Juan Antonio González Fuentes
La semana no ha sido fácil, pero tengo ya la ligera impresión de que a los 42 años no hay muchas posibilidades de semanas incruentas, ni siquiera generosamente llevaderas. Al final del cuatrimestre de las clases de historia en la universidad privada, con la defensa pública de varios trabajos por parte de los alumnos en torno a la caída del comunismo en Europa, hay que sumarle la cotidiana escritura de estas páginas, las horas en el despacho atendiendo consultas y peticiones, la redacción de un programa de mano para un concierto organizado por la
Fundación Marcelino Botín, lecturas personales, el trabajo de edición y selección de la obra poética del cuasi proelista
Alejandro Gago que estoy llevando a cabo estas semanas para la editorial barcelonesa
Icaria, varias reuniones de trabajo y, ¡!ay!!, dos cenas fuera de casa para debatir y plantear asuntos profesionales. Cenas que cada vez me sientan peor, y cuya resaca se ha convertido en triste metáfora de mi irrefrenable decadencia física.
Así que el sábado por la tarde, después de jugar por la mañana el consabido partido de fútbol con una temperatura ambiente de poco más de cuatro grados, me encontraba sencillamente para el arrastre, invadido y conquistado por un cansancio más allá de lo físico, un cansancio de índole metafísica.
Para intentar recuperarme de algún modo, y que los músculos de las piernas, brazos y espalda me torturasen con un poco menos de convicción, me ofrecí un reparador baño de aguas calientes y entre cabezada y cabezada casi subacuática, leí la prensa del día a punto siempre de ahogarse en la ciénaga de mi bañera. Después eché una pequeña siesta al arrullo conmovedor del saxofonisa
Ben Webster, y una vez regresado de las tinieblas cálidas del sueño, y tras un café que me supo a paraíso, me encaminé con decisión y despejado a pasar el resto del día a casa de Ella.
Adam Zagajewski:
En la belleza ajena (Pre-Textos, 2003)
Entre las cuatro paredes de su apartamento, es donde encuentro siempre el limbo azul y violeta a mis muchos infiernos. Desde la templanza estirada de su sofá, no contemplo el mundo de ningún modo, así que lo imagino plus ultra como me place y encanta, y ahí está uno de los encantos mayores de la situación, de la ilusión inagotable que siempre me regala la escena: ella, yo y nuestras circunstancias. Triángulo absorbente que me rescata y acata, dócil y a la vez salvaje.
Suena el saxo tenor de
John Coltrane y su trío atacando unas baladas que suenan agridulces. Otro café con bizcocho casero y leo los primeros versos del libro de poemas Más relinchos de luciérnagas, que desde Logroño me ha enviado el santanderino profesor de la Universidad de la Rioja
Carlos Villar Flor, poeta y especialista en el autor de
Retorno a Bridehead,
Evelyn Waugh. Luego, lo que son las circunstancias, vemos la película de
Henry King,
Días sin vida, hermosísimo y suavizado biopic de los últimos meses de vida de
Francis Scott Fitzgerald (
Gregory Peck), meses que transcurrieron junto a la periodista
Sheila Graham (
Deborah Kerr). La película la proyectaron en copia nueva tan sólo hace unas semanas en la Filmoteca de Cantabria, y su director,
Enrique Bolado, medio volante diestro de mi equipo los sábados matinales, me la recomendó con efusión anunciadora de cielos y asombros. No la pude en ver pantalla grande, pero los cielos hicieron su aparición multicolor en la gran pantalla de televisión.
Luego vino la cena y la música de
Gershwina. Setas al horno, confit de pato, y una pedantuela botella de pink champagne, doméstico y privado homenaje a la película
An affair to remember, del gran y olvidado
Leo McCarey.
Y más tarde, muy descansado ya, mientras continuaba sonando algo lejana la
Rapsody in blue de George Gerhwin, proseguí la lectura de
En la belleza ajena (Pre-Textos), libro de memorias y diario del polaco
Adam Zagajewski, probablemente la obra maestra de este espléndido prosista y poeta, un libro del que desde hace días no me puedo separar, pues me ha atrapado irremediablemente en su hermosura tranquila, profundísima y en voz baja.
En la página 36 de este libro sabio y bellísimo, apunta Zagajewski: “No nos faltan relojes; estoy sentado a mi mesa y veo hasta tres; dos electrónicos, uno de cuarzo. Uno forma parte del ordenador y marca las 12.29. Otro está empotrado en la radio y marca las 12.30. El tercero, mi reloj de muñeca, marca las 12.31. Por fortuna, mi reloj tiene las tradicionales manecillas, no opera con los despiadados intermediarios de las cifras. Tenemos mucho tiempo”.
Mucho tiempo, tenemos mucho tiempo escribe el poeta. Aunque el mío parece volar, con mi juventud, en este cuarto, en el que sábado tras sábado sueño y vivo cada bocanada de vida como si fuera la última, pues hoy sé que este tiempo, mi tiempo, nuestro tiempo, agoniza para no regresar nunca, nunca jamás.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .