Director: Rogelio López Blanco      Editora: Dolores Sanahuja      Responsable TI: Vidal Vidal Garcia     
  • Novedades

    Wise Up Ghost, CD de Elvis Costello and The Roots (por Marion Cassabalian)
  • Cine

    Conocerás al hombre de tu vida, película de Woody Allen (por Eva Pereiro López)
  • Sugerencias

  • Música

    Outside Society, CD de Patti Smith (por Marion Cassabalian)
  • Viajes

  • MundoDigital

    Por qué los contenidos propios de un web son el mayor activo de las empresas en la Red
  • Temas

    Historia y geografía del sentimiento antioccidental
  • Blog

  • Creación

    Desayuno de tedios con café y azúcar (por Zamir Bechara)
  • Recomendar

    Su nombre Completo
    Direccción de correo del destinatario
Javier Cercas

Javier Cercas



Justo Serna es profesor Titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia

Justo Serna es profesor Titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia

"La verdad de Agamenón" (Tusquets, 2006)

"La verdad de Agamenón" (Tusquets, 2006)

"La velocidad de la luz" (Tusquets, 2005)

"La velocidad de la luz" (Tusquets, 2005)

"Soldados de Salamina" (Tusquets, 2003)

"Soldados de Salamina" (Tusquets, 2003)

"El móvil" (Tusquets)

"El móvil" (Tusquets)

"El vientre de la ballena" (Tusquets)

"El vientre de la ballena" (Tusquets)

"El inquilino" (El Acantilado)

"El inquilino" (El Acantilado)


Opinión/Entrevista
El narrador y el héroe. Conversación con Javier Cercas
Por Justo Serna, lunes, 26 de junio de 2006
En el Diccionario de ideas recibidas, que retrataba con sarcasmo la sociedad del Ochocientos, Gustave Flaubert no incluyó las voces éxito o fracaso. En ese inventario de tópicos, el escritor se mofó de los usos culturales entonces imperantes, de sus hábitos, de sus prácticas. Husmeando entre las distintas entradas del Diccionario, confirmo que Flaubert sólo anotó la palabra gloria, de la que dijo que “no es más que un poco de humo”, algo evanescente, sí, algo que no perdura y que carece de consistencia, pero algo que le preocupó toda la vida.
A pesar de que un suceso editorial podía encumbrar a los romancistas del momento, aquellos novelistas que difundía el feuilleton de los periódicos, lo cierto es que la celebridad del literato era un hecho lento y sus efectos duraderos, algo más que humo. Salvo que interviniera la justicia, como así fue en el caso de Flaubert o, después, en el de Oscar Wilde, lo normal era que la fama no alterara profundamente el retiro del escritor, sus modos de fabular, la ideación a que se forzaba. Piénsese, por ejemplo, en el propio autor de Madame Bovary: es sabido hasta qué punto se obstinó en un encierro que consideraba preciso para materializar su fértil imaginación. En aquellos tiempos de sosiego rural que Flaubert se permitió, el éxito no alteraba la empeñosa tarea del creador.

Fundido en negro...

Resulta admirable de qué modo afronta usted el éxito literario, sus ventajas, pero también sus espejismos, sus quimeras. En vez de tomarlo como fenómeno externo, eso que le sucede a un autor cuando le sobreviene lo que no estaba previsto, lo convierte en materia textual. Para un novelista no hay mejor modo de abordar lo que en la vida le sucede, el éxito o el fracaso: la conversión de los datos de la realidad en objeto de relato, de examen y de ficción le obliga a afrontar lo que el azar le trae y para lo que no hay indicios previos que informen.

El narrador de La velocidad de la luz (2005), ese narrador sin nombre que nos cuenta la historia en primera persona y que se implica en lo que nos detalla, dice haber publicado una “novela sobre la guerra civil, convertida inesperadamente en un notable éxito de crítica y en un pequeño éxito de ventas”. Las similitudes entre quien habla y quien escribe, autor de Soldados de Salamina, nos autoriza a identificar al relator y al autor. No son la misma figura, desde luego, pero hemos de suponer que hay mucho de ese escritor llamado Javier Cercas en el personaje principal de La velocidad de la luz. En general, estas confusiones las ha facilitado el propio autor en ésta y en otras narraciones anteriores.

Pues bien --nos dice--, durante años, nada apuntaba a esa circunstancia excepcional, a ese triunfo. En efecto, tras escribir y publicar, el narrador sin nombre de La velocidad de la luz estaba empezando “a incurrir en el escepticismo resabiado de esos plumíferos cuarentones que hace tiempo arrumbaron en silencio las furiosas aspiraciones de gloria que alimentaron en su juventud y se han resignado a la dorada medianía que les reserva el futuro sin apenas tristeza ni más cinismo que el indispensable para sobrevivir con alguna dignidad”. Esa circunstancia, añade, “había rebasado mis expectativas más halagüeñas”.

Llega el verano, cambiamos de temporada y con ella se produce la nueva avalancha de títulos, libros que desplazan a otros libros, que dejan añoso y distante aquel volumen o aquel otro. Con la nueva estación literaria, en efecto, “los libros de la anterior quedan confinados al olvido de los últimos estantes de las librerías”. Lejos de ocurrirle lo mismo, al narrador que nos cuenta todo esto le sucede un portento editorial, “la sorpresa: como si durante el verano los periodistas se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a convocarme para hablar de ella periódicos, revistas, radios y televisiones”. Pero no sólo los miembros destacados de la industria cultural: “como si durante el verano los lectores se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a llegarme noticias alborozadas de mi editorial según las cuales las ventas del libro se había disparado”.

Ese suceso le llevará a un agostamiento, a una extraña parálisis, en principio placentera: “justo un año después de la publicación de mi novela (...) hacía ya muchos meses que había dejado por completo de escribir”, saboreando “el tósigo jubiloso del triunfo”, pero acarreando también “las mentiras, las infidelidades y el alcohol” que le alejan sentimentalmente de su mujer y de su familia. Vivirá, en efecto, durante meses y meses de acuerdo con una “lógica de aniquilación” en la que se hallaba atrapado, maldición que logrará conjurar con un amor inverosímil, imprevisto, y con el hecho de narrar, de contar la imposibilidad misma de escribir una historia de pequeños heroísmos de la que no tiene significado definitivo ni explicación.

Fundido en negro...

Como le dijo Gustave Flaubert a Maxime du Camp en junio de 1852, “ser conocido no es mi inquietud principal, esto satisface únicamente a las vanidades muy mediocres (...). La fama más absoluta no te sacia y uno muere casi siempre con la incertidumbre del valor de su propio nombre, a menos que uno sea un idiota (...). El éxito es el resultado y no el fin. Ahora bien, voy hacia esa meta y desde hace tiempo, sin tropezar ni detenerme”, una meta que tiene algo de fantasmagórica, pero “tratándose de fantasmas, prefiero el de mayor estatura”. Exactamente como el narrador sin nombre de La velocidad de la luz: no le complace la gloria efímera de su novela sobre la guerra civil y, como Flaubert, vive o sobrevive con la incertidumbre de su propio valor a pesar de la porfía con la que buscó siempre ese fantasma de gran estatura que es el éxito.
“Apenas creo en lo que llaman gloria y, sin embargo, me mato por ella”, le confiesa otra vez Flaubert a Roger de Genettes en 1860. Exactamente como el narrador sin nombre de La velocidad de la luz. No sabemos cuánto hay de cierto, de real, en lo que ese relator nos cuenta, pero el auténtico éxito que usted ha alcanzado es haber conjurado dicha gloria con los mismos recursos que la provocaron: con la prosa consciente, demorada, reflexiva, y con el menoscabo y con la felicidad con que escribió Soldados de Salamina, El vientre de la ballena, El móvil o El inquilino.


Justo Serna: En sus novelas, el lector detecta, quizá indebidamente, una afinidad, incluso un parentesco, entre los protagonistas o narradores y usted mismo. Ahora bien, ese tratamiento de la propia experiencia lo suele hacer con buenas dosis de humor. Con esos ardides facilita la identificación confusa y la presunta autobiografía. ¿Por qué le digo todo esto? Porque incluso hace llamar a alguno de esos narradores Javier Cercas, atribuyéndole a la vez rasgos que no son los de su persona real, circunstancias que no son las del Javier Cercas escritor. ¿Hasta cuándo se va a servir del expediente de la ficción autobiográfica? Aún le rinde frutos, pues, por lo que veo, el cuento que cierra La verdad de Agamenón es un giro sobre ese desdoblamiento narrativo.

Javier Cercas: En mis dos últimos libros hago un uso casi explícito –aunque muy distinto en cada caso- de la ficción autobiográfica, pero me parece que esta se halla latente en casi todo lo que he escrito, incluido por supuesto algún libro digamos periodístico, como Relatos reales, que es donde creo que aprendí más sobre las virtualidades de ese procedimiento. Éste, si bien se mira, no tiene nada de nuevo, porque la poesía lírica ha hecho uso de él desde casi siempre: el yo que habla en un poema de Villon, de Garcilaso o de Whitman no es nunca el yo real del poeta, sino un instrumento del que éste se vale para decir lo que quiere decir, una ficción en unos casos más próxima al poeta de carne y hueso y en otros menos. Insisto en que en cada novela ese yo está usado por razones distintas y con distintas finalidades, pero siempre obedeciendo a la lógica que el libro impone (en Soldados de Salamina, por ejemplo, el narrador tenía que llevar mi nombre real, porque todos los personajes llevaban su nombre real y la novela debía tener la apariencia de una crónica o libro de historia o reportaje periodístico; en La velocidad de la luz, el narrador no lleva mi nombre, entre otras cosas porque se trata de una fábula, igual que lo son El móvil o El inquilino). Por lo demás, usaré ese procedimiento siempre que me permita decir aquello que quiero decir y que, antes de empezar a escribir, no sabía que quería decir. A lo mejor no lo vuelvo a usar nunca. Lo más probable es que el procedimiento se transforme, se convierta en otro, se adapte a la lógica de los libros que escriba. Veremos.

Justo Serna: En sus narraciones, suele haber un enigma, un personaje contemporáneo o remoto del que se saben muy pocas cosas o cuya fisonomía, cuya motivación, cuya inclinación están oscuras. De hecho, desde El móvil hasta La velocidad de la luz, los narradores de las historias (o quienes emprenden las pesquisas) suelen mostrarse impotentes a la hora de aclarar ese misterio menudo al que se enfrentan. Eso no les impide dejarse llevar por una fantasía desbocada (fruto de indicios abrumadores) o, simplemente, por las conjeturas desenfrenadas a que se entregan con instinto de sabuesos. A veces no hay tal misterio y, por tanto, el personaje indagado sólo es una esfinge sin secreto. En otras ocasiones, el individuo rastreado se nos aparece finalmente como un sujeto indescifrable, quedando el investigador como un tipo empeñoso pero fracasado.

Javier Cercas: La descripción me parece exacta. Puede que a fin de cuentas yo no escriba más que una especie de novelas de enigma en las que el enigma es finalmente irresoluble, lo que quizá es una metáfora de la literatura (o, más en general, del conocimiento): ésta busca encarnizadamente una verdad sabiendo que al final esa verdad se le va a escurrir de las manos, y por el camino descubre que la verdad que buscaba no se hallaba en la resolución imposible del enigma, sino en su planteamiento. Me doy cuenta de que ese enigma es casi siempre un enigma moral, pero lo que importa es que la solución al mismo –como no podía ser de otra forma, puesto que estamos hablando de literatura-- no se halla en el qué, sino en el cómo. Por lo demás, ese planteamiento general es también, me temo, una metáfora del modo en que esos libros han sido escritos: como escribiendo parto siempre de una perplejidad, soy incapaz de concebir la escritura de un libro como relato de una historia; la concibo como proceso de averiguación de una historia.

Justo Serna: Ese sujeto hermético, en ocasiones es un tipo miserable, incluso monstruoso, pero en otras es un héroe. Un héroe en sus novelas no suele ser un individuo belicoso, sino alguien que se propone no incrementar los males del mundo, alguien que se empeña en evitar el dolor gratuito. Decía Albert Camus que el hombre rebelde, el hombre sublevado, es aquel que --sabiéndose arrojado al mundo sin auxilio providencial que le salve— decide tomarse en serio su finitud. Sortea, en fin, toda determinación que le justifique...

Javier Cercas: Ah, eso creo que vale para Miralles (de Soldados de Salamina), que es el único héroe de verdad que aparece en mis novelas. No sé, la noción de heroísmo está absolutamente desprestigiada, en gran parte por culpa de la mefítica retórica de las patrias y las banderas, lo cual tal vez explique que la literatura del siglo XX haya desertado de la épica. Mucho me temo que en mis últimos libros he pretendido temerariamente recuperar algo del sabor olvidado de la épica y, en esa medida, creo que todos contienen una reflexión sobre la naturaleza del heroísmo. Desde luego, no he averiguado todavía qué cosa sea éste.

Justo Serna: En sus novelas, los varones que las protagonizan o que narran suelen ser individuos ciclotímicos y con una evidente tendencia alcohólica. Muestran empeños, tesones que los dignifican, a veces espoleados por el whisky, pero a la vez suelen estropearlo todo o casi todo cuando se dejan llevar por sus quimeras beodas o fantasiosas. Así, no son infrecuentes actitudes o hábitos desastrosos. Es un concepto del hombre muy poco favorecedor, sin duda.

Javier Cercas: Bueno, no me parece que la naturaleza humana sea como para tirar cohetes, de manera que yo creo que los narradores de mis novelas –o por lo menos algunos, los que usted describe con tanta exactitud- son gente bastante común. Es más: en muchas cosas yo me siento muy identificado con ellos. Es más: yo creo que ellos son bastante superiores a mí. Dirá usted que no tengo un alto concepto de mí mismo, pero es que quien tiene un alto concepto de sí mismo o es un iluso o es un necio. Tertium (casi) non datur.

Justo Serna: En sus ficciones, las mujeres que acompañan al protagonista son de dos tipos. O bien son las esposas de las que se ha separado, divorciado o matado con imprudencia temeraria; o bien son los ligues..., que suelen proceder de ambientes populares o desolados. A estas últimas les faltan estudios o cultura, aunque demuestran, en general, gran sensatez. La vida las ha maltratado, pero revelan a la vez resignación y buen humor. ¿Hay condescendencia en ese retrato?

Javier Cercas: Me horrorizaría que la hubiera. Ahí se transparenta sin duda mi experiencia, y la de muchos hombres. En mi familia hay muchas mujeres –tengo cuatro hermanas y una madre potente-- y siempre he tenido la impresión de que el sentido común de las mujeres que yo conozco –su arraigo en la realidad, por así decir-- es muy superior al mío. Espero que no sea una forma de machismo a la inversa. Además, mi experiencia me dice que mucha gente aparentemente tonta –como los ligues de los que usted habla-- es en realidad muchísimo más inteligente que mucha gente aparentemente inteligente.

Justo Serna: En sus narraciones, el protagonista suele ser el escritor de su propia novela o, incluso, relator de una ficción que se está urdiendo, con ecos flaubertianos. Aunque El móvil está dicha en tercera persona, lo cierto es que el esfuerzo de narrar y sus dificultades son lo básico: es una nouvelle cuya acción transcurre en la Barcelona de los ochenta, un relato en el que se nos cuenta una historia que hace del hecho de contar su motivo. En esa novela, el narrador se esfuerza por adaptar la realidad a sus metas literarias provocando efectos aciagos.

Javier Cercas: Yo ya he dicho demasiadas veces que con el tiempo me he dado cuenta de que escribo novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas. Eso ocurre ya, en efecto, desde El móvil, donde a lo mejor ya está, como in nuce, todo lo que he escrito después. Y, sí, el proceso creativo forma parte de la propia creación, no me gusta hurtárselo –a menos que sea necesario-- al lector. ¿Por qué voy a hacerlo? Es algo, además, que la novela ha hecho desde su mismo nacimiento. Por otra parte, el combate entre la ficción y la realidad –o entre la ficción y la historia--, sus relaciones y vaivenes, el impulso misterioso que nos lleva a inventar mentiras que sean más verdad que la propia verdad, la capacidad de la ficción para competir con la historia, son cosas que me han interesado (ahora lo veo) desde siempre, y, como todavía no tengo una respuesta para las preguntas que ellas plantean, mucho me temo que voy a seguir explorándolas. A lo mejor el día que tenga una respuesta dejo de escribir.

Justo Serna: Más infrecuente en su obra es el empleo de la fantasía. Salvo en El inquilino, que parece un homenaje a Julio Cortázar, es raro el uso de lo fantasmagórico. Adopta una clave kafkiana en dicha novela: un orden cotidiano que se ve completamente perturbado... ¿por una percepción errónea de la realidad? O, como dicen distintos personajes de esa novela, “a veces las cosas más tontas nos complican la vida”. Esa complicación fantasmagórica de la vida que, insisto, es inhabitual en sus narraciones tiene, sin embargo, un elemento recurrente en sus obras: la duplicación, algo, por cierto muy borgiano y que llega hasta La verdad de Agamenón, como antes le recordé.

Javier Cercas: Yo no creo que lo fantástico sea tan inhabitual en mis libros; lo que ocurre es que está latente o escondido, o que en algún momento decidí suprimirlo de ellos. Quizá los dos autores que más he releído son Borges y Kafka. Los empecé a leer muy pronto, y aún no he dejado de leerlos. En mi primera juventud leía muchísimo a Poe, a Bioy Casares, a Cortázar, a Calvino, a H. G. Wells, todos grandes autores de literatura fantástica. Esas lecturas se reflejan en El móvil; en la primera edición de El móvil, que constaba de cinco cuentos deudores de esos autores y de algún otro, casi todos de corte fantástico. Evidentemente, El inquilino es una novela casi plenamente fantástica –una pesadilla realista, la llamaría yo, más cercana a Kafka que a cualquier otro escritor--, y el tema del doble aparece no sólo en ella, sino en alguno de los cuentos que he escrito con posterioridad, muchos de ellos inéditos. ¿Y no está latente incluso en Soldados y en La velocidad, que giran en torno al destino de dos hombres de algún modo enfrentados? No sé, a lo mejor uno de los temas de fondo de esas novelas, como lo evidentemente de El inquilino y de algunos cuentos, es el de la identidad, otro misterio que la literatura se propone resolver sabiendo que no puede resolverse.

Justo Serna: En su primera novela está ya el credo básico que a usted le anima: entre otras cosas, la confusión, aleación o mezcla entre los hechos y los relatos, entre la circunstancia histórica y el relato real que la capta, que la traduce en palabras. Esa noción, la de relato real, ha regresado una y otra vez en sus obras. Los motivos narrativos de Soldados de Salamina y de La velocidad de la luz los ha revelado usted mismo en sus libros de crónicas, de reportajes (en Relatos reales y en La verdad de Agamenón). Es decir, sus éxitos más celebrados son, sobre todo, la reescritura de casos procedentes del mundo externo, como dicta la tradición novelesca. Y esa expresión, relato real, le ha obligado a entablar algunas controversias con lectores que le reprochan el uso de la invención. Sus narradores dicen escribir un relato real o una novela falsa y lo pregonan dentro de una ficción. Esto ha suscitado malentendidos. Si en el interior de una novela el narrador dice que escribe un relato real, entonces provoca un desconcierto, desde luego. Eso, que es lo que sucede en Soldados de Salamina, es lo que, al parecer, ha confundido a algunos lectores, ¿no?

Javier Cercas: Sí, sin la menor duda. Eso resulta por un lado halagador y por otro desconcertante. Halagador porque evidentemente lo que un novelista quiere –desde siempre: desde el Quijote, desde el Lazarillo, desde Robinson Crusoe–es que su ficción pase por ser real: que sea para el lector la realidad, al menos mientras dura la lectura. Desconcertante porque no acabo de entender que eso provoque controversias que sólo pueden ser calificadas de infantiles: es como que provocase controversias morales el hecho de que Cervantes nos hubiese engañado asegurándonos que su historia no la inventó él, sino que fue fruto de la imaginación de Cide Hamete Benengeli, y que él sólo estaba traduciéndola. Imaginemos a alguien acusando a Cervantes de mentiroso por haber hecho eso. Bueno, pues es lo que, salvando todas las distancias –la más corta: la temporal-, ha ocurrido en mi caso. Ay, señor.

Justo Serna: Soldados de Salamina ha alcanzado un éxito descomunal. Desde luego por las virtudes de la novela, por la ingeniosa mezcla de referencias históricas, autobiográficas; por la emocionante pesquisa en que se involucra el narrador, un narrador llamado Javier Cercas. Ha sido un suceso editorial porque la novela, además, está repleta de referencias cultas que el lector acepta y que se le proporcionan contextualmente, en el momento preciso. Ha sido un logro literario porque hace de una vicisitud presuntamente irrelevante un caso de enseñanza moral, al modo de las microhistorias. O, como dice en La verdad de Agamenón: prefiere leer o contar aquellos libros que “disparan en mi imaginación una historia o un dilema moral, que es lo que toda buena historia casi siempre plantea”.

Javier Cercas: Es usted muy generoso, pero la verdad es que yo ignoro las causas del éxito de Soldados. Supongo que, como las de casi cualquier otro éxito –y no sólo literario--, son un misterio, un misterio que yo soy incapaz de resolver y que –para ser del todo sincero-- no me interesa nada resolver. Yo simplemente escribí el mejor libro que pude. Igual que con El móvil, El inquilino, o El vientre de la ballena. El resto lo pusieron los lectores. No sabemos qué es el resto, pero fueron ellos quienes lo pusieron.

Justo Serna: A pesar de abordar el fusilamiento, el fusilamiento fallido, de Rafael Sánchez Mazas, Soldados de Salamina no convierte la Falange en objeto de nuestra simpatía. Por tanto, la novela no incurre en el revisionismo ni tampoco en la equidistancia, dos extremos que hoy vemos entre tantos.

Javier Cercas: Eso me parece evidente, lo cual no quiere decir que yo no intentara entender la Falange, o el fascismo, o a Rafael Sánchez Mazas. Por supuesto que quise hacerlo: era mi obligación, igual que –salvando todas las distancias, otra vez-- era la obligación de Shakespeare entender a Macbeth o la de Dostoievski entender a Raskolnikov, dos tipos bastante menos recomendables que Sánchez Mazas. Entender –casi avergüenza aclararlo-- es lo contrario de justificar, pero la misión de la literatura es explorar todas las posibilidades infinitas de lo humano, incluyendo por supuesto las más monstruosas. Y en cuanto a lo del revisionismo, si por tal cosa se entiende la necesidad de revisar permanentemente nuestra visión de la historia, de reinterpretarla para entenderla mejor, bueno, me parece que esa es la obligación no sólo del historiador, sino de cualquier persona con algún interés por entender el mundo y entenderse a sí mismo. No soy tan vanidoso como para creérmelo, pero ojalá Soldados hubiera dado una visión nueva y distinta de la guerra española.

Justo Serna: De acuerdo, tiene razón en su apostilla. Pero me admitirá que, más allá de la guerra, por encima de todo, el gran éxito de Soldados de Salamina probablemente se deba a que nos presenta la encarnadura real del héroe de nuestros días. Queremos ver en Miralles (el personaje que no delató a Sánchez Mazas) a uno de los nuestros, a un tipo heroico que no agiganta los males que la historia trae, a un sujeto anónimo que al actuar se define moralmente a sí mismo y, por extensión, a toda la humanidad. Es casi una concepción sartreana, diría. Después de los males del siglo hay individuos que se han comportado con decencia a pesar de estar en una situación límite. Con esa decencia es con la que queremos vivir después de la pasión política, ¿no?

Javier Cercas: Sí, sin la menor duda. Yo creo en la posibilidad de la decencia moral; en realidad casi sólo creo en eso. Creo en eso, que es casi un milagro, y me conmueve mi propia ingenuidad. Que, pese a todo, sea posible ser valiente, leal, limpio y generoso, en fin, no quiero otra cosa para mí, aun sabiendo que nunca voy a tenerla. En cuanto a la política, bueno, eso es un asunto distinto. Si me obligan a elegir, prefiero mil veces ser una persona decente que acertar políticamente.

Justo Serna: Pero regresemos al principio. Además de todo lo dicho, en su primera narración, en El móvil, la clave del desastre a que se ve enfrentado el protagonista era que el personaje escritor se sabía heredero de una gran tradición a la que ya no puede rebasar o superar o mejorar. Al hacer explícito ese hecho con el auxilio de Álvaro, convierte su novela en un artefacto metaliterario. Usted, en esa nouvelle, se servía de la ironía posmoderna, del humor implícito de quien se sabe inevitablemente epígono. “Lo esencial”, dice el narrador, es retomar esa tradición e insertarse en ella”. O, en otros términos, “lo esencial es crearse una sólida genealogía. Lo esencial es tener padres”, parece decir un narrador que se pone en la piel del profesor. Por eso, no es raro que en sus novelas haya una cita culta, una reminiscencia de la tradición, una frase que, a modo de ritornello, sirve para marcar, para puntuar el relato, para anclarse.

Javier Cercas: La literatura no es una cosa separada de la vida, sino una forma de la vida: está integrada en ella, forma parte de ella; separarla de la vida es matarla. Quizá por eso en mis libros la literatura y la vida forman un todo a menudo indiscernible, o en cuyo discernimiento consiste principalmente el asunto de la novela. Así que es cierto: textos ajenos desempeñan a veces funciones estructurales en mis libros, y otras veces se integran en su cuerpo como si formaran parte de él. Muchas de las mejores cosas que me han pasado en la vida no me han pasado, sino que las he leído, de manera que es natural que ellas formen parte, también, de los materiales con los que construyo mis libros.

Justo Serna: Hablando de profesores: en sus novelas, tampoco faltan representaciones del mundo universitario. Pienso en El inquilino, en El vientre de la ballena y en La velocidad de la luz. Imagino que recrea su propia experiencia norteamericana y española, haciéndolo, además, con una ironía demoledora, incluso con un sarcasmo muy divertido, aunque dolido. La Universidad que usted describe con tipos humanos verdaderamente detestables aparece como el lugar de la pedantería, de las inquinas y de las insidias. Al menos hasta ahora mismo ha sido su casa, ¿no?

Javier Cercas: Ha sido mi casa y lo sigue siendo, aunque ya voy poco por allí. Yo discrepo un poco de la visión que usted ofrece de la visión que yo ofrezco en mis novelas de la Universidad. Yo no sería tan pesimista. En realidad, y visto lo que hay afuera, la Universidad es un lugar apacible y lleno de excelentes personas. No sé, supongo que podría decirse que es un microcosmos que, como el de un banco o el de una tienda de electrodomésticos, concentra casi todo lo que se puede encontrar en el mundo, con determinadas peculiaridades, en el caso de la Universidad el hecho de estar habitada por personas en principio dedicadas a la vida del intelecto, bastante inaptas para la vida –por no decir directamente inadaptadas--, cosa que tal vez las vuelve más interesantes. Es verdad que yo me dediqué a la Universidad no por vocación, sino sobre todo para ganarme la vida, y que mi carrera académica es perfectamente descriptible. Pero también es verdad que mi dedicación académica me apasionó y me ha sido utilísima. Después de todo, en el fondo nunca dejaré de ser un filólogo; un filólogo muy modesto, pero un filólogo –y no creo que mis libros puedan entenderse sin el rigor que la filología impone--. Después de todo, eso es quizá lo que siempre quise ser.

Justo Serna: Dejemos a los profesores. En sus dos últimas novelas, el protagonista y narrador ejerce el periodismo. Lo simultanea con la docencia o con la propia escritura. Es decir, es un escritor y antes que eso... periodista. El reportero de sus novelas es un tipo habitualmente angustiado por un cierto desencaje profesional, por los apremios a que le obliga el empleo. Lo curioso es que no suele presentarnos a los tipos humanos que pueblan esas redacciones... Parece haber una evocación distante.

Javier Cercas: Es que yo no conozco las redacciones de los periódicos (o sólo las conozco de visita), mientras que sí conozco la Universidad. Quiero decir que no las he vivido, y yo procuro escribir casi sólo de lo que he vivido o conozco muy de cerca. Pero, así como he aprendido mucho de la filología, de la Universidad, también he aprendido mucho del periodismo... En fin, de eso que hago yo en los periódicos, que no pretende aspirar a la condición de periodismo, que se queda simplemente en literatura escrita para los periódicos. Una literatura que te obliga a ciertas disciplinas que, especialmente para alguien como yo –que tiende a ser un escritor libresco, de gabinete--, han sido extremadamente útiles, en lo que ser refiere a los procedimientos, pero también al estilo y a la concepción del relato. Siempre he pensado en la novela como un género voraz, que lo admite y digiere todo, y creo que los procedimientos del periodismo –siempre que se sepa usar los buenos y despreciar los malos, o simplemente los inservibles-- pueden integrarse muy bien en ella, igual que hace tiempo integró los de la poesía, la épica y el teatro y, hace menos tiempo, también los del ensayo.

Justo Serna: Pero, además de estos motivos constantes en sus obras, en La velocidad de la luz hay un tratamiento verdaderamente ingenioso, audaz, del éxito, de lo que significa el éxito literario. Quien narra se le parece a usted extraordinariamente: como usted, ha conseguido un gran suceso editorial con una historia ambientada en la Guerra Civil. Pero contrariamente a lo que a usted le ocurre el éxito le lleva, en principio, al desastre personal y familiar. Es decir, parece como si convirtiera su ficción autobiográfica en un muestrario de situaciones potenciales. ¿Qué me habría ocurrido si hubiera sucedido esto o lo otro? Ésa parece ser una forma de hacer historia virtual, pero sobre todo ésa parece ser una forma de conjurar el riesgo de la gloria.

Javier Cercas: De nuevo vuelve usted a acertar de lleno. Escribir es experimentar con uno mismo –experimentar todo aquello que la vida no permite experimentar-- y la novela se formula siempre, en efecto, una pregunta: ¿qué habría ocurrido si...? Cervantes llega a su vejez de escritor fracasado, y se pregunta ¿qué habría ocurrido si en vez de haber escrito lo que he escrito, en vez de ser un veterano de Lepanto y un hombre infeliz me hubiera pasado la vida encerrado en una aldea, haciendo vida de hidalgo y leyendo libros de caballería, que es lo que en realidad me hubiese gustado hacer? Y entonces va y empieza a escribir el Quijote. Sí, la novela es una forma de historia virtual, y también una forma de exorcismo. Por eso no se puede vivir sin ella.

Justo Serna: En sus novelas, sobre todo en las dos últimas, el problema de la historia aparece en toda su complejidad. El pasado es algo aparentemente descifrable y, sin embargo, a poco que nos adentremos, acaba siendo una materia evanescente. Tal vez porque los documentos no enseñan, no muestran, sino recortan, seleccionan... Del pasado nos llegan noticias a las que no sabemos dar su significado, justamente porque son versiones falibles y parciales, siempre parciales. Ese pasado, además, se recupera sólo a partir de los vestigios escasos y deformados que subsisten: personas que lo vivieron y que lo recuerdan malamente o individuos que recordando bien se ven compelidos por su ideología, por su inclinación, por su actual ubicación. El documento es un instrumento interesantísimo: nos da y no nos da.

Javier Cercas: De esto sabe usted mucho más que yo, así que le dejo a usted el tema. Pero, en fin, puedo decirle que de pequeño lo que yo quería era ser historiador, y, no sé cómo, llegué a la literatura, que entonces debió de parecerme una forma más libre o más completa de historia. En todo caso, volvemos al principio, a la imposibilidad de hallar una verdad sólida, inapelable, porque la verdad siempre se nos escapa de las manos. La verdad existe, existe en alguna parte –la verdad histórica, también, desde luego--, pero sólo podemos acercarnos a ella con grandes dosis de humildad, sabiendo que no hacemos más que asediarla, acosarla, sabiendo que nunca la vamos a atrapar, o que sólo la atraparemos elípticamente. Esa elipsis, creo, es la literatura.

Colofón

Me invita usted a pronunciarme sobre la historia... Escribió Soldados de Salamina --lo que llamó equívocamente un relato real-- con el fin de evocar un acto de piedad en plena Guerra Civil española: la decisión simple pero dignísima tomada por un soldado republicano de no delatar a un enemigo falangista, un enemigo que luego resulto ser importante (Rafael Sánchez Mazas). Gracias a esa conducta benevolente, de compasión y de humanidad, el falangista pudo evitar su captura y su segura muerte. Toda la novela gira en torno a este acto y hay en el relato y en la lección moral que entraña una filosofía de la existencia bien explícita y que yo veo sartreana, incluso kantiana. No hay empresa que acometamos que nos resulte indiferente, no hay acción que emprendamos que sea irrelevante: en cada acto nos la jugamos. ¿Por qué razón? Porque al tomar una decisión u otra definimos un modelo particular de humanidad, delimitamos qué tipo de ser humano hemos querido ser. Con cada elección acarreamos un pasado en el que queremos apoyarnos y juzgamos directa o indirectamente lo que hay que hacer.

El acto que nos salva o que nos hunde, que nos condena o que nos redime, es una decisión de la que somos capaces nosotros mismos y que poco tiene que ver con el acogimiento colectivo, con el colectivismo bajo el que cobijarnos. Muchos nos preguntamos acerca del inmenso suceso de Soldados de Salamina. En realidad, como usted reconoce en la conversación que precede, en dicha novela se hace explícita una sensibilidad que encaja muy bien con los requerimientos morales de nuestro tiempo: no hay un bando de los buenos, libres de duda, frente al mal localizado en otra parte. Hay conductas indignas y hay comportamientos valerosos, hay el empeño de obrar el bien o, al menos, el empecinamiento honroso de no agravar ni agrandar los males, la voluntad expresa de reconocer nuestras propias culpas. Creo haber leído todas sus obras, incluso el material parásito o secundario. No veo otras razones que justifiquen su acierto: está, en todos los casos, el acto heroico que endereza lo que estando torcido amenazaba con destruirnos, con anegarnos, arrastrados por la historia o la fatalidad.¿Podríamos decir que esta base moral que está en el origen de la novela es equivalente al revisionismo o a la equidistancia? Como usted mismo admite, el fenómeno Salamina no pregona revisión o indiferencia, sino otro modo muy distinto de tomarnos el pasado. No se trata de que hoy no puedan ni deban hacerse exámenes de la violencia franquista: la brutalidad de la dictadura, su empeño minucioso en el mal y en la venganza, no exculpa las crueldades cometidas por el bando de nuestras víctimas. La auténtica perversidad moral de la violencia del siglo XX no se resume en el enfrentamiento de bien y del mal, la de un bando frente a otro, como ciertos esquematismos o simetrías nos hacen creer, sino en la muerte masiva practicada sin escrúpulos morales. Claro que el nazismo fue un mortífero, un espantoso mecanismo de aniquilación. Claro que el primer franquismo tuvo sobre todo una vocación carnicera y vengativa. Pero los estudios históricos más significativos, esos que nos ayudan a entender mejor la complejidad de las actuaciones, son precisamente los que nos informan sobre las decisiones del sujeto en un contexto en donde todo parecía invitar al escapismo o a la indiferencia morales. De igual modo, las narraciones que nos dan sentido no confirman lo que ya sabemos: que la destrucción sistemática, que el instinto de muerte, que la sinrazón se localizan en una parte de la contienda, sino aquellas otras que nos obligan a evaluar la posición siempre incierta que tenemos cuando elegimos. Que estés en el bando legítimo, o que creas estar en el lado de los buenos, no te alivia del coste de las decisiones, de la decisión de obrar el bien o de emponzoñar la vida con el mal, insisto.

Nos hacen falta individuos dispuestos a tomarse como tales, nos hacen falta sujetos morales obligados a pronunciarse con fuerza, con tolerancia, con energía y con piedad, que den ejemplo y que con sus pequeñas elecciones tracen un tipo especial de humanidad, sin abandonarse al determinismo histórico, al fatalismo de la bondad, sin pretextar razones contextuales, sin justificarse externamente. Eso es la civilización. Hasta en los momentos más extremos, y el soldado republicano de Salamina está en uno de ellos, hasta en esos momentos, digo, el ser humano que se la juega tiene opciones: te sabrás arrojado al mundo, pero no invocarás la excusa de la causalidad. Si invirtiéramos los bandos en su novela, comprenderíamos mejor lo que quiero decir: si usted fuera un republicano que huye del acoso de sus perseguidores, unos enemigos feroces ebrios de guerra y de violencia, unos enemigos que esperan capturarle, incluso hostigarle con el mayor de los suplicios para finalmente fusilarle, ¿qué preferiría? La humanidad la definimos, en efecto, en cada uno de nuestros actos.

20 de junio de 2006
  • Suscribirse





    He leido el texto legal


  • Reseñas

    El samurái barbudo, de Kōda Rohan (reseña de Ana Matellanes García)
  • Publicidad

  • Autores