Juan Antonio González Fuentes
Mi afición por la llamada música culta me sobrevino sin buscarlo cuando iba a cumplir más o menos la mayoría de edad. Fue gracias a C, que entonces era el centro todo de mi personal universo. Hasta conocerla yo jamás tuve ninguna veleidad melómana, salvo mi entrega absoluta a
The Beatles y a algunos otros músicos de igual cariz y matiz, pocos y escogidos.
Todo cambio cuando un día C puso en su equipo de música, machaconamente, dos vinilos que incluían un popurrí de temas clásicos bastante conocidos y populares. No recuerdo las versiones, pero sí la cubierta de los discos, cursi y amanerada. Aquella música, escuchada día tras días mientras hablábamos o estudiábamos, acabó haciendo mella en mí, y le pedí que me dejase los discos. Comencé a escucharlos en mi propia casa y a interesarme por los autores, por las melodías, por aquellos misterios que me golpeaban muy dentro y en los que jamás había reparado. Al poco tiempo de estos sucesos, acompañé a C a una tienda de discos de la ciudad, donde asistí por primera vez en mi vida a la adquisición de un vinilo de música clásica. Recuerdo perfectamente que fue un disco de la casa Philips, en el que
Bernard Haitink dirigía
La Valse y el Bolero de
Maurice Ravel no sé a que orquesta.
Algo me conmovía hasta los mismos cimientos al escuchar aquellos fragmentos de obras, y la curiosidad y C me hicieron plantearme la siguiente reflexión: si durante décadas, si durante incluso siglos, aquellas músicas habían sido escuchadas y disfrutadas por las personas más inteligentes y sensibles, algo deberían tener, algo que yo debería al menos intentar descubrir.
De todo aquel popurrí lo que más directamente golpeaba mi sensibilidad era la música para piano. No sólo me resultaba la más asequible, es que descubrí que las notas que salían de aquel instrumento me conmocionaban hasta lo más íntimo. Sí, si quería adentrarme en aquel camino musical, debería hacerlo poco a poco y a través de la música para piano. ¿Pero qué música? Probablemente fueran las cosas que ya había leído sobre él en algún folleto o periódico, o la aureola romántica que envolvía al compositor, o que su sólo nombre invocase en mí un pálpito o una corazonada. La cuestión es que en la revista mensual que llegaba a mi casa de una empresa hoy desaparecida y que se llamaba Discolibro, aparecía en una de sus páginas la oferta de una caja negra del sello RCA que incluía dos vinilos del pianista
Arthur Rubinstein interpretando los
Nocturnos de
Chopin. No lo pensé y solicité a mis padres aquella caja.
Frédéric Chopinretratado por
Eugène Delacroix (1838)
Los
Nocturnos llegaron a su debido tiempo. Me costó ir haciéndome a su contenido, no estaba acostumbrado. Había momentos, instantes que me llegaban sin ninguna dificultad, pero otros costaban: eran altisonantes, o me parecían monótonos, o no suficientemente claros y atractivos. La cuestión es que me esforcé, que en algún momento incluso me obligué a seguir intentando que mi oído y mi interior fueran desentrañando aquella cantidad ilegible de notas. Y un día lo logré. Todos los
Nocturnos empezaron a decirme cosas importantes, empecé a comprenderlos, a degustarlos, a emocionarme con cada uno de ellos, a exprimir su zumo y a beberlo con una avidez entonces rabiosa y desconocida.
Los
Nocturnos de
Chopin son, en gran medida, la banda sonora de mi juventud. Me veo a mí mismo sentado en la mesa camilla junto al aparato de música, mirando por la ventana cómo la gente se resguardaba de la lluvia en el invierno santanderino, apuntando algo en un cuaderno, dejando vagar la imaginación..., escuchando aquella música tan sencilla y clara, tan compleja y oscura a la vez.
Chopin, desde entonces siempre Chopin. Cómo olvidar, por ejemplo, el comienzo del segundo movimiento del
concierto para piano nº 2, cuando Rubinstein entra despacio, intensamente emocionado entre los carraspeos del público, acompañado en el disco del que hablo por
Giulini y la Orquesta Philarmonia. Cómo olvidar los estudios del compositor polaco, sus formidables sonatas, los
valses, preludios, scherzos, baladas, impromptus..., toda esa música para piano que cada vez que la escucho es diferente, distinta, llena de recovecos en los que cabe la melancolía más rabiosa y el análisis imperturbable de la historia. Cómo olvidar aquella interpretación tan ajena por completo a la sentimentalidad y el amaneramiento que le oí perturbado a
Maria Joao Pires en Santander. Cómo olvidar el rostro blanco, antiguo y moderno, del compositor que le hizo
Delacroix y que es la explosión más contenida del romanticismo hecho pintura. Y cómo olvidar el poema que le dedicó
Gerardo Diego a Chopin, ese “Estoy oyendo cantar a un mirlo” que siempre me ha parecido uno de los poemas más hermosos, complejos y perturbadores de la poesía española del siglo XX.
Hoy, los que amamos la música de Chopin estamos de enhorabuena. ¿Por qué?, porque el sello holandés
Brilliant ha tenido la genial idea de ofrecer en una sola caja 17 discos compactos que constituyen toda la música escrita por el romántico polaco. Y a esos 17 discos, con interpretaciones de pianistas como
Zoltán Cócsis, Harasiewicz, Davidovich o
Kissin, la ha sumado otros 13 que contienen grabaciones históricas de la música escrita por Chopin en versiones de leyendas como
Rubinstein, Cortot, Solomon, Dinu Lipati...). ¡Toda la música de Chopin en un solo estuche con 30 discos compactos! ¿El precio? Siéntense un momento y respiren hondo: 40 euros todo el paquete!
No salir a cenar un sábado por la noche a cambio de toda la música escrita por uno de los más grandes genios del teclado que ha dado la historia. Creo que es como para meditarlo un ratito, comprar la caja y descubrir o revisitar un corpus musical de una belleza, una hondura, y una calidad sobrecogedoras. Todo por 40 euros.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.