Juan Antonio González Fuentes
Mi abuela murió una noche de mediados de septiembre de hace dos años. Recuerdo que aquella noche cenaba yo con unos amigos en
Las Olas, un restaurante de las afueras de la ciudad situado justo frente al mar. Serían las once de la noche cuando sonó el móvil y mi madre, viuda desde hacía apenas dos años, me dijo que el final se estaba aproximando a marchas forzadas. Tardé apenas media hora en llegar a casa de mi abuela. Estaban allí sólo mi madre y su hermana, mi tía. En efecto, entré en la habitación en la que desde hacía siete meses yacía mi abuela moribunda y perdida por completo la noción de este mundo, y ya lo estertores de la muerte anunciaban el desenlace que se produjo en apenas unas horas. Acababa de cumplir en julio 95 años.
Pasadas unas semanas de la desaparición, mi madre me comentó un día cuánto echaba de menos a su madre, la única persona con la que había compartido un determinado mundo ya extinto del todo salvo en su propia memoria, y remató la frase apuntando que era ella ahora quien más cerca estaba, en buena lógica, del abismo fronterizo de la muerte.
La reflexión me impresionó porque apuntaba una verdad incuestionable que me afectaba doblemente: por mi madre y por mí mismo. Si mi madre se encontraba ahora en primera línea de espera de la muerte, y así era, inevitablemente el hecho me situaba en segunda línea. El tiempo, la edad, los años, se me vinieron de repente encima con la contundencia de un enorme y pesado muro de ladrillos.
Desde entonces he comprobado con estupefacción que hay ministros más jóvenes que yo, que al alcalde de mi ciudad, Santander, le saco casi una década, que hace años que dejé de pertenecer a la nueva generación de poetas españoles, que puedo hablar de cosas que ocurrieron (¿te acuerdas?) hace más de veinte años, etc, etc...
Jesús Polanco
Toda esta íntima y casi obscena confesión viene a cuento de la muerte del señor Polanco. Me explico. La noticia de la muerte de
Jesús Polanco (lo del “de” lo voy a obviar por sentido del recato) me sorprendió en un Madrid de piscinas altivas, terrazas a la sombra de daiquiris y piernas femeninas de vértigo, cenas en restaurantes de un Chueca gay y besucón, y
brunch de mediodía en locales de una calle Malasaña con pretensiones de calle de serie televisiva neoyorkina. Escuché la noticia en la radio, y luego vi algún reportaje televisivo a vuela pluma, como quien no quiere la cosa. No compré el periódico en todo el fin de semana, y por fin me hice con uno, casi de madrugada, en un Vips cariacontecido de la Gran Vía.
Leí todo lo referente al señor Polanco mientras
Iker Jiménez contaba en la
Cuatro cómo
C.G. Jung se pasó la vida viendo fantasmas y entablando conversaciones con ellos al borde de un hermoso y oscuro lago suizo. Leí los artículos elogiosos con media sonrisa en los labios; leí también con otra media sonrisa aquellos que aprovechaban el momento para clavar alfileres, cuchillos, navajas y estoques en el lomo del muerto. Todos los comentarios hablaban de empresas, de dinero, de poder, de periódicos y medios de comunicación, de partidos políticos, de amistades y enemistades, de informaciones privilegiadas, de mediaciones, de puñaladas traperas, envidias, de grupos culturales, de corrientes de opinión... Todos los artículos, todas las opiniones tenían un denominador común: la dimensión casi legendaria del empresario, su ir y venir vital y profesional propios de un guión hollywoodiense.
Sin embargo nadie hacía especial hincapié en un hecho simple y de carácter histórico: Jesús Polanco es el primer muerto de total relevancia de entre los que protagonizaron de principio a fin eso que se llama, con mayúsculas, la Transición española a la Democracia. Polanco es el primer gran protagonista de la generación de la Transición que muere anciano, con casi ochenta años de edad.
Han muerto otros protagonistas de aquellos tiempos, eso es evidente, pero o fueron personas de una importancia secundaria, o eran personas que ya entonces pertenecían con claridad meridiana a generaciones anteriores, decididamente franquistas. Jesús Polanco tenía poco más de 40 años en los estertores del franquismo, y mediaba esa edad cuando cofundó El País en 1976. Las dos primeras y decisivas décadas de democracia española estuvieron capitaneadas, dirigidas, por la generación de Polanco, entonces en plena madurez profesional, en plena madurez como personas. Nombres y hombres de aquella etapa decisiva de nuestra historia más reciente pueden apuntarse varias, pero los realmente importantes con rostro y nombre, es decir, directamente destacados con luz y taquígrafos, pueden, creo, contarse con los dedos de las dos manos, y sobran dedos: el
Rey Juan Carlos, Adolfo Suárez, Felipe González..., todos andaban durante los años decisivos de la Transición entre los treinta y tantos, los más jóvenes, y los 50 años, los más mayores, como Polanco.
Jesús Polanco es el primer muerto verdaderamente “ilustre” y “protagónico” de la Transición española. Quizá Suárez no tarde mucho en sumarse a la lista. Polanco, el "Jesús del Gran Poder" español de las últimas décadas, ha muerto en Madrid viejito y consumido por la edad y la enfermedad. Quien ha puesto y quitado en España a lo largo de más de treinta años, quien dicen logró amasar una fortuna de más de 2.500 millones de euros, quien sentenciaba carreras y lustres de todo tipo desde sus medios de comunicación ha muerto. Hasta ayer mismo, con uno sólo de sus gestos, encumbraba o hundía, enriquecía o despojaba, daba gloria o condenaba al olvido... Hoy es sólo unas líneas de un fría lápida más del cementerio de la Almudena, un ulular poco entendible que quizá quiera entablar conversación con cualquier paisano a orillas de un lago verde y oscuro de la aburrida Suiza.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.