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Félix de Azúa: <i>Diccionario de las artes: nueva edición ampliada</i> (Debate, 2011)

Félix de Azúa: Diccionario de las artes: nueva edición ampliada (Debate, 2011)

    TÍTULO
Diccionario de las artes: nueva edición ampliada

    AUTOR
Félix de Azúa

    EDITORIAL
Debate

    OTROS DATOS
Barcelona, 2011. 336 páginas. 21,90 €




Reseñas de libros/No ficción
Félix de Azúa: Diccionario de las artes: nueva edición ampliada (Debate, 2011)
Por Francisco Fuster, miércoles, 5 de octubre de 2011
Si algo caracteriza el actual mercado editorial en España es la facilidad con la que se fabrican novedades y la ligereza con la que esos mismos productos efímeros son fagocitados a un ritmo vertiginoso. Basta echar un vistazo al escaparate de cualquier librería para comprobar que no existe el término medio entre el clásico (ya sea este más o menos reciente en el tiempo) y esas obras de corta vida a las que el historiador Giovanni Levi llamaba libros “meteorológicos”: títulos de temporada que solo permanecen en la estantería los dos o tres meses de rigor hasta que son reemplazados por otros. En este proceso de autodestrucción que roza el absurdo, son escasísimos los libros que sobreviven a esta trituradora y son todavía menos los que no solo lo hacen, sino que además tienen la suerte de poder ser reeditados muchos años después, escapando con ello de ese olvido prematuro. Buen ejemplo de ello es el Diccionario de las artes de Félix de Azúa (Barcelona, 1944), publicado en 1996 por Planeta, reeditado en 2002 por Anagrama, y vuelto a reeditar ahora por Debate, en una versión corregida y ampliada.
Aunque no es el único libro de Azúa que se reedita últimamente (Anagrama recuperó el año pasado sus dos novelas más conocidas – Historia de un idiota contada por él mismo y Diario de un hombre humillado – en una nueva edición dentro de su colección “Otra vuelta de tuerca”), no deja de sorprender que un ensayo sobre un tema tan amplio como “las artes” y presentado bajo un forma tan poco llamativa para el lector – al menos de entrada – como es la de un diccionario haya alcanzado este innegable éxito que, si no me equivoco, obedece a distintas razones, entre las cuales yo pondría por encima del resto la del perfecto equilibrio logrado por el autor entre el interés del contenido y lo atractivo de la forma. En este sentido, Azúa convierte en ventaja para el lector lo que en principio podría ser un inconveniente (la organización de un texto teórico que se pretende coherente en una forma tan fragmentaria como pueden ser las entradas de un diccionario) y compensa lo que se puede perder en unidad con lo que se gana en comodidad y en practicidad, pues el libro permite conocer la opinión del autor sobre un tema concreto leyendo la entrada sobre “arte abstracto” o sobre “Freud”, sin tener que pasar por “Rimbaud”, el “cine” o la “metáfora”. Si a esto añadimos que el libro está escrito en un tono académico pero accesible, más divulgativo que erudito (con las referencias bibliográficas incorporadas al texto y con apenas notas) y en un estilo literario tan ágil y ameno como el de Azúa, con esa ironía tan característica del filósofo barcelonés, el resultado es un ensayo que se me antoja excelente para una primera aproximación al tema, no solo para el gran público menos habituado a estos temas, sino también para los jóvenes universitarios que se gradúan en Historia del arte y salen de la facultad con su título bajo el brazo y sin saber haber leído un libro de filosofía del arte.

Azúa realiza una labor que es a la vez crítica y autocrítica: crítica porque con sus juicios personales trata de orientar al lector no especialista dentro de un ámbito tan lleno de tópicos y lugares comunes como es la historia del arte; y autocrítica porque el Diccionario es también un ataque frontal lanzado contra ese establishment de profesores y críticos de arte profesionales que elaboran ese discurso elitista y autocomplaciente

Pero además de una buena introducción al mundo de las artes y un repaso panorámico a muchos de los temas que más se han discutido en este campo durante los últimos años, el Diccionario es también, y por encima de todo, una especie de estado de la cuestión: un alto en el camino que hace el autor para poner en claro sus ideas y para contarnos, tras varias décadas como profesor universitario de estética y como colaborador y crítico de arte en los medios de comunicación, cuál es según su opinión sobre el estado de salud del Arte y cuáles sus expectativas de futuro. Y desde este punto de vista, debo decir que la conclusión a la que llega el autor es clara y rotunda.

En el prólogo a la edición de 2002 ya había dicho Azúa que la muerte del “Arte” – escrito así en mayúsculas – como concepto ha venido acompañada de la explosión de “las artes” – en minúscula – como mercancías o espectáculo, en el sentido debordiano del término. Desaparecido el Arte como tal, como expresión de una personalidad original del artista, la globalización habría logrado que todos fuéramos ahora “clientes” de un cultura de masas cuya democratización e integración en el sistema productivo capitalista es incompatible con el elitismo inherente al arte y a la educación en ese mundo burgués que había visto nacer al artista. “En ninguna otra época de la humanidad – concluía Azúa en 2002 – ha habido tanta actividad artística bien pagada… y tan poco Arte”. Como explica en la entrada dedicada al “estilo”, una de las consecuencias más fatales de la modernidad es la desaparición de los antiguos estilos artísticos y su sustitución por un totum revolutum de estilos unipersonales que se creen originales y que duran lo que sus creadores. Así lo explica Azúa: “Cuanto más nos acercamos a la modernidad, más difícil es encontrar estilos en sentido riguroso porque los mundos se han unificado (ésa es la llamada «globalización») y simultáneamente se han disgregado en infinitos mundos diminutos. De modo que en la modernidad florecen estilos azarosos: modernista, azul y rosa, cubista, primitivo, surrealista y neoclásico, estilos que, aunque opuestos entre sí, pertenecen todos al conjunto «picasso». Esta ensalada estilística, en lugar de destruir al artista como un manojo de incoherencias, aún le da mayor prestancia. Una sociedad que otorga tal importancia a la personalidad del artista como para permitirle varias e inconexas originalidades es lógico que caiga en la trampa de celebrarle su incongruencia, como si la acumulación discordante fuera una prueba aún mayor de originalidad en lugar de la demostración de una total ausencia de personalidad” (p. 147).

Con este discurso que es a la vez crítico y autocrítico, serio pero desenfadado, subjetivo pero documentado, académico pero divulgativo, Azúa logra un equilibro perfecto que hace del Diccionario de las artes – y ahí reside quizá buena parte de su éxito editorial – un texto apto para todos los públicos

Con reflexiones del tipo de la que acabo de citar, diseminadas en las cerca de sesenta entradas que forman el Diccionario, Azúa realiza una labor que es a la vez crítica y autocrítica: crítica porque con sus juicios personales trata de orientar al lector no especialista dentro de un ámbito tan lleno de tópicos y lugares comunes como es la historia del arte; y autocrítica porque el Diccionario es también un ataque frontal lanzado contra ese establishment de profesores y críticos de arte profesionales que elaboran ese discurso elitista y autocomplaciente con el que pretenden sancionar lo que es y lo que no es el Arte. La distinción que hace Azúa entre el sabio, el profesor universitario y el crítico me parece de lo más acertado del libro: “No se debe confundir al crítico con el sabio ni con el profesor. El sabio es aquel que trata de conocer la razón de ser y el fundamento de las cosas en general y del mismo ser en particular. En el terreno del arte busca, por ejemplo, cuáles son las causas profundas de una actividad humana tan distinta de todas las demás. Quiere averiguar incluso si de verdad es tan distinta. […] El profesor es mucho más fácil de reconocer. Habita en la universidad y sabe algunas cosas. Suele tener un campo de conocimientos muy discreto pero macizo. En el terreno del arte conoce muy bien, por ejemplo, la influencia de las vacas sobre la Escuela de Barbizon o la actividad de los ceramistas valencianos del siglo XIII. Si se le empuja fuera del campo específico de sus conocimientos, muestra un atroz desconcierto. […] El crítico, a diferencia del sabio que lo sabe todo y del profesor que no sabe algo, no sabe absolutamente nada, pero está informado. Su información le permite dar cuenta (a favor o en contra, nunca objetivamente, nunca informativamente) de lo que se va produciendo. Su información atiende a lo actual: es un experto en actualidades. Si una obra de arte le parece actual dice que es buena; si le parece inactual dice que es mala. Con ello consigue alabar tan sólo aquello que carecerá de interés al cabo de un par de meses” (pp. 104-106).

Con este discurso que es a la vez crítico y autocrítico, serio pero desenfadado, subjetivo pero documentado, académico pero divulgativo, Azúa logra un equilibro perfecto que hace del Diccionario de las artes – y ahí reside quizá buena parte de su éxito editorial – un texto apto para todos los públicos en el que cada lector puede encontrar – cada uno según sus capacidades y cada cual según sus necesidades – un más que aceptable estado de la cuestión sobre las artes escrito por uno de los especialistas más reconocidos de nuestro país, o una suerte de introducción o vocabulario básico para esos estudiantes de historia del arte que – con la inestimable ayuda de algunos de sus profesores y de los inexplicables planes de estudio – entran y salen de la universidad sin haber leído los escritos sobre arte de Benjamin, Hegel, Kant u Ortega y Gasset. En las 336 páginas de este libro no cabe todo, pero como siempre se empieza por algo, mi recomendación para aquellos que quieran acercarse a las artes es este ensayo del profesor Félix de Azúa.
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