Juan Antonio González Fuentes
La muerte de Charlton Heston ha ocupado páginas y páginas de los diarios y mucho espacio también de los noticieros de radio y televisión. Sabemos que, en el caso de las viejas celebridades, hasta para morirse tienen que tener un poco de suerte a la hora de captar algún interés informativo. Charlton Heston la ha tenido, y quizá ante la ausencia de catástrofes novedosas o acontecimientos puntuales extraordinarios, los medios le han dedicado a su desaparición el espacio que, por otra parte, sin duda merecía.
Lo que más ha llamado mi atención estos días con respecto a la repercusión mediática de la muerte de Heston es que los medios tan sólo se han puesto de acuerdo en una cosa al valorar su vida y su carrera: “ha muerto uno de los últimos verdaderamente grandes rostros de la industria cinematográfica made in Hollywood”. El resto de los acercamientos, por lo general, creo que no han estado a la altura de la complejidad de Heston como hombre y actor.
Dos han sido las visiones sobre el actor más plasmadas desde lo manido o manoseado por los medios estos días: su condición de republicano convencido y su defensa radical del derecho a portar armas por un lado; y por otro, su condición de actor circunscrito a las grandes producciones hollywoodienses en torno a temas relacionados con la antigüedad, fundamentalmente
Los diez mandamientos (
Cecil B. DeMille, 1956) y
Ben-Hur (
William Wyler, 1959), papel este último que le valió el oscar al mejor actor de ese año. En resumidas cuentas, muchos periódicos y medios de comunicación españoles han reflejado la muerte de Charlton Heston poco más o menos como sigue: “ha muerto una estrella de cine que era un facha y que estaba encasillado en películas de romanos”. Punto y aparte. Bien, cualquier aficionado un poco serio al cine clásico sabe que la cosa es mucho más compleja y admite una gran cantidad de matices, exactamente igual que en el caso de
John Wayne, de
John Ford y de tantos otros a los que se les ha despreciado como artistas debido a sus posicionamientos políticos, en muchos casos tergiversados o malentendidos.
Heston triunfó en el cine por un físico espectacular y por una desmesurada pasión por la interpretación, mundo al que llegó tras participar en la II Guerra Mundial y trabajar en Nueva York como modelo publicitario. Debutó en la tablas teatrales de Broadway en 1947 nada más y nada menos que con una obra de Shakespeare, Antonio y Cleopatra, obteniendo muy favorables críticas. De Boradway fue llamado a Hollywood para incorporarse a la industria del cine, y tanto su talento como sobrio actor como su físico atlético y contundente le proporcionaron en no mucho tiempo papeles importantes. La década de 1950 es probablemente la más dorada del cine clásico norteamericano, la década en la que se logró casi la perfección en el sistema americano de producir grandes películas desde un punto de vista industrial. Esa fue la década en la que Heston se hizo un nombre y forjó su carrera. A comienzos de esa década trabajó con directores tan sólidos como William Dieterle, George Mashall o Cecil B. DeMille, pero fueron los años finales de dicha década los de la consagración y el esplendor. Entre 1956 y 1959 rodó cuatro grandes películas, grandes por razones diversas: Los diez mandamientos (1956), Sed de mal (Orson Welles, 1958), Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958) y Ben-Hur (1959).
Sí, el ultraconservador y facha Heston fue quien hizo posible que Welles rodase su obra maestra del cine negro, Sed de mal, una película absolutamente grandiosa y que el genial director sólo pudo rodar gracias al empeño del actor, quien ya convertido en una estrella de las taquillas impuso su peso para que la productora dejase trabajar a Welles. A cambio, Heston coprotagonizaba una película que sabía iba a ser importante, aunque lo hiciese como inverosímil policía mejicano.
Los años 1960, la década en la que comenzó la decadencia de la industria americana, llegaron con Charlton Heston convertido en uno de los actores más taquilleros y poderosos del sistema. El Cid (Anthony Mann, 1961) y 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963) fueron títulos rodados por magníficos directores de cine en la estela de las grandes superproducciones de la década anterior, pero esta vez se rodaron en España para abaratar costes. Es la época del productor Samuel Broston y la llegada en masa de la industria americana a Europa para rodar barato.
Orson Wells: Sed de mal (1958)
Las películas tuvieron éxito, pero Heston se dio cuenta de que debía embarcarse en otro tipo de proyectos en los que además de su prestigio como actor puso, en algunas ocasiones, dinero. La segunda mitad de los 60 le ven protagonizando otro tipo de cine, y rodando películas de mucho interés: El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1965), El señor de la guerra (Franklin J. Schaffer, 1965), Mayor Dundee (Sam Peckinpah, 1965), El planeta de los simios (Franklin J. Schaffer, 1968) o El más valiente entre mil (Tom Gries, 1968). En conjunto cinco películas realmente espléndidas en apenas tres años. Cinco películas que presentan rasgos distintivos con lo que había sido el cine de Hollywood más previsible, cinco películas en cierto sentido fallidas por causas diversas pero que son ejemplos fehacientes de lo más interesante y valioso que se rodaba en la época sin quedarse al margen del sistema.
El comienzo de los 1970 es el de la “despedida” o el “cierre” real de la carrera de Heston. El resto serán películas bastante mediocres, cameos, o participación en series de televisión. Pero las tres películas que rodó entre 1971 y 1974 son muy importantes y marcan los caminos que seguirán en gran medida las producciones exitosas norteamericanas en los años venideros. Me refiero a El último hombre vivo (Boris Segal, 1971), Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973) y Terremoto (Mark Robson, 1974). Las tres inauguran o prosiguen, de algún modo, la senda abierta por El planeta de los simios, es decir, películas en las que la ciencia ficción, el futuro, las innovaciones tecnológicas y las catástrofes se suman en historias con mucho de espectacular y un bastante de reflexión apocalíptica sobre los tiempos de la guerra fría, el desarrollo y avances de la tecnología y la ecología.
Algunas películas como director, el premio humanitario Jean Hersholt en 1977, la presidencia de la Asociación de Actores de Cine (1966-1971), la presidencia de la National Rifle Association (1998-2003), varios libros autobiográficos, la Medalla de la Libertad concedida en 2003 por George Bush..., son otros de los hitos que jalonan su carrera y su vida.
A lo largo de unos 25 prolíficos años de carrera cinematográfica continuada y en la cumbre Charlton Heston protagonizó alguna obra maestra indiscutible, obtuvo un Oscar al mejor actor, ganó dos Globos de oro como mejor actor, le concedieron el premio Cecil B. DeMille, trabajó con algunos de los directores de cine más dotados de la historia y con algunos artesanos fabulosos (Orson Welles, Anthony Mann, Nicholas Ray, Sam Peckinpah, Carol Reed, William Wyler, Franklin J. Schaffer, Cecil B DeMille...)..., y sin embargo parece haber pasado a la historia por empuñar un viejo rifle y gritar en público que sólo se lo quitarían de la mano muerta. A Heston parece no perdonársele su republicanismo, el haberse abrazado a un tipo como Bush.
Y nadie, o muy pocos han querido recordar estos días al Heston que presionó en 1958 a los estudios Universal para que fuese Welles quien dirigiese Sed de mal (incluso financiando el final del costoso rodaje), o que en 1965 se enfrentó a los productores de Major Dundee, cuando pretendían interferir en la dirección de su director, Peckinpah. O que Heston se la jugó en los 50 y 60 luchando contra la segregación racial en los EE.UU.
De Charlton Heston la progresía parece quedarse con el anciano que alzó al cielo su rifle con violencia e indignación. Yo prefiero quedarme con el Heston desesperado que cabizbajo y en la playa contempla la Estatua de la Libertad destruida en El planeta de los simios; o el Heston que conduce la cuadriga en la célebre carrera de Ben-Hur; o con el vaquero que decide ayudar a su patrón en la escena del desfiladero de Horizontes de grandeza; o al actor que permitió a Welles rodar el más maravilloso travelling de la historia en la secuencia inicial de Sed de mal; o con el vaquero envejecido, analfabeto y noble que se enfrenta a los malvados por dignidad en El más valiente entre mil; o con el comprensivo y casi tierno héroe que protege a un Edward G. Robinson viejo y desamparado en Cuando el destino nos alcance.
Me quedo con el actor de raza, con la estrella de cine que lo fue en un momento esplendoroso del arte que lo dio a conocer al mundo. Un momento que, como la estrella desaparecida, ya pertenece al pasado, al feliz pasado de muchos ciudadanos del mundo.
NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de
Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.