Juan Antonio González Fuentes
Parezco un anciano que le cuenta sus pequeñas batallas a algunos nietos esquivos que no ven la hora de librarse del intermitente tostón al que les somete el viejo pariente, pero
recuerdo haber contado ya, en alguna otra ocasión, cómo una noche de verano de hará aproximadamente diez años, mantuve una breve conservación con
José Hierro que cada vez que veo la bahía de Santander me viene a la mente.
Todo ocurrió en la hermosísima terraza del escritor
Manuel Arce, una terraza lujosa de espacio, vistas y vientos. Desde esta atalaya, situada muy cerca del santanderino Hotel Real, se tiene un dominio prodigioso y apabullante de la bahía de Santander y de todos sus decorados cambiantes: cielo, mar, montañas, barcos, nubes, prados...
La noche de verano a la que me remito, un grupo de “jóvenes escritores” afincados en la geografía inmediata, bebíamos y “picábamos” algunas viandas en torno a unas mesas generosas en licores espiritosos de alta graduación y calidad. La tímida estrella de la velada era el poeta
José Hierro, amigo personal de
Arce y de su mujer desde hacía décadas, aclamado en aquellos días por el poco previsible éxito de su libro
Cuaderno de Nueva York, y por sus Cervantes, doctorados y demás trofeos pertinaces y puntuales.
Hierro, así como para levantar una barrera invisible pero efectiva entre él y el resto de los presentes, bebía güisqui con la elegancia de quien se asoma al té de las cinco para sorberlo con precaución, y hablaba de poesía y de poetas mientras, de vez en cuando, atinaba también a decirle a un invisible fantasma femenino que solía acompañarlo por doquier: “¡cállese señora, que estoy hablando!”, tras lo cual, volvía al té alcoholizado y a la poesía, siempre a la poesía.
José Hierro
Debería ser ya la una de la madrugada por lo menos, cuando me encontraba yo en un aparte silencioso y meditabundo contemplando la negrura húmeda y sonora de la bahía, tamizada además de neblinas estivales y de luces sibaritas y claras. El aroma era el de los cuerpos jóvenes y hermosos bronceados al sol y calados de salitre y Niveas bronceadoras, el aroma de la vida estallando en sexo de piel quemada y en salivas insaciables de boca en boca.
Entonces noté la presencia rotunda y enfermizamente vital del poeta a mi lado, y sin mirarme, con la vista puesta en las negruras de una noche luminosa y clara, susurró: “qué hermosa es esta bahía de cámara”.
Pasado el tiempo, siempre he asentido y alucinado con la hermosa precisión del término, con la mezcla de matemática y poesía que la frase lleva consigo: ciencia positiva y metafísica religiosa en un todo al que nada debe añadirse. “Bahía de cámara” la bahía de Santander, pequeña como la formación de un cuarteto, pero inaprensible en su vuelo verdadero de universo entero contenido en un solo vistazo de aroma, color y humedad.
Ahora, rebuscando por la red, me topo con el siguiente texto, para mí desconocido por completo, en el que el poeta habla de esa “bahía de cámara” que compartimos una noche de verano de hace ya, ay, demasiado tiempo:
Escribió José Hierro: “Todo amor, cuanto más apasionado, con más sinrazón, exagera, deforma. ‘Como las patatas guisadas que preparaba mi madre, nadie ha podido superarlas...’. Amar es deformar. Y eso que yo no creo en el amor, pues el amor no existe; es una invención de los enamorados.
He andado por muchos lugares de muchos continentes. Nápoles, Acapulco, Río de Janeiro. Recuerdo ahora estas bahías hermosas, tan cargadas de evocaciones, de mujeres, de literatura turística. No es cosa de comparar, porque lo que uno ama es siempre incomparable, pero es inevitable la comparación aunque sea inútil: son las patatas que preparaba mi madre, jamás superadas por el más experto cocinero.
Lo que tiene esta bahía nuestra (la de Santander) -y lo dice alguien que no nació a su orilla- es su estructura musical.
Gerardo Diego comparaba la línea -lomo de bisonte- de Peña Cabarga con la de un aria de
Bach. Yo, siguiendo al maestro de todos nosotros, creo que es, frente a las bahías
wagnerianas, de gran orquesta, como la de Río, una bahía de cámara. Es la misma que existe entre
Parsifal y un cuarteto del último
Beethoven: ni mejor ni peor, sino otra cosa. Asomarse a la bahía santanderina es como regresar al claustro materno.
Lo que sucede es que todo retorno es, en cierto modo, una decepción. El recuerdo idealiza. La realidad nos devuelve a la ... naturaleza sin tiempo. O con los agravios del tiempo. Y uno, al que ya le queda poco tiempo, se alegra de ello, porque cuando muera, conservará el recuerdo de esa línea cuyas dos referencias son -vistas desde el muelle- el pico de Solares y Peña Cabarga.
Esta, mancillada por el famoso pirulí de la Habana, culpable de que Gerardo Diego se negase a venir ‘oficialmente’ a Santander. El otro, el Pico de Solares, carcomido, mellado por la gravera que le va rompiendo su perfil de Fujiyama montañés, cono emblemático.
Por fortuna, repito, no viviré para verlo. El tiempo corre más que las excavadoras.
Y aquí estoy, peleando con el pico de Solares, pugnando por saber quién llegará antes, en el anfiteatro de la bahía de cámara más hermosa del mundo. Cada día más joven, como si se bañase en las aguas de la eternidad”.
Postdata o conclusión: El próximo viernes día 25 de abril de 2008, a las doce de la mañana, se inaugurará junto al Club Marítimo de Santander, mirando a la bahía de cámara anhelada, la estatua que a
José Hierro dedica la ciudad de Santander.
NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de
Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.