Reseñas de libros/No ficción
Adolf Beltran: "La Valencia fea" (Barcelona, Àmbit, 2005)
Por Justo Serna, martes, 4 de abril de 2006
Viajar no consiste sólo en recorrer geografías distantes e incluso inhóspitas. Hay una superstición novelesca que nos lleva a creer que la aventura es siempre lejana, que el riesgo que nos madura se da en parajes alejados. Y, sin embargo, lo bueno y lo malo están aquí al lado, así como lo bello, lo siniestro, lo feo o lo sublime: no son sentimientos que se deban buscar a miles de kilómetros, en viajes intercontinentales que templen nuestro espíritu. Hay aventuras sedentarias u ordinarias que nos sorprenden a la vuelta de la esquina.
En efecto, el desplazamiento más chocante puede darse cuando nos adentramos en lo cotidiano, en lo más cercano, viéndolo de otro modo. Y lo más próximo es esa ciudad sentimental de la que no escaparemos, aquella urbe en la que hemos crecido adaptándonos a sus esquinas. Es a esa localidad a la que entregaremos nuestros huesos y nuestros humores y, por eso, observarla bien nos obliga a abandonar los automatismos de nativo, a aguzar la mirada para distinguir lo que unos ojos perezosos no ven. Se trata de apreciar, de fotografiar, de tomar apuntes, al modo de un transeúnte accidental.
Con las pupilas bien abiertas, anonadado por las dimensiones de la ciudad y por la rareza de sus calles, el paseante inquisitivo mira pasmándose de lo que ve y de lo que no vio antes, de lo nuevo y de lo viejo, de la destrucción y del caos, de la coherencia arquitectónica y de la incongruencia estética. Se trata, sobre todo, de dejarse llevar por un estado de estupor, de perplejidad consciente. Este observador es alguien que recibe mucha información visual y que atesora numerosas noticias históricas, topográficas, urbanísticas, alguien que simplemente transita sin que nada de lo que distingue se le antoje familiar, obvio.
La ciudad es, así, un contexto inevitablemente incongruente. Pero, en el peor de los casos, es una suma de trozos que no casan y que amenazan con apoderarse de la totalidad como si de un cáncer se tratara, como si ese órgano se implantara hasta hacer su presencia numerosa, visible, dominadora. A esto, en arquitectura, se le llama feísmo
Ya lo veo: este trotamundos que camina sin prisas por nuestras calles, por la Valencia nueva y vieja, justamente para hacerse una idea cabal del todo y de las partes, del entero y de los detalles, un retratista que es capaz de reproducir en sus fotografías algo de lo que hay y de lo que ve, un viandante rodeado de señales a las que no siempre puede dar significado es... Adolf Beltran. Y obra al modo de Baudelaire. Concebida así su tarea, la ciudad se convierte en una infinita, pasmosa e inagotable fuente de recursos: mira con avidez, con la urgencia posesiva de quien cree que lo tiene todo por captar; mira con el hechizo o con el deslumbramiento inconcebible del niño que está aprendiendo a conocer su barrio. Todo o casi todo le interpela, puesto que, al verlo de ese modo, es nuevo, es chocante: es un observador que carece de rutinas y es un transeúnte sensible a las sugerencias de un mundo que se percibe extraño, incluso amenazador, de una ciudad que en ocasiones parece hostigarlo con sus horrores estéticos, por ejemplo. La ciudad le sorprende desmintiendo sus vaticinios de habitante. ¿Y qué ve? La Valencia fea.
¿Qué es lo feo? Sin duda es lo opuesto a lo bello, una categoría de la estética, algo que pertenece a la disciplina del gusto. Pero, hoy, después de tantas adhesiones o impugnaciones, de tantas tradiciones, aunque también de tantos relativismos –dice Beltran--, lo feo es un concepto evanescente, discutible, un juicio que es difícil fundamentarlo en esquemas de referencia irrebatibles: en el buen sentido, por ejemplo. Después de las vanguardias y, sobre todo, después del posmodernismo, que recicla lo antiguo sometiéndolo al collage y a la ironía, a la composición inaudita de un todo fabricado con materiales ya empleados, la fealdad es una categoría debatible y, además, un dictamen pronunciado siempre bajo determinadas circunstancias. Antes del posmodernismo, los contextos eran obvios: había tradiciones y había soluciones ensayadas, había congruencias entre partes que eran solidarias. Pero desde que la estética del siglo XX arruinó la estabilidad de la urbe y de las artes burguesas, el juicio y el gusto también se tambalean. ¿Que un detalle del entero parece ser incoherente? La deliberación de estos contrastes forma parte de las audacias del artista o del urbanista.
Pero lo feo, que atenta contra el equilibrio, contra lo apolíneo, contra lo estable, contra lo coherente, puede alcanzar el estatuto de lo sublime precisamente, hasta cobrar, con el paso del tiempo, una pátina de belleza. Modas que fueron espantosas las vemos después con gusto o se recuperan como si fueran hallazgos involuntariamente refinados
Ahora bien, la ciudad no es sólo el diseño de alguien que se propone componer un entero, dado que son numerosos los actores que intervienen, los agentes que dejan su huella sobre un fondo común: es la iniciativa privada que no da cuentas al resto de la población y que se somete a una normativa laxa; es la anarquía del crecimiento incontrolado que las autoridades permiten; es el abandono de los munícipes, que se desentienden amparándose en un liberalismo erróneo; es el intervencionismo municipal fundado en las contratas y en el beneficio; es, en fin, la solución individual, aquella que se practica en un espacio particular a la que cada uno tiene derecho y que impacta sobre el conjunto. La ciudad es, así, un contexto inevitablemente incongruente. Pero, en el peor de los casos, es una suma de trozos que no casan y que amenazan con apoderarse de la totalidad como si de un cáncer se tratara, como si ese órgano se implantara hasta hacer su presencia numerosa, visible, dominadora. A esto, en arquitectura, se le llama feísmo.
Fachadas arbitrarias, de un cromatismo chillón, por ejemplo, que rompen la visión uniforme e histórica de la calle o del barrio; edificios de perspectivas temerarias, grotescas, con esa propensión insólitamente piramidal que a muchos seduce; contenedores que tapan o que invaden la ciudad peatonal; antenas de televisión o de telefonía que se multiplican en las cubiertas..., punzando el cielo; maceteros, bolardos, farolas, quioscos, marquesinas, esculturas y chirimbolos cuya artificialidad impostora, cuya estética fallera o cuyo desencaje urbano dañan la vista; aparatos de aire acondicionado que lucen con ostentación en el frontispicio de los inmuebles; mármoles o granitos pretenciosos, suntuosos; soluciones arquitectónicas que reproducen un colosalismo déjà vu o un pasado sin ironía hasta hacer de la ciudad un entorno kitsch. Etcétera, etcétera. Eso es lo que retrata y glosa Beltran con dolor y con acierto. Lo feo en la urbe es la exhibición de la asimetría ostentosa, es la afirmación vulgar de la desarmonía, la desfiguración pedestre y pomposa de quien cree mostrar algo nuevo u original, cuando en realidad sólo alcanza soluciones repetidas, deformes y descontextualizadas. Pero lo feo, que atenta contra el equilibrio, contra lo apolíneo, contra lo estable, contra lo coherente, puede alcanzar el estatuto de lo sublime precisamente, hasta cobrar, con el paso del tiempo, una pátina de belleza. Modas que fueron espantosas las vemos después con gusto o se recuperan como si fueran hallazgos involuntariamente refinados.
Adolf Beltran sabe bien que estas cosas pasan y que lo que él juzga feo, rematadamente feo, esa Valencia lastrada por horrores ornamentales de la que da buena cuenta en su libro, puede muy bien rehabilitarse estéticamente en un futuro no muy lejano. Será entonces cuando nuestros descendientes tal vez vean la ciudad de ahora como si de una escenografía audaz se tratara, con logros inverosímiles, con transgresiones intrépidas. Ahora bien, si esto llega a suceder, será sin duda en otro tiempo o para otras generaciones. Mientras tanto, empuñando su cámara fotográfica, Beltran registra lo que para nosotros es feo, sin asomo de duda. Y si para nuestra generación, Valencia está repleta de sobresaltos decorativos y arquitectónicos, entonces hemos de preguntarnos por qué lo hemos permitido. La especulación urbanística es un factor, sin duda. Pero otro no menos importante es la ignorancia. En efecto, la principal debilidad de nuestro espacio urbano es la escasa preparación de muchos de nosotros, una limitación rubricada incluso por la jactanciosa incultura de tantos agentes públicos. Aunque estemos en mejores condiciones que décadas atrás, la riqueza sobrevenida parece habernos habituado a la exhibición ostentosa e ignara. En parte, la Valencia fea es la urbe menesterosa, con un casco antiguo cariado, en demolición, en el que se inspiró Javier Fesser para filmar
La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2003). Pero es también la Valencia de la prosperidad, la de la America’s Cup, esa ciudad rica y jactanciosa en la que habitan individuos adinerados, incluso escandalosamente ricos, aunque no siempre bien formados. Adolf Betran traza con ambas, con la menesterosa y con la jactanciosa, nuestro autorretrato.