Es curioso. Seguro que todos pensamos que ser galardonado con un premio Nobel debe ser algo francamente estupendo. Es un reconocimiento universal a un trabajo desarrollado a lo largo de muchos años de esfuerzo, una consagración en vida que, para el interesado, generalmente es la mejor, pues puede disfrutarla y sacarle el partido que desee sacarle. A todo esto se suma que el galardón conlleva una cantidad de dinero nada despreciable, y si uno es literato, por ejemplo, la seguridad de traducciones, ediciones y reediciones, conferencias, viajes, colaboraciones en prensa internacional bien pagadas... Vamos, un seguro de vida económico que nunca viene mal.
Sin embargo rara vez pensamos en los serios inconvenientes que puede acarrear ser distinguido con el Nobel. Bueno, pues dichas lamentables consecuencias son las que al parecer está sufriendo la última premiada en el ámbito de la literatura. Me refiero a la escritora
Doris Lessing, quien ha declarado ya públicamente que para ella el famosísimo galardón se ha convertido en “un maldito desastre”.
La octogenaria escritora británica, célebre por no callarse las cosas y poseer un espíritu crítico a flor de piel y a punta de bolígrafo, se muestra harta de la enorme cantidad de tiempo que le resta para sí misma y su trabajo los innumerables compromisos de todo tipo que conlleva el galardón, y harta también, hasta el mismísimo moño, de que su parentela ande a la greña para repartirse el dinero del premio.
Doris Lessing
Lo cierto es que no sabemos si todas estas quejas responden a un mal momento de la escritora, a un malestar coyuntural por decirlo de otra manera, o son una opinión firme y ya no cambiable por mucho que las incomodidades las vaya suavizando el paso del tiempo. Lo que sí quiero subrayar es que, en la actualidad, cuando vivimos en un mundo en el que cualquier mindundi se parte literalmente la cara y es capaz de hacer cualquier cosa por un minuto de fama televisiva y soez, llama la atención el soberano fastidio de la señora Lessing, dama a la que el exceso de fama y reconocimiento le impide, al menos de momento, hacer su vida normal.
A Doris Lessing le enfada sobremanera la alteración que sufre en su cotidianeidad por el reconocimiento y los premios literarios, por ser objeto permanente de la prensa y los medios en general, por ser invitada a fiestas, conferencias, presentaciones y demás saraos adyacentes. Tiene gracia que la octogenaria de mala leche rechace aquello por lo que otros serían capaces de matar, por lo que otros son capaces hasta del ridículo y el absoluto desprestigio personal. Mientras otras octogenarias se inventan novios cubanos para seguir saliendo en el papel cuché, la vieja escritora Lessing sólo quiere tiempo y tranquilidad para hacer lo que ha hecho siempre, escribir. Chapó miss Lessing, chapó…, ante usted me quito el cráneo, como decía Valle-Inclán.