Aunque no es el único libro de Azúa que se reedita últimamente (Anagrama
recuperó el año pasado sus dos novelas más conocidas –
Historia de un idiota
contada por él mismo y
Diario de un hombre humillado – en una
nueva edición dentro de
su colección “Otra vuelta de tuerca”), no deja de sorprender que un ensayo sobre
un tema tan amplio como “las artes” y presentado bajo un forma tan poco
llamativa para el lector – al menos de entrada – como es la de un diccionario
haya alcanzado este innegable éxito que, si no me equivoco, obedece a distintas
razones, entre las cuales yo pondría por encima del resto la del perfecto
equilibrio logrado por el autor entre el interés del contenido y lo atractivo de
la forma. En este sentido, Azúa convierte en ventaja para el lector lo que en
principio podría ser un inconveniente (la organización de un texto teórico que
se pretende coherente en una forma tan fragmentaria como pueden ser las entradas
de un diccionario) y compensa lo que se puede perder en unidad con lo que se
gana en comodidad y en practicidad, pues el libro permite conocer la opinión del
autor sobre un tema concreto leyendo la entrada sobre “arte abstracto” o sobre
“Freud”, sin tener que pasar por “Rimbaud”, el “cine” o la “metáfora”. Si a esto
añadimos que el libro está escrito en un tono académico pero accesible, más
divulgativo que erudito (con las referencias bibliográficas incorporadas al
texto y con apenas notas) y en un estilo literario tan ágil y ameno como el de
Azúa, con esa ironía tan característica del filósofo barcelonés, el resultado es
un ensayo que se me antoja excelente para una primera aproximación al tema, no
solo para el gran público menos habituado a estos temas, sino también para los
jóvenes universitarios que se gradúan en Historia del arte y salen de la
facultad con su título bajo el brazo y sin saber haber leído un libro de
filosofía del arte.
Azúa
realiza una labor que es a la vez crítica y autocrítica: crítica porque con sus
juicios personales trata de orientar al lector no especialista dentro de un
ámbito tan lleno de tópicos y lugares comunes como es la historia del arte; y
autocrítica porque el Diccionario es también un ataque frontal lanzado
contra ese establishment de profesores y críticos de arte profesionales
que elaboran ese discurso elitista y
autocomplaciente
Pero además de una buena introducción al mundo de las artes
y un repaso panorámico a muchos de los temas que más se han discutido en este
campo durante los últimos años, el
Diccionario es también, y por encima
de todo, una especie de estado de la cuestión: un alto en el camino que hace el
autor para poner en claro sus ideas y para contarnos, tras varias décadas como
profesor universitario de estética y como colaborador y crítico de arte en los
medios de comunicación, cuál es según su opinión sobre el estado de salud del
Arte y cuáles sus expectativas de futuro. Y desde este punto de vista, debo
decir que la conclusión a la que llega el autor es clara y rotunda.
En
el prólogo a la edición de 2002 ya había dicho Azúa que la muerte del “Arte” –
escrito así en mayúsculas – como concepto ha venido acompañada de la explosión
de “las artes” – en minúscula – como mercancías o espectáculo, en el sentido
debordiano del término. Desaparecido el Arte como tal, como expresión de una
personalidad original del artista, la globalización habría logrado que todos
fuéramos ahora “clientes” de un cultura de masas cuya democratización e
integración en el sistema productivo capitalista es incompatible con el elitismo
inherente al arte y a la educación en ese mundo burgués que había visto nacer al
artista. “En ninguna otra época de la humanidad – concluía Azúa en 2002 – ha
habido tanta actividad artística bien pagada… y tan poco Arte”. Como explica en
la entrada dedicada al “estilo”, una de las consecuencias más fatales de la
modernidad es la desaparición de los antiguos estilos artísticos y su
sustitución por un
totum revolutum de estilos unipersonales que se creen
originales y que duran lo que sus creadores. Así lo explica Azúa: “Cuanto más
nos acercamos a la modernidad, más difícil es encontrar estilos en sentido
riguroso porque los mundos se han unificado (ésa es la llamada «globalización»)
y simultáneamente se han disgregado en infinitos mundos diminutos. De modo que
en la modernidad florecen estilos azarosos: modernista, azul y rosa, cubista,
primitivo, surrealista y neoclásico, estilos que, aunque opuestos entre sí,
pertenecen todos al conjunto «picasso». Esta ensalada estilística, en lugar de
destruir al artista como un manojo de incoherencias, aún le da mayor prestancia.
Una sociedad que otorga tal importancia a la personalidad del artista como para
permitirle varias e inconexas originalidades es lógico que caiga en la trampa de
celebrarle su incongruencia, como si la acumulación discordante fuera una prueba
aún mayor de originalidad en lugar de la demostración de una total ausencia de
personalidad” (p. 147).
Con este discurso que es a la vez
crítico y autocrítico, serio pero desenfadado, subjetivo pero documentado,
académico pero divulgativo, Azúa logra un equilibro perfecto que hace del
Diccionario de las artes – y ahí reside quizá buena parte de su
éxito editorial – un texto apto para todos los
públicos
Con reflexiones del tipo de la que
acabo de citar, diseminadas en las cerca de sesenta entradas que forman el
Diccionario, Azúa realiza una labor que es a la vez crítica y
autocrítica: crítica porque con sus juicios personales trata de orientar al
lector no especialista dentro de un ámbito tan lleno de tópicos y lugares
comunes como es la historia del arte; y autocrítica porque el
Diccionario
es también un ataque frontal lanzado contra ese
establishment de
profesores y críticos de arte profesionales que elaboran ese discurso elitista y
autocomplaciente con el que pretenden sancionar lo que es y lo que no es el
Arte. La distinción que hace Azúa entre el sabio, el profesor universitario y el
crítico me parece de lo más acertado del libro: “No se debe confundir al crítico
con el sabio ni con el profesor. El sabio es aquel que trata de conocer la razón
de ser y el fundamento de las cosas en general y del mismo ser en particular. En
el terreno del arte busca, por ejemplo, cuáles son las causas profundas de una
actividad humana tan distinta de todas las demás. Quiere averiguar incluso si de
verdad es
tan distinta. […] El profesor es mucho más fácil de reconocer.
Habita en la universidad y sabe algunas cosas. Suele tener un campo de
conocimientos muy discreto pero macizo. En el terreno del arte conoce muy bien,
por ejemplo, la influencia de las vacas sobre la Escuela de Barbizon o la
actividad de los ceramistas valencianos del siglo XIII. Si se le empuja fuera
del campo específico de sus conocimientos, muestra un atroz desconcierto. […] El
crítico, a diferencia del sabio que lo sabe todo y del profesor que no sabe
algo, no sabe absolutamente nada, pero está informado. Su información le permite
dar cuenta (a favor o en contra, nunca objetivamente, nunca
informativamente) de lo que se va produciendo. Su información atiende a
lo actual: es un experto en actualidades. Si una obra de arte le parece actual
dice que es buena; si le parece inactual dice que es mala. Con ello consigue
alabar tan sólo aquello que carecerá de interés al cabo de un par de meses” (pp.
104-106).
Con este discurso que es a la vez crítico y autocrítico, serio
pero desenfadado, subjetivo pero documentado, académico pero divulgativo, Azúa
logra un equilibro perfecto que hace del
Diccionario de las artes
– y ahí reside quizá buena parte de su éxito editorial – un texto apto para
todos los públicos en el que cada lector puede encontrar – cada uno según sus
capacidades y cada cual según sus necesidades – un más que aceptable estado de
la cuestión sobre las artes escrito por uno de los especialistas más reconocidos
de nuestro país, o una suerte de introducción o vocabulario básico para esos
estudiantes de historia del arte que – con la inestimable ayuda de algunos de
sus profesores y de los inexplicables planes de estudio – entran y salen de la
universidad sin haber leído los escritos sobre arte de Benjamin, Hegel, Kant u
Ortega y Gasset. En las 336 páginas de este libro no cabe todo, pero como
siempre se empieza por algo, mi recomendación para aquellos que quieran
acercarse a las artes es este ensayo del profesor Félix de
Azúa.