Juan Antonio González Fuentes
Una de las caricaturas grotescas más difundidas y repetidas sobre el mundo de la ópera es la de la soprano gorda lanzando aullidos vestida de valkiria, con túnica blanca, trenzas rubitas de atrezzo barato, casco vikingo con dos señores cuernos, escudo redondo en un brazo y lanza en ristre como nuestro inolvidable don Quijote. Esta caricatura construida mediante tópicos multiplicados hasta la saciedad, empezó a resquebrajarse de alguna manera con la eclosión del gran mito operístico del siglo XX, Maria Callas, quien en un abrir y cerrar de ojos pasó de cultivar unos inmensos mofletes a ser una de las personificaciones más reconocibles de la delgada elegancia y el glamour de toda la segunda mitad de la centuria.
Es cierto que muchos de los más famosos cantantes de ópera de la historia no eran sílfides precisamente, pero el mito del divo o la diva de proporciones inmensas es casi un invento marxista, es decir, de los hermanos Marx. Mismo número de casos podríamos poner sobre el tablero de cantantes y “cantantas” (ministra dixit) que sin ser físicamente prototipos de héroes y heroínas del Hollywood más adorado y adorable, sí presentaban o presentan contornos absolutamente normales, e incluso, no sería muy difícil mencionar aquí nombres de estrellas y “estrellos” de la ópera del siglo XX con físicos bastante o muy atractivos según los cánones admitidos por el común, aunque no sabría precisar de qué común estamos hablando.
Deborah Voigt: The Return of the Little Black Dress (vídeo colgado en YouTube por 21Cmediagroup)
Lo que parece claro es que, guste o no guste, atente o no atente contra derechos o principios elementales, el mundo de la ópera ha decidido sobrevivir, e incluso revalorizarse en el mundo de los espectáculos propios de la contemporaneidad, mediante una doble apuesta: por un lado usar todas las posibilidades de las nuevas tecnologías en las puestas en escena; y por otro buscar la adecuación no solo vocal sino física e interpretativa de los cantantes a los papeles que se les proponen. No hay más cáscaras ni más cera que la que arde.
En este sentido hoy es difícil concebir en una gran teatro de ópera internacional por ejemplo una Traviata en la que la soprano protagonista (interpretando a una hermosa mujer que vive de amantes y protectores) pese ciento veinte kilos y sea decididamente fea, o que el héroe tenor del Trovador verdiano, una especie de apuesto caballero andante, esté interpretado por un cantante como el que sufrí yo en un infausta representación de dicha ópera en Santander: un tipo que de verdad no superaba el metro y medio de altura, que no podía ocultar una evidente tripita cervecera y que se enfrentaba a un barítono de casi metro noventa con una ridícula espadita sacada de una juguetería en quiebra, en escenas o cuadros que sólo provocaban bochorno y bastante vergüenza ajena.
Viene todo esto a cuento del reciente caso Deborah Voight. Esta formidable soprano norteamericana especializada en el difícil universo operístico de Wagner y Richard Strauss, fue despedida hace ahora cuatro años de la londinense Royal Opera House, Covent Garden, por no adecuarse físicamente al papel que debía interpretar, el de la protagonista de la ópera straussiana Ariadna en Naxos. La Voigt sencillamente no podía “meterse” en el vestido negro diseñado para la ocasión, pues sus ciento y pico kilos lo impedían, y dificultaban además sus movimientos en escena, además de la credibilidad del personaje cara al público.
Deborah Voigt interpreta el "Suicidio" de La Gioconda de A. Ponchielli el 14 de octubre de 2006 en el Liceo de Barcelona, (vídeo colgado en YouTube por Bendsito)
Pasados cuatro años la gran soprano ha regresado al templo operístico que le negó el pan y la sal, nunca mejor dicho lo del pan. Ha regresado a los 47 años tras someterse a una operación de reducción de estómago gracias a las que ha perdido más de 60 kilos de peso. Y ha vuelto como protagonista de Ariadna en Naxos de Strauss.
El Covent Garden estaba lleno a rebosar. No sé qué porcentaje de público pagó su entrada para ver el regreso del patito feo convertido en cisne, quienes estaba allí para escuchar la magnífica voz de la Voigt, quienes eran simplemente amantes de la música de Strauss. Lo único claro es que el público, todo el público, aplaudió con fervor y entusiasmo una vez acabada la representación. Aplaudió al nuevo cisne, al antiguo patito feo, a la gran voz que sigue donde estuvo, a la creación de un genio como Richard Strauss.
Deborah Voigt ha vuelto, al menos parte de ella, pues más de sesenta kilos quedaron por el camino. A la Voigt no se le ha estropeado la voz, y ahora ya no le duelen las rodillas al andar, y tampoco se queda sin aliento cada vez que da más de dos pasos. Deborah Voigt ha regresado a Naxos, a la ópera, al canto, al arte. Esta vez, y quizá sin que sirva de precedente, la moda y la estética le han dado salud a una cantante. Que continúe la polémica, que se crucen y entrecrucen las distintas opiniones. Pero para Deborah Voigt volver a Naxos justificó dejarse en el camino kilos y kilos de peso, luchar con empeño por su trabajo y su arte mostrando una fuerza de voluntad de auténtica y real heroína de la vida cotidiana. Sí, Voigt regresó a Naxos, y aún se oyen los aplausos.
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.