Un gran novelista suma obras nuevas, sucesivas, a lo largo de una carrera más o menos dilatada, obras que añaden, mejoran, corrigen o empeoran lo que tempranamente escribió. Sin embargo, a pesar de esa adición, siempre podremos señalarle un volumen de los suyos, un solo volumen que destaque, que sea nuclear, ese libro que consuma otros previos y que ahora aparecen como adventicios, como premoniciones, ese libro seminal del que dependen los que después le siguieron. Pensemos, por ejemplo, en Gabriel García Márquez: toda su vasta escritura, su variada producción, es deudora de una imagen materna, de una construcción entre ficticia y real, una fantasía literaria que es simultáneamente la quintaesencia de su propia vida y vivencias: la casa de los abuelos, ese espacio precoz, hospitalario y acogedor en el que se dieron las experiencias primitivas o en el que se fantaseó por primera vez. Al margen de sus cualidades estrictamente literarias, Cien años de soledad es seminal en este sentido: consuma tentativas y libera formas expresivas e imaginativas que estaban alumbrándose. Desde un relato embrionario y juvenil, La casa, datado en fecha temprana, hasta las setenta y tantas primeras páginas de Vivir para contarla, ya en este siglo, son muestra de ese motivo recurrente que se adosa a una literatura que es propiamente ‘su’ literatura.
Sin que los casos sean comparables, podríamos decir que también en la carrera de Javier Marías hay un texto que funciona como un auténtico vierteaguas, un texto central que, sin duda, es Todas las almas (1989). Probablemente porque en la vida del escritor madrileño hay un antes y un después de su experiencia docente en Oxford es por lo que su transfiguración narrativa, su recreación ficticia, es motivo básico de su maduración como individuo y como escritor. Madurar literariamente es dotarse de una voz peculiar, irrepetible; es hacerse con los recursos que distinguen y que antes no estaban en sazón, pero sobre todo es dar cuenta poética de un objeto obsesivo: un fantasma, lo llamaría Ernesto Sábato; un demonio, lo calificaría Vargas Llosa. Puede ser un objeto interior, como esa casa de los abuelos (en García Márquez), evidente reemplazo de la madre ausente o de la infancia perdida, según admite en sus memorias. O puede ser una vicisitud que trastorna profunda y felizmente la vida del autor, un avatar que desajusta lo obvio, lo familiar, un suceso insólito que muda el contexto vital, como la estancia oxoniense de Marías.
Trasladar ese acontecimiento a la narración y refundarlo con el auxilio del relato ficticio permite, además, componer una novela a la que transportar también otros motivos que proceden de la infancia del escritor. Son contingencias antiguas, en parte inexplicables o indescifrables para un niño, hechos remotos que permanecen en la memoria de un muchacho que crece en un mundo cuyo significado no se ilumina jamás por entero. Esos datos son, en efecto, motivos inconexos de la vida, motivos que ya habían tenido eco y trabazón en anteriores obras: el ajusticiamiento sumario de un tío en el Madrid de la Guerra Civil; la traición del padre por su mejor amigo (un delator) después de la contienda; la muerte insólita, antinatural, de un hermanito, Julianín, al que no llegará a conocer; un salacot, perteneciente al padre, hallado en un armario y evidentemente remoto, castrense, colonial, fascinante, incongruente, incomprensible; la muerte temprana, siempre temprana, de la madre...
Con esta novela primeriza y compleja (Travesía del horizonte), ambientada en un mundo exquisitamente anglosajón, Marías ya planteaba con artificio e ingenio el motivo más duradero de su literatura: la dificultad de averiguar el significado de las cosas, de lo que nos ocurre, de lo que somos testigos, de lo que nos cuentan, pues estemos en un paraje familiar o estemos en un espacio ignoto, lo real y sus contextos siempre nos desconciertan. Por eso, siempre estaremos abocados al contraste entre lo que sabemos y lo que es, entre lo que creemos saber y lo que, a la postre, es el sentido de las cosas
Es allí, pues, en el Oxford recurrente adonde llevará el escritor esos motivos, retales de una vida ya presentes en novelas anteriores, y es allí en la ciudad británica en donde culminará su tratamiento literario. Tal vez llame la atención que sea un lugar extranjero el espacio central que un escritor español escoge para situar su literatura madura. Pero la sorpresa no es tal si atendemos brevemente a lo que ha sido la vida del ciudadano Javier Marías y, sobre todo, a lo que fueron sus inicios como novelista. Los dominios del lobo (1971) fue su primera novela: en realidad segunda novela, aunque primera editada. Escrita entre los diecisiete y los dieciocho años, Los dominios revela a un narrador ya consumado (aunque aún le falte su estilo definitivo y maduro). Cada capítulo es, en realidad, un relato que puede ser leído independientemente y su hilo conductor se traza sólo a partir de los avatares de una distinguida familia norteamericana de los años veinte, los Taeger, una familia que entra en declive, en decadencia, con suicidios, amores extraviados, malogrados. Cada capítulo es un homenaje literario y cinematográfico (serie negra, melodrama, relato policíaco, etcétera). Pero no estamos ante un simple pastiche (aunque Juan Benet, su primer avalista, la calificara cariñosamente de "excelente y cruel pastiche"). Estamos ante una ficción ambientada en Estados Unidos, un espacio distante, alejado de la narración castiza española, y en una época que el autor sólo pudo conocer por la novela y por el cine, esas fuentes a las que trata con ironía, con ambigüedad y con cita, lo que es aún más sorprendente para un escritor tan precoz.
Pero pensemos también en Travesía del horizonte (1972), su segunda obra publicada. Es, en este caso, un homenaje, imitación y parodia de la novela victoriana y eduardiana, concretamente de Joseph Conrad: es una narración de una travesía marítima con un excéntrico capitán, violento, de oscuro pasado, promotor de una empresa –una navegación hasta la Antártida— cuyos fines se ignoran..., ¿se ignoran por parte de quién? En primer lugar, por parte del lector, pero también y principalmente por parte del narrador. ¿Quién es este último? A la manera de Conrad y de Henry James, por ejemplo, la historia no la cuenta su protagonista, sino un relator que, en este caso, no es ni siquiera testigo de lo que detalla: un noble británico escucha una historia que, en forma de novela titulada La travesía del horizonte, le lee el amigo del autor de ese relato. Es ésta una narración manuscrita, sin publicar, pues, una narración de alguien que dejó su vida por averiguar por qué un célebre novelista, Victor Arledge, abandonó la literatura después de haber participado en esa travesía. Las instancias narrativas llegan a ser cuatro, superpuestas, hasta llegar al lector empírico. Cuando La travesía del horizonte y Travesía del horizonte acaban, ese lector y el lector implícito lo ignoran casi todo de los principales enigmas. Es decir, con esta novela primeriza y compleja, ambientada en un mundo exquisitamente anglosajón, Marías ya planteaba con artificio e ingenio el motivo más duradero de su literatura: la dificultad de averiguar el significado de las cosas, de lo que nos ocurre, de lo que somos testigos, de lo que nos cuentan, pues estemos en un paraje familiar o estemos en un espacio ignoto, lo real y sus contextos siempre nos desconciertan. Por eso, siempre estaremos abocados al contraste entre lo que sabemos y lo que es, entre lo que creemos saber y lo que, a la postre, es el sentido de las cosas. Por eso, en fin, los lugares de Marías no son meros escenarios, sino dominios evanescentes, casi fantasmagóricos, imprecisos, poco reconocibles y, desde luego (insisto otra vez), nada castizos, marcos que dan pocas pistas, que no ayudan.
Oxford será, pues, y con el tiempo, el espacio maduro en el que dar cabida al repertorio de vivencias propias o fantaseadas, a lo que siendo familiar o extraño deja de ser incoherente, un espacio habitual de tres de sus libros mayores y en el que las conversaciones ocurren en inglés aunque nosotros las leamos en español. Ese hecho translaticio es muy importante y de él hace referencia explícita y consciente el narrador que nos comunica los avatares y las conversaciones. ¿Cómo calificar, pues, esa ciudad en la literatura de Marías? Es verdaderamente un exceso decir que Oxford, “más que un lugar en los mapas es una suerte de estado mental”, algo así como “unas coordenadas sentimentales propias con sinestesias particulares, un útero emocional que obedece a códigos íntimos”, según le apunta Ángeles López al propio escritor en una entrevista poco afortunada que publicó en abril de 2003 la revista digital Literaturas.com. Pero Oxford es sobre todo el lugar mítico, el centro propiamente literario, fantaseado, a partir del cual irradian los relatos del autor y unas constantes, justo porque el narrador de Todas las almas, profesor de literatura española y de traducción, la describe como “aquella ciudad estática y conservada en almíbar” en la que se hacen explícitas la soledad, la perturbación, la identidad brumosa.
No hace falta, pues, incurrir en el costumbrismo, en lo previsiblemente español, para narrar hechos propios de nuestro tiempo y, sobre todo, para contar unos acontecimientos potencialmente violentos cuyo contexto y sentido son siempre azarosos
Tenía, en efecto, una identidad imprecisa aquel protagonista de la novela oxoniense, ni siquiera un nombre: era la voz de un soltero de treinta y tantos años. La voz de un solitario que detallaba sus leves ocupaciones docentes, sus conversaciones con viejos profesores, concretamente con un experto en literatura, un emérito de gran talla, una personalidad equiparable a Ernst Gombrich, a Isaiah Berlin y a otros –dice--, de nombre Toby Rylands. Cuando nos lo cuente, el narrador admitirá el ascendiente que llegó a tener sobre él, todo un personaje al que había adoptado como figura paterna y materna en Oxford, como ese viejo sabio del que aprender y al que rendir homenaje, un personaje que sobrepasaba el mundo académico, aureolado por su vieja pertenencia al Servicio Secreto británico. “Yo he sido espía”, le confesará, pero no un espía de oficina, sino un hombre de acción, con una vida plena y con imprevistos. Se trata de un aspecto éste que en Todas las almas es aparentemente secundario, aunque en algunas de las novelas que siguieron y que completan el ciclo cobrará gran importancia, como veremos. Pero la voz que cuenta aquí es también la de un chispeante español que observa con distancia e ironía las tradiciones académicas de sus colegas, las cenas multitudinarias y alcohólicas, los hábitos de su amigo Cromer-Blake, una voz que expresa malestares, incertidumbres, estados de ánimo desfallecientes, evanescentes, aquejado de retiro, de aislamiento, sólo parcialmente aliviado gracias a sus amores furtivos y tristes con Clare Bayes, su adúltera amante británica que parece repetir la conducta igualmente infiel de su madre en la India colonial. El narrador nos relatará sus vagabundeos por las librerías de viejo, su descubrimiento de un escritor fallecido y semiolvidado, John Gawsworth, tal vez el amante de esa adúltera ya muerta, un escritor con el que se figurará compartir soledad y destino, quizá inducido por su natural tendencia a la analogía y a la fantasía comparativa. De hecho, como el propio narrador dice de sí mismo en alguna página de Todas las almas, “no me tengo por mal observador”, aunque, en todo caso, sería un observador quizá perturbado, “un imbécil con mente detectivesca”, siempre alerta, siempre cavilando, según le reprocha cariñosamente Clare Bayes, alguien entregado al principal hábito de los profesores oxonienses: to eavesdrop, percibir, curiosear, reparar, detectar, en suma... espiar a los demás augurando su vida para así preservar la propia intimidad. Por eso, buena parte de lo que en Todas las almas se cuenta son apreciaciones, vaticinios, disquisiciones sobre lo que se le ofrece y cuyo significado cierto no le será dado conocer. Quien fechaba aquel relato en primera persona databa el fin de la narración en diciembre de 1988 y, según revelaba aquí y allá, esa memoria de su estancia en la ciudad británica (entre 1983 y 1985) se habría escrito en Madrid, ya casado con una esposa futura, de nombre Luisa, y que no tendría presencia alguna en el Oxford evocado. Como tampoco tendría protagonismo su hijito venidero, de meses, y por cuyo porvenir el narrador se pregunta, un niño que es pura eventualidad, tiempo sin consumar, también evanescente.
Si Madrid es el lugar del arraigo y el espacio de los afectos, de lo previsible, un lugar jamás descrito, la ciudad inglesa es inasible, sin pasado y sin futuro, eterno presente inmóvil. “¿Qué me importa los lazos establecidos en esta ciudad a la que no pertenezco y en la que no me voy a quedar?”, se pregunta el narrador de Todas las almas en un rapto de melancolía incurable. “¿Qué influencia o qué peso tiene lo que haya acontecido antes de mi llegada, antes de mí? Aquí no padezco la responsabilidad de haber asistido, no he asistido a nada. Este lugar inmóvil se puso en marcha el día que pisé su suelo por primera vez, sólo que yo no lo he sabido hasta esta noche de perturbación. Y una vez que me haya ido, ¿qué importancia tendrá lo que acontezca ahora?” Algo semejante le sucede con las mujeres, con esa amante oxoniense, Clare Bayes, finalmente esquiva, ajena al destino trágico de su propia madre adúltera, muerta en un suicidio que recuerda al de Ana Karenina: la mujer como enigma y la relación del hombre y de los otros hombres con ella como obstáculo y enigma (algo que ya veíamos en otra novela temprana de Javier Marías, El hombre sentimental, 1986). El cronista lo ignora casi todo de esa mujer concreta, de su pasado, de su madre, que en la India colonial puso fin a su vida tal vez inducida por el amante, un farsante que no pudo o no supo tener un final sublime, a la misma altura, un farsante que quizá fuera John Gawsworth (aunque después de esa fantasía él mismo se desdiga y admita que “no puede ser y no será y no es”).
Años después, el mismo narrador de Todas las almas regresará en nuevos relatos, los que componen el ciclo de Tu rostro mañana (2002 y 2004). Es esa misma voz en primera persona la que habla, pero ahora sabemos que se llama Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza y regresa para contarnos otros hechos, también sucedidos en Inglaterra: primero en Fiebre y lanza (2002), que es sobre todo el relato de una conversación mantenida en la mañana perezosa de un domingo oxoniense entre el protagonista y un viejo compañero suyo, Sir Peter Wheeler (hermano de Toby Rylands, ya fallecido, y cuya disparidad de apellidos aquí se explica); y luego en Baile y sueño (2004), que es principalmente la narración de lo sucedido en una discoteca londinense, en los baños de una discoteca londinense. Estamos en nuestro tiempo: en Fiebre y lanza, por ejemplo, parece urdirse un golpe de Estado contra Chávez, Lady Diana Spencer ya está muerta, de los talibanes afganos se habla en pasado y el atentado contra las Torres Gemelas ya ha sucedido. El antiguo profesor madrileño, después de haber abandonado Madrid y la docencia, después de haber trabajado en el servicio de la BBC radio (algo que ya en Todas las almas desechaba como improbable) lo vemos convertido en espía o algo así, miembro de un grupo de informadores al servicio de Su Majestad (o de otros clientes). Fue convocado por Wheeler y ahora, en Baile y sueño, es ya uno de esos informadores. Por lo que dice en este segundo volumen y por lo que leemos, lo que ocurre es un suceso muy ingrato, un suceso que vio, en el que participó, del que fue testigo, y que nos relata después, un lance del que no sabe gran cosa, un hecho cuyo significado, en el caso de que lo tenga, no percibe bien.
¿Cómo certificar la verdad de sus conclusiones? Muchos cabos quedan sueltos en sus novelas, no se aclaran, justamente porque la existencia, la de ustedes, la mía, es así. De modo que aquel escritor que evitó el viejo realismo de la novela castiza (según proclamaba en un ensayo recogido en Literatura y fantasma) lo vemos ahora aproximándose a la vida, ‘traduciéndola’: los monólogos de Deza son así formas de conciencia muy verosímiles, como esas elucubraciones hipotéticas a que todos nos entregamos para anticipar escenarios futuros, para aliviar la incertidumbre de la existencia
En el aseo de minusválidos de esa discoteca y en presencia y ayuda del narrador, Bertram Tupra, el jefe de ese grupo de informadores, intimidará a un diplomático español, a un ridículo agregado cultural, un pisaverde vano, entre afectado y vulgar, de nombre Rafael de la Garza, mal llamado Rafita. ¿La razón? Por lo que parece y por lo que vemos, haber cortejado a la esposa de un contacto italiano de Tupra, también presente en la discoteca. Si hemos de creer a Deza, si son ciertas las palabras que le atribuye, Rafita sería “un tipo atildado, fatuo y lenguaraz” (Fiebre y lanza). Pero..., ¿por qué fue tan desmedida la reacción de Tupra a ese cortejo extemporáneo? Fueron las suyas amenazas de muerte, hechas con una espada y en un sitio tan insólito como el baño. ¿A santo de qué emplear hoy un arma blanca tan intempestiva para acobardar? Y, sobre todo, ¿quién es capaz de desenvainar un sable tan anacrónico, tan embarazoso, exhibiéndolo en el excusado de una discoteca? Esos enigmas no se descifran, simplemente porque el ser testigo no tiene por qué darnos la pista exacta de lo que ocurre y su significado. Deza es como un Fabrizio del Dongo de nuestro tiempo: sus batallas no se libran en grandes campos ni cambian el curso de la historia, sino en un humilde y aseado baño de minusválidos. Ahora bien, desde el punto de vista individual, esos lances no son menos desconcertantes. Como el protagonista de La cartuja de Parma, a Deza le engañan el espejismo o la miopía; como Fabrizio del Dongo, también el antiguo profesor ha abandonado su tierra natal para emprender una vida nueva y... ¿más excitante? Salvando penalidades o tristezas personales, fueron o regresaron hasta el lugar ambicionado, estuvieron en el frente mismo de la contienda, Waterloo o el baño de la discoteca londinense, pero no distinguieron nada significativo, no entendieron nada: sólo pudieron ver un campo de batalla calcinado, humeante, o las estrecheces alicatadas de un excusado, un baño en el que alguien esgrime un sable. ¿Raro todo esto? ¿Ridículo, patético?
No es la primera vez que cosas así las cuenta Javier Marías. En una nouvelle poco conocida editada en 1998, Mala índole, ya asistíamos a hechos de gran violencia potencial en un contexto poco previsible, incluso alucinante. Se trataba de un disparate, cómico, trágico, absurdo, increíble, pero a la postre perfectamente verosímil. ¿Alguien se imagina el relato de un autor español en el que aquello que se nos narra sea la confesión de un traductor y preceptor de español ocasionalmente contratado para asesorar fonéticamente a Elvis Presley durante el rodaje de Diversión en Acapulco? ¿Alguien se imagina, además, por si lo anterior fuera poco, que ese profesor acabe matando a un gángster mexicano con un pico, exactamente con un pico? Sorprende la localización de la nouvelle, pero sorprende que cosas así pasen, pero..., ciertamente, pasan y todo, “hasta lo más descabellado e inverosímil”, según leeremos en Fiebre y lanza, “tiene su tiempo para ser creído”. No hace falta, pues, incurrir en el costumbrismo, en lo previsiblemente español, para narrar hechos propios de nuestro tiempo y, sobre todo, para contar unos acontecimientos potencialmente violentos cuyo contexto y sentido son siempre azarosos.
Por tanto, el turbio asunto de la discoteca fue una circunstancia tan exagerada, tan absurda, tan asombrosa, increíble, como tantas otras que nos puedan suceder. Por eso, los hechos inauditos, parece decirnos el antiguo profesor, sólo son concebibles como tales, como inauditos, a partir de las expectativas que nos forjamos si no estaban previstos en el plan de vida que uno se organiza. Incluso la propia y ordinaria existencia de cada cual, observada por un tercero puede juzgarse prodigiosa, un pasmo o un portento. No hace falta adentrarse en la selva africana como cazador de fieras para narrar una vicisitud aventurera, como tampoco una jornada de oficinista o de profesor es necesariamente el relato de lo normal y lo acostumbrado. Entre los exploradores hay rutina y tiempos muertos, y entre los administrativos y docentes hay riesgo y miedo. De igual modo, cabría preguntarse si es corriente, familiar, verosímil o, por el contrario, inusitada, excepcional, increíble, la historia que se nos cuenta en Baile y sueño, la historia de ese antiguo profesor madrileño, que ya ejerciera la docencia en Oxford, y que ahora, habiendo emigrado a Londres después de una separación matrimonial, después de haber tenido otro hijo más, después de haberse alejado de Luisa, es reclutado por ese grupo sin nombre, algo así como oficinistas del Servicio británico de Información, una selecta brigada de exploradores, de ojeadores de vidas ajenas. No hay nada de raro o de imposible: en la Gran Bretaña fue común, al menos desde los años treinta, que los profesores de las más prestigiosas universidades, Oxford y Cambridge, fueran reclutados por el MI5, por el MI6 o, incluso, por la Unión Soviética, para observar las vidas, las conductas, las apariencias, los rostros, en suma, de otros compatriotas o extranjeros, de otros docentes sospechosos de pasar información al enemigo.
En fin, la vida no tiene títulos de crédito ni música de fondo ni elipsis, no tiene rotulación ni subrayados, y los únicos fundidos en negro son el sueño y la muerte, los mismos, curiosamente, que administra el novelista Javier Marías para dar el cierre. Mientras tanto, nos dejaremos llevar por el desparpajo atónito y errabundo de Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, nos abandonaremos a su salmodia, a sus meandros, ese narrador que cultiva la disquisición y el desvío, formas sofisticadas de vivir en este tiempo expeditivo que tolera mal la digresión y la demora
Pero dejemos a los espías y volvamos al asunto principal de esta novela, a la observación del rostro, de la imagen, de la apariencia. Esto, atisbar los indicios que se ofrecen a la vista y no distinguimos (como la célebre carta de Poe), de lo que se nos muestra a nuestros ojos y no apreciamos por pereza perceptiva, es un motivo frecuente en Javier Marías, en todos sus libros. Recordemos, por ejemplo, Vidas escritas (1992) o Miramientos (1997), volúmenes de fotografías o, mejor, de los comentarios o cavilaciones o acotaciones que le suscitan al autor las imágenes de escritores que observa. ¿Qué fotografías? Son retratos sobre los que se conjetura: una sucesión de hipótesis hechas sobre ese instante fugaz que se congeló. A diferencia de lo que sucede con la pintura, el momento que capta el objetivo fotográfico se adhiere al soporte. Roland Barthes insistió en ello en La cámara lúcida e hizo de dicha peculiaridad su condición. Un óleo, aunque represente un instante que fue real, que existió verdaderamente, ese momento congelado en la retina del pintor y que su destreza le permite reproducir sobre la tela, es resultado de una larga elaboración: a la tela se adhieren diferentes instantes que no son los que finalmente se reflejan, las largas horas de pose. Es posible que también la fotografía necesite mucha preparación, pero aquello que capta es ese momento único e irrepetible que hubo en la vida real de quienes fueron retratados. Los comentarios de Marías se hacían a partir del dato empírico: una observación de un hecho, en este caso un rasgo, atributo o pose, sobre cuyo contexto o justificación poco o nada se sabía, le permitía aventurar la historia que había detrás, la realidad que mostraba o escondía, el futuro previsible.
Pues bien, algo semejante hace el narrador en el Londres del que informa: atisbar los rostros de otros para así augurar su actuación probable, “intérprete de vidas”, dice en alguna página. El antiguo profesor y sus conmilitones no viajan más allá de Inglaterra, al menos de momento, y sus actividades se reducen a hacer presunciones, a aventurar conjeturas acerca de comportamientos futuros, a adivinar fundadamente lo que sus conejillos de indias harán. Por lo que sabemos a partir de sus revelaciones, parece que el docente en excedencia inició esta nueva vida tiempo atrás y que su valor principal, la razón por la que se le incorporó, fue su presciencia, su don para el vaticinio, esa mente detectivesca, aunque también su propia condición profesional: un profesor de lenguas es, en este caso, bien útil para sondear e interpretar a españoles y latinos aportando importantes labores de apoyo (sus primeras observaciones lo fueron de dos chilenos, tres mexicanos y un venezolano). En realidad, lo que Deza hace es exactamente lo mismo que ya hacía en los ochenta un antiguo colega, profesor de lenguas como él. Según lo leído en Todas las almas, se trataba de ejercer de traductor para el Servicio Secreto, de traductor, sí, pero también de intérprete de vidas, según le reveló Toby Rylands: se refería a un tal Dewar, al que de mal nombre llamaban el Matarife. Dewar era convocado regularmente “a Londres para realizar escuchas, para traducir grabaciones e interpretar tonos”, dando, además, “su opinión acerca de la sinceridad, buenas intenciones”, etcétera, del observado. Fue a partir de entonces, en el momento en que Rylands le descubrió las actividades secretas del profesor, leíamos en Todas las almas, cuando el afecto que el narrador sentía por el Matarife se intensificó, dotado como Deza de “facultades políglotas e inquisidoras”. Era, pues, una afecto premonitorio, un vaticinio involuntario de lo que iba a ser su futura dedicación en Baile y sueño.
Estoy detallando lo anterior, estoy resumiendo algunos de los hechos principales de los dos volúmenes de Tu rostro mañana, estoy proporcionando algún dato básico y me doy cuenta de que anulo todo el efecto que la novela pueda provocar. Pero no porque revele la intriga, cosa secundaria siempre en Marías, sino porque desactivo el principal dispositivo del relato: todos esos datos, enunciados convenientemente por el narrador o todos los parlamentos pronunciados por los personajes que hablan en primera persona son objeto de disquisición, de conjetura, de augurio. Cervantes ideó la digresión para aventurarse en algunas ramificaciones de su historia principal. Dejaba esta última en suspenso para adentrarse en mil y un avatares o sucedidos que no aportaban nada decisivo al discurrir básico. También los novelistas del Ochocientos, esclavos de su público, alargaron monstruosamente las entregas de sus relatos para así dar satisfacción a su audiencia. Vargas Llosa, por ejemplo, nos lo recordaba recientemente cuando analizaba la estrategia de Victor Hugo en Los miserables. Los narradores del modernismo inventaron la corriente de conciencia para expresar el fluir del monólogo interior, desordenado, caótico, impredecible, no sujeto a las leyes de lo racional a que procuramos atenernos en el estado de vigilia. Etcétera, etcétera.
Javier Marías ha elevado a la categoría de hábito narrativo la digresión interior, la corriente de conciencia conjetural, hipotética: no es que el monólogo exprese el desorden del pensamiento, sino que manifiesta las múltiples conexiones y sospechas que el mundo externo le sugiere. Es decir, el observador prácticamente no sabe nada, no conoce gran cosa, puesto que ver no es saber y vive columbrando, sumido en las sugestiones de las apariencias, en ideaciones desbocadas, en intuiciones basadas en experiencias previas, en su propia enciclopedia cultural, en su código de percepción y de interpretación. ¿Cómo certificar la verdad de sus conclusiones? Muchos cabos quedan sueltos en sus novelas, no se aclaran, justamente porque la existencia, la de ustedes, la mía, es así. De modo que aquel escritor que evitó el viejo realismo de la novela castiza (según proclamaba en un ensayo recogido en Literatura y fantasma) lo vemos ahora aproximándose a la vida, ‘traduciéndola’: los monólogos de Deza son así formas de conciencia muy verosímiles, como esas elucubraciones hipotéticas a que todos nos entregamos para anticipar escenarios futuros, para aliviar la incertidumbre de la existencia. En las novelas de Marías pasan cosas tan raras como las descritas, incluso extravagantes (como tantas veces nos pasan en la vida real) y el testigo o protagonista emprende presunciones más o menos fundadas o locas o arriesgadas con el fin de dar significado, de atisbar. ¿Pero dónde hallar la confirmación de lo que aventura?
La vida, muy frecuentemente, no nos aclara nada, opera de manera irresoluta, deja sin consumar historias, nos sume en la perplejidad. En la filmación cinematográfica más naturalista, hay, entre otras cosas, montaje, encuadre, elipsis, banda sonora y moraleja, recursos que provocan paradójicamente una impresión de realidad. En la novela (al menos, la novela concebida al modo clásico), también se daba ese artificio, en nada parecido a la existencia, porque si en aquella todo es selección, orden y sucesión, en ésta, por el contrario, todo es copioso y simultáneo, como apostillaba Jorge Luis Borges. En fin, la vida no tiene títulos de crédito ni música de fondo ni elipsis, no tiene rotulación ni subrayados, y los únicos fundidos en negro son el sueño y la muerte, los mismos, curiosamente, que administra el novelista Javier Marías para dar el cierre. Mientras tanto, nos dejaremos llevar por el desparpajo atónito y errabundo de Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, nos abandonaremos a su salmodia, a sus meandros, ese narrador que cultiva la disquisición y el desvío, formas sofisticadas de vivir en este tiempo expeditivo que tolera mal la digresión y la demora. Mientras tanto, nos dejaremos apresar con su facundia, con esa sintaxis expansiva y relacional en la que un asunto lleva a otro y en la que más que el tema o la intriga es la descripción del mundo y de uno mismo aquello que domina, de acuerdo con lo que en términos psicoanalíticos llamaríamos asociación libre. “También allí”, leíamos en Cuando fui mortal (1996), “había sólo una luz de lámpara baja, gran parte de la habitación en penumbra, era como tratar de desentrañar una historia de la que nos escamotean los principales datos y sólo sabemos detalles sueltos, mi visión borrosa y el punto de vista tan reducido”.
Ése es el ‘estilo Marías’, el toque reconocible en todas sus novelas, una forma de hablar, de pronunciarse, que identifica cualquiera de sus textos y que ha sido objeto de remedos empeñosos, al menos en los años noventa. Y, sin embargo, el principal y mejor imitador de Javier Marías es... Javier Marías, con el riesgo que eso implica. Para sus adeptos más fieles, un nuevo texto asegura el mismo disfrute, la edificación de un mundo propio, como obra todo gran escritor; para sus lectores más renuentes, Marías correría el peligro de repetirse, incurriendo en fórmulas que fueron felices hallazgos y que, a fuerza de calcos o duplicados (aseguran), se convierten en ejercicios manieristas. ¿En qué se diferenciarían las voces narradoras, los ecos shakespearianos, de Corazón tan blanco (1992) o de Mañana en la batalla piensa en mí (1994), sus monólogos, sus conjeturas, sus... ? Hablamos de novelas que están entre Todas las almas y Tu rostro mañana, novelas que comparten un modo de hacer, de narrar, de transcribir el mundo: la digresión, la perorata, el excursus, los rodeos, las cavilaciones, los meandros, los desvíos, las disquisiciones, las acotaciones hechas también por un traductor-intérprete o por un negro. En principio, quien traduce es un mero transmisor que busca equivalencias sin añadir, sin cambiar el significado, sin aportar nada propiamente suyo; de entrada, un negro en el sentido particular que se le da a esta expresión cuando se califica a quien escribe por otro es el que presta la palabra para verbalizar las ideas de aquél sin agregar nada, omitiendo, pues, su autoría. El intérprete de Corazón tan blanco y el redactor de Mañana en la batalla piensa en mí son, sin embargo, unos fisgones a los que les suceden cosas por entrometidos o por simple azar y, por ello, son unos inevitables indiscretos que hablan y hablan y hablan para nosotros aventurando lo que no saben pero finalmente han sabido o lo que no han pensado que les pueda pasar pero a la postre les pasa. Hay, en efecto, un tono común en los narradores de todas estas novelas, una voz cuyas inflexiones, amplificaciones, repeticiones graves y humorísticas hacen familiar la escritura de Marías, hasta llegar justamente a la más confesional, hasta llegar a Negra espalda del tiempo (1998). ¿Se lo reprochamos, pues? ¿No será, acaso, que ésa es la mejor forma que tiene de contar la vida, con esas variaciones, un hallazgo intratextual, de autocita, de autoparodia?
Así es la existencia, parece decirnos: con la digresión como principio y con la ignorancia atrevida y conjetural como conducta, y así la cuenta también, a retazos, en Baile y sueño: es como ver una gota de sangre en lo alto del primer tramo de una escalera, en la casa de un respetable profesor de Oxford, sin saber a qué atribuirla; es como atisbar a través de la ventana a un bailarín en la casa de enfrente ejecutando pasos de baile sin oír la música que le acompaña, sin saber qué le marca el ritmo; es como escuchar una conversación ya iniciada o un monólogo que alguien deba traducir, palabras de las que se entienden las frases, unas palabras que pueden ser convertidas y reproducidas, pero sin saber a qué asunto aluden; o es, en fin, como si alguien nos narrara una historia de espías cuando el protagonista ya ha dejado de serlo o cuando esos hechos que se cuentan en pasado, en un pasado reciente, nada dicen del presente de la enunciación. Así, en efecto, es la vida.