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miércoles, 14 de enero de 2009
Un cuento sobre John Ruskin, estatuas y el vello púbico femenino
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[12527] Comentarios[0]
El esteta y erudito John Ruskin se llevó un susto de muerte cuando descubrió que su mujer tenía vello en el pubis, pues era la primera mujer desnuda que contemplaba, y en sus estudios sobre estatuas femeninas jamás contempló ninguna con su porción de vello adosada

Juan Antonio González Fuentes 

Juan Antonio González Fuentes

John Ruskin (Londres, 1819-Brantwood, 1900), uno de los principales pensadores sobre estética del siglo XIX y célebre catedrático de la Universidad de Oxford, pasó buena parte de su vida estudiando ruinas y hermosas estatuas. Llegado el momento oportuno, nuestro hombre estudioso se casó con una mujer con merecida fama de hermosa, Miss Eufemia Gray, más conocida en el en torno familiar como Effie. Miss Eufemia era más bien alta y, como ya se ha dicho, de una belleza que no pasaba desapercibida así como así.

Llegada la noche de bodas, y alumbrada por una reseñable cantidad de velas, Effie comenzó a desnudarse despaciosamente, dejando en un rincón de la habitación, bien dobladas y organizadas, la multitud de prendas que la estricta moral victoriana exigía que las mujeres de buena educación y cuna llevasen como resguardo de su intimidad corporal.

El caso es que una vez Effie completamente desnuda y yaciendo sobre el lecho a la espera del primer contacto carnal íntimo con su recién estrenado marido, éste, en la cuidadosa aproximación al cuerpo de su mujer, quedó noqueado, aturdido, confuso, asustado..., pues descubrió entre las piernas de la bella una copiosa mata de vello púbico con la que de ninguna forma había esperado tropezar.

John Ruskin (1894)

John Ruskin (1894)

El erudito, el pensador, el célebre prosista inglés jamás había estado hasta ese momento con ninguna mujer desnuda. El estudioso caballero tan sólo había tenido trato con féminas sin ropa en forma de estatuas, y en sus indagaciones pudorosas pero rebosantes de curiosidad implacable, había tomado cumplida nota de todo el aparataje sexual femenino cincelado en los mármoles clásicos, en los que hay mucho de lo que tiene que haber, pero claro, jamás de los jamases los pelos de rigor.

Los pelos de la sin par Effie eran al parecer dorados, aúreos como el color de los tesoros, pero el tesoro al que aludimos quedó sin ser desenterrado, sin ser de ninguna manera aflorado o desflorado, escojan ustedes. El estupefacto Ruskin, el aterrorizado erudito, aún sin encontrarle explicación plausible a la horrorosa anormalidad de la entrepierna de su nueva compañera, salió de la habitación como alma que persigue el diablo, y jamás regresó a la misma para proseguir con un poco más de sosiego los estudios necesarios en el cuerpo de carne y hueso de su atónita mujer.

Transcurrido un lustro del descubrimiento desastroso, Effie Gray inició un proceso de divorcio en el que hizo saber al respetable que su señor marido no había tenido a bien consumar el matrimonio. Expertos galenos hicieron las comprobaciones oportunas y, en efecto, llegaron a la conclusión de que Effie seguía no soltera pero sí “entera”, expresión cuya cruda zafiedad siempre me ha desasosegado bastante.

Effie, como está mandado, obtuvo el divorcio ipso facto, y el estudioso Ruskin, al menos de forma temporal, sufrió elocuentes extravíos en su razón. Una razón a la que, y a la vista está, siempre le sobraron quizá horas de estudio, y le faltaron algunas de “laboratorio”.

***


Última reseña de Juan Antonio González Fuentes en Ojos de Papel:

-Stieg Larsson: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Destino, 2008), segunda parte de la trilogía Millennium, que se inició con el título, Los hombres que no amaban a las mujeres (Destino, 2008).


NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.


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