“--...¿Hasta qué punto vive uno encerrado en sí que es necesario salir y verse en un espejo viejo para darse cuenta de que uno no se ve en las lunas diarias, de que se es otro, de que se fabrica uno su máscara, día a día, y que cuando cae el maquillaje de la costumbre y entrevé la realidad se sorprende tanto que no hay manera de creer lo que se ve? Vives en lo que fue. Vives en lo olvidado. Vives en lo falso. Lo malo es que existes y no puedes vivir, viviendo, con esto. Y vives. Vives.
--Sí, a destiempo.
--Estoy de acuerdo, pero creí que era otro”
Max Aub, La gallina ciega
El día 16 de junio de 1996, con gran expectación y soportando un calor sofocante, Antonio Muñoz Molina hacía su ingreso en la Real Academia Española. Le recibió Francisco Ayala. Hubo ausencias notables, como la de Camilo José Cela, enemistado con él, y hubo presencia de jóvenes autores ajenos a la Casa, como fueron los casos de Arturo Pérez-Reverte, Justo Navarro, Manuel Rivas, entre otros. Algún periodista resentido, villano –y son palabras de Javier Marías en ‘Mano de sombra’-- comentó que Muñoz Molina no llevaba la pechera adecuada al frac preceptivo y que su corbata le parecía ridícula, tildándolo finalmente de hortera y camarero. ¿A qué cabe atribuir esa crítica malévola? Sólo puede deberse a la feroz inquina que los más próximos a Cela le tenían a Muñoz Molina. Todo se remontaba a dos años atrás. Ambos escritores habían tenido un serio encontronazo a partir de las declaraciones del Nobel y a partir de un artículo combativo con que el jiennense le había respondido. En 1994, Camilo José Cela había elogiado una novela del Raúl del Pozo y la calidad de la misma le servía para descalificar a una serie de jóvenes que no serían escritores, sino "pseudoescritores". Muñoz Molina contestaría con un artículo en ‘El País’, un artículo célebre titulado "Teoría del elogio insultante", en el que destacaba de qué modo Cela encomiaba la novela de un amigo denostando el resto de las obras de los autores rivales o que él veía como rivales.
En fin, aunque no se dijo, el recuerdo de dicho asunto estuvo en el trasfondo de aquel acto, de aquel ingreso en la docta institución, de aquella crítica cursi a la vestimenta de Muñoz Molina, de quienes se habían opuesto a su incorporación. Por eso, en sus palabras ante los colegas el autor jiennense lo dejó bien claro: "un escritor no se vuelve mejor al ser elegido académico, pero tampoco creo que se vuelva peor". En fin, la maledicencia de quienes se le opusieron con argumentos tan chabacanos e insultantes contrastaba, precisamente, con la generosidad del escritor, que tomaba a un autor exiliado que jamás había ingresado en la Academia como objeto y evocación de su discurso: Max Aub. Hablaba de un Max Aub muerto en México, de un Max Aub al que obligaron a sentirse extraño y extranjero. “¡Qué daño no me ha hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte!”, dice en su Diario de 2 de agosto de 1945. “El llamarme como me llamo, con nombre y apellido que lo mismo pueden ser de un país que de otro... En estas horas de nacionalismo cerrado el haber nacido en París, y ser español, tener padre español nacido en Alemania, madre parisina, pero de origen también alemán, pero de apellido eslavo, y hablar con ese acento francés que desgarra mi castellano, ¡qué daño no me ha hecho! El agnosticismo de mis padres –librepensadores— en un país católico como España, o su prosapia judía, en un país antisemita como Francia, ¡qué disgustos, qué humillaciones no me ha acarreado! ¡Qué vergüenzas! Algo de mi fuerza –de mis fuerzas—he sacado para luchar contra tanta ignominia”.
Antonio Muñoz Molina hacía suyo el discurso apócrifo de Max Aub para ingresar él mismo, para rememorar el exilio de quien “decidió ser español, un español demócrata y de izquierdas, sin más raíces que las elegidas por él mismo, sin otras lealtades que las de la convicción civil y la libertad”. Pero lo hizo también para reivindicar el papel de la ficción, de la imaginación, como rehechura de la realidad
Pero la invocación de Muñoz Molina no se limitaba al nombre de ese escritor ‘extraño’. Tomaba, además, una de sus fabulaciones más ingeniosas y dolorosas: una ficción ambientada en 1956, una ficción escrita en el destierro y concebida como un fantasioso discurso de ingreso a una irreal Academia Española, un discurso que respondería quiméricamente Juan Chabás (ya fallecido). “Trabajando sobre el discurso –el proyecto del discurso de ingreso en la Academia—de A. Machado, se me ocurre escribir uno sucediendo, ¿a quién? ¿A Díaz-Plaja, a Pemán? No dejaría de tener gracia”, leemos en su dietario de 1970. Aquel discurso fabuloso se publicaría, en efecto, en España en 1972, justamente cuando la oposición comenzaba a avizorar el fin del franquismo. Pero, más allá de esto, podemos apreciar dos aspectos. En primer lugar, la coincidencia de esa fecha presunta, 1956, con el año de nacimiento de Antonio Muñoz Molina, un modo de hacer coincidir la España del interior, la que consiguió auparse a pesar del franquismo, con la del exterior, la que esperó durante años un cambio que se demoraba. "¿Quién habla estos días de Franco?”, decía Aub en 1948. “Grajo feliz con la peste de los demás. El fascismo se nutre de cadáveres, o de su olor. Hermoso panorama: los Estados Unidos, en guerra contra la URSS, apoyan a Franco en precio de su conveniencia”, se lamentaba. “Y nosotros no tendremos más remedio que cruzarnos de brazos. Y ver. Y morir esperando. Esperando, ¿qué?".
En segundo lugar, en el discurso apócrifo de Aub, la institución a la que ingresaba no era Real, era irreal, pero sobre todo era simplemente Academia Española. ¿Por qué razón? Porque en el discurso de Max Aub no se habría dado la fractura de la guerra y del franquismo y en su España inventada la República no habría sido reemplazada por una dictadura ignominiosa. Hablaba, en efecto, de una “tierra que uno ha inventado o, mejor dicho: rehecho en el papel”, según admitía en La gallina ciega, con el fin de salvarse. Es decir, Antonio Muñoz Molina hacía suyo el discurso apócrifo de Max Aub para ingresar él mismo, para rememorar el exilio de quien “decidió ser español, un español demócrata y de izquierdas, sin más raíces que las elegidas por él mismo, sin otras lealtades que las de la convicción civil y la libertad”. Pero lo hizo también para reivindicar el papel de la ficción, de la imaginación, como rehechura de la realidad. Pensemos sobre ello.
Leer ficciones nos sirve para dilatarnos, para ensancharnos, para tener experiencias inauditas, para ampliar la vida y para hacernos creer que esa existencia efímera con que contamos se prolonga de manera fantasiosa y a cada momento en otros seres y en otras circunstancias. Leer sirve para frenar imaginariamente la muerte y para contener los miedos, esas constantes asechanzas que están siempre presentes. Quien leyó, quien frecuentó novelas y vidas, consigue burlar esa existencia breve que la chiripa le da, porque un instante de su vida es varios. Dialoga con muertos y con vivos, con individuos reales y con caracteres imaginados, conversa con coetáneos y con antecesores, sin que fronteras espaciales ni barreras temporales le obstaculicen. Quien lee emprende viajes para los que no hay ni nacionalidades ni lenguas, visita mundos posibles que son más dilatados y más secretos que el que le circunda de verdad , porque ese universo ficticio es gigantesco y contiene una demografía populosa: todos los mundos y fantasías que lo preceden. Cuando un autor imagina un espacio para nosotros se basa, explícitamente o no, en todas las narraciones que los seres humanos han urdido y en sus páginas se oye la voz del héroe y del villano que nacieron en la mente inquieta de otros escritores. Vean, si no me creen, lo que como humilde prodigio ocurre en la biografía potencial de Jusep Torres Campalans y en las ficciones autobiográficas de Antonio Muñoz Molina.
La idea de pasado presente, irredento, irresuelto, y la noción de historia virtual describen cursos de acción que no se hicieron efectivos, que no se actualizaron, pero de los que siempre es posible extraer alguna enseñanza o incluso alguna reparación, como la de esa Academia irreal
En aquellas palabras literales que dedicó a Max Aub están las claves de la obra, de la escritura, de Muñoz Molina. La humildad de quien escribe sabiéndose epígono, heredero de una gloriosa tradición rota, deudor de quienes le precedieron y se obstinaron en mejorar la condición humana, la imaginación y el idioma. Hay constantes palabras de gratitud y censuras para quienes hacen del desdén y de la ignorancia de esa tradición su modo de estar en el mundo. Pero hay también una reivindicación de la inevitable traición que supone crear e ir más allá de lo que hemos recibido. Y la principal traición que Muñoz Molina se propone, la principal apostasía, la comenzó siendo muy joven, justamente cuando el lector que ya era se propuso ser escritor: la felonía fue la de inventar una realidad que desmintiera punto por punto el presente y el pasado del franquismo. “En la literatura, a diferencia de en la vida, no hay pasados obligatorios. Contra el pasado que fabricaba la cultura franquista uno quería elegir otros, y lo que buscaba a tientas, y elegía por causalidad y por instinto nombres proscritos en los que reconocerse”. Y ahí, por ejemplo, aparece el ejemplo de Max Aub, por sí mismo y por las bromas literarias que se propuso: Jusep Torres Campalans, “esa biografía falsa de un pintor cubista olvidado”, simplemente inventado pero verosímil. Ese modo de hacer, esa impostura deliberada, la del pintor imaginado, pero también la del discurso apócrifo, no deben verse retrospectivamente, aclara Muñoz Molina, como prácticas posmodernas, sino como ejercicios de posibilidad. “Al mezclar siempre, sistemáticamente, historia y ficción, personajes inventados con personas reales, Max Aub nos permite percibir lo histórico en los términos de una experiencia personal, y nos enseña que la historia, que sólo sucedió de una manera ya cerrada, pudo suceder de otro modo, contuvo posibilidades luego abolidas, hechos que estuvieron a punto de ocurrir, que pudieron o debieron haber sido reales”. A esa forma de concebir el pasado como objetable, modificable, a esa manera de abordar lo ‘insucedido’ –si se me permite decirlo ‘ramonianamente’-- para así mostrar su posibilidad la podemos llamar ‘historia virtual’. Un par de libros recientes, que debemos a Niall Ferguson (Historia virtual, Taurus) y a Nigel Townson (Historia virtual de España, Taurus) han difundido entre nosotros ese experimento cognoscitivo.
Pues bien, en el plano literario, ésa es la clave de la obra del escritor jiennense (y que he tratado de estudiar en Pasados ejemplares. Historia y narración en Antonio Muñoz Molina. Madrid, Biblioteca Nueva, 2004) y ése es el uso de la fantasía de Aub, el modo en que éste concibió su discurso de ingreso irreal en la Academia, como un pasado presente: “Para un norteamericano –o un inglés, o un francés— el tiempo pasado es el tiempo pasado, normalmente caído atrás, ceniza sobre la que se puede andar sin quemarse, no para los españoles de mi edad”, dice justamente en 1956, “El pasado presente” es, para Aub, “nueva declinación y si no nueva, particular”. Ahora bien, “no se trata de los recuerdos personales sino de los colectivos, de historia presente, a todas horas”, explorando lo que no fue pero pudo haber sido, lo que pudo haber ocurrido de otro modo. La idea de pasado presente, irredento, irresuelto, y la noción de historia virtual describen cursos de acción que no se hicieron efectivos, que no se actualizaron, pero de los que siempre es posible extraer alguna enseñanza o incluso alguna reparación, como la de esa Academia irreal.
Hay otro modo de hacer historia posible, hay otra forma de abordar lo potencial: conjeturando itinerarios o cursos de acción que no se han dado pero que pudieron haberse dado, con consecuencias distintas en el caso de las cosas hubiera ido de otro modo. Esta certeza se va abriendo camino a partir de la historia virtual
Pero volvamos a los historiadores. Desde antiguo, estos profesionales se empeñaron en reconstruir lo realmente acontecido. La frase, como se sabe, corresponde a Leopold von Ranke y nuestro distinguido antecesor la pronunció en un contexto intelectual bien preciso: aquel en el que un historiador se distanciaba de la especulación hegeliana, de las inmoderadas generalizaciones filosóficas. Permítanme que me aleje ahora de la literalidad de lo dicho por Ranke y que aproveche el tiempo transcurrido para defender otra cosa bien distinta. Lo sucedido es una parte de la historia; la otra parte es lo posible, lo que pudo suceder. Toda la historia que investigamos y que finalmente trasladamos a un texto es historia posible en el sentido narrativo. Por ser siempre una selección hecha sobre vestigios insuficientes, la historia sólo puede ser uno de los relatos eventuales, es decir, no hay un modo único ni definitivo de contar una historia. Habrá, pues, tantas posibilidades como narradores actualicen en un relato lo que sólo era potencial, lo que esperaba ser puesto al día, a partir de estas y no otras palabras, a partir de estos y no otros hechos. Pero hay otro modo de hacer historia posible, hay otra forma de abordar lo potencial: conjeturando itinerarios o cursos de acción que no se han dado pero que pudieron haberse dado, con consecuencias distintas en el caso de las cosas hubiera ido de otro modo. Esta certeza se va abriendo camino a partir de la historia virtual.
Las hipótesis contrafactuales no son un inútil entretenimiento, puesto que pueden ser un modo de averiguar jerarquías intencionales, causales, la relevancia de los hechos y las consecuencias que de ellos se derivan. Cuando hablo de conjeturas históricas, de historia posible, me refiero a la tarea común, universal e irrefrenable, de imaginar escenarios hipotéticos. Precisamente, una de las formas más sutiles de la inteligencia se manifiesta así: evaluando itinerarios potenciales a partir de la memoria, a partir de las experiencias que atesoramos. Los jugadores de ajedrez operan justamente así: anticipando situaciones y desenlaces a partir de esquemas previos. Sus más célebres adversarios –por ejemplo, el célebre y entrañable ordenador Deep blue, capaz de considerar miles de millones de posiciones antes de tomar una decisión— hacen algo similar: eligen a partir de un cálculo objetivo, dado que el escenario del combate tiene unas condiciones constantes. Sin embargo, en la vida real, esos temibles oponentes tendrían insuperables dificultades y, al menos de momento, mostrarían una grave carencia: la de tener que obrar con información insuficiente y la de ser incapaces de aventurarse imaginativamente. En efecto, aún les falta imaginación y sobre todo imaginación narrativa, capacidad para contarse y contarnos una buena historia. Entre otras cosas, contar una historia es, pues, eso: poner en relación las experiencias que nos constituyen y extraer de ellas una enseñanza eventual y falible para el futuro que nos aguarda.
Es decir, se trata de inventar, pero de ‘inventar’ en su sentido inmediatamente etimológico: ‘invenire’ significa ‘encontrar’. Se trata, en efecto, de encontrar hechos a partir de lo que uno mismo lleva dentro, a partir de las resonancias que esos hechos nos provocan; de aventurar relaciones inauditas o insospechadas de hechos jamás avecindados para buscar nuevos significados, para descubrir significados allí donde parecía no haberlos
Pues bien, ¿por qué reservar al porvenir esta técnica anticipadora? ¿Por qué no podemos aplicarla sobre el pasado? ¿No son el novelista o el historiador gentes que profetizan lo que ya ha ocurrido? El pasado no esta clausurado, en primer lugar, por el conflicto social e interpretativo que aún provoca y provocará, por esas narraciones en competencia que nos enfrentan a historiadores que pertenecemos a una misma cohorte de edad o a aquellos otros con los que no compartimos generación, ideología, sentimientos e inclinaciones. Pero, en segundo término, el tiempo pretérito no está cerrado individual y colectivamente porque hay una forma especial de ensayo que es el de sopesar lo que hemos ganado y lo que hemos perdido con la historia efectiva, constatable, real, que nos ha sucedido. Precisamente, uno de los modos de evaluar esos itinerarios es enjuiciar lo razonable de nuestros actos, las consecuencias que se han derivado de lo que hicimos, de lo que no hicimos y de lo que pudimos hacer. La historia virtual plantea hipótesis contrafactuales explícitas y a partir de ellas recrea el escenario posible de esas acciones no dadas en la vida real. Como aprendimos de Max Weber, los hechos son infinitos, inagotables, consienten conexiones distintas y su relevancia o jerarquía son variables. Es decir, se trata de inventar, pero de ‘inventar’ en su sentido inmediatamente etimológico: ‘invenire’ significa ‘encontrar’. Se trata, en efecto, de encontrar hechos a partir de lo que uno mismo lleva dentro, a partir de las resonancias que esos hechos nos provocan; de aventurar relaciones inauditas o insospechadas de hechos jamás avecindados para buscar nuevos significados, para descubrir significados allí donde parecía no haberlos.
Pues bien, eso es lo que hizo Max Aub y eso es lo que hace Muñoz Molina en sus novelas y eso es lo que celebra en su autor de referencia, en ese bromista invocado: ‘encontrar’ hechos que jamás se dieron juntos para hacer así, por contraste, la historia de uno mismo y su evaluación moral. Pero, además, esta operación exige probabilidad y verosimilitud, vale decir, el escritor hace el esfuerzo de pensar en lo que razonablemente haría en dicha situación optando por el realismo, por ese realismo que parece darnos una recreación fiel, verosímil, ajustada, histórica de esos pasados posibles, de esos pasados que están en él, de esos rasgos reales o potenciales que el autor desplaza, proyecta o condensa en otros contextos que son o forman parte de la historia común de varias generaciones.