulkner. Estamos ante un escritor ciclópeo ajeno a lo fuegos de artificio, ante un escultor de la piedra que cincela a golpe seco de martillo poderoso
Quizá logre explicarme mejor si hago una comparación cinematográfica. La novela de McCarthy es un western en toda regla, y mueve en su desarrollo muchos de los elementos típicos del género, desde los paisajes, hasta el leit motiv de la venganza, pasando por la circunstancia tan pegada al western tradicional como la persecución implacable. Pero como western, un autor sin talento podría haber incidido sólo en el desarrollo paulatino y previsible del espacio argumental (resumido más arriba), dando lugar a un western de clase b de los muchos que se rodaron y escribieron, por ejemplo, en la década de los 1950. Sin embargo, el talento excepcional de McCarthy ha logrado crear un western que trasciende las anécdotas argumentales para ofrecer una personal y compleja visión del mundo en la que hay lugar para el análisis político y social, para la poesía de un mundo de frontera, para la reflexión sobre la violencia, sobre la convivencia de mundos y educaciones sentimentales muy diversas y a veces enfrentadas, etc... McCarthy, como los grandes maestros del género (Ford, Hawks, Mann...), no se limita a iniciar, desarrollar y terminar una historia, sino que logra insuflar en cada página (en cada plano) una poesía épica viril y contundente que golpea con fuerza inusitada el corazón y la inteligencia del lector.
Pero la contemporaneidad de McCarthy hace que sus puestas en escena, sus personajes, su mundo exterior e interior emane una violencia en las acciones y los espíritus que no pudieron recrear los viejos maestros cinematográficos del western, y que le emparenta, le hermana con el autor de western con el que, en mi opinión, más cosas le unen: Sam Peckinpack. En este sentido, No es país para viejos está en la misma onda violenta, lírica y épica de una película como Grupo salvaje, título en el que la recreación y subrayado de una violencia inusitada envuelve/disfraza uno de los western de mayor lirismo de la historia. No es país para viejos y Grupo salvaje hablan de lo mismo, pertenecen, en definitiva, al mismo mundo, al mismo tan universalmente norteamericano, de la Norteamérica de la frontera con Méjico, todo un escenario de personalidad e historias peculiares e intransferibles a ningún otro lugar o estado de ánimo. No es país para viejos, además de un western crepuscular, bronco, impactante y lírico, es un estado de ánimo, una forma de existir materializada en palabras que se encumbran en literatura gigante, en latido sincero y sin aditamentos, en una descomunal fuerza física y espiritual consagrada en palabras. Es sencillo, estamos ante un autor capaz de crear un mundo propio, ante un autor con la potencia narrativa de un Hemingway, un Melville o un Faulkner. Estamos ante un escritor ciclópeo ajeno a lo fuegos de artificio, ante un escultor de la piedra que cincela a golpe seco de martillo poderoso. Quizá por eso No es país para viejos, al igual que ocurre con la obra de Peckinpack, no calará con facilidad en las sensibilidades femeninas, y sí logrará impactar con prontitud y facilidad en las masculinas, y acepto que tal afirmación se construye sobre tópicos y lugares comunes, pero tópicos que están ahí y funcionan.
No es país para viejos es una obra maestra de la literatura grande que ni grita ni se infla, que no dispone de adornos ni de sutilezas artificiosas y elegantes. Es un puñetazo en la boca del estómago, es el sol secándole a uno los sesos, es el olor de la pólvora y la sangre en las manos, es un calor infernal en el que la piedad es artículo de lujo, es un territorio antiguo de dioses violentos y sanguinarios predicando con rayos y truenos, es un paisaje de cactus en el que las viejas y melancólicas historias personales muerden el ánimo como remordimientos venenosos. Es literatura de verdad, o se toma o se deja, no da lugar a las medias tintas.