A finales del mes de septiembre del año 2009 viajamos por vez primera a Nueva York. Hacía poco más de un mes que habían llegado a Santander los primeros ejemplares de La lengua ciega, y escasamente unas cuantas semanas desde que se clausurara el curso en la UIMP sobre Álvaro Pombo en el que fui secretario. Recuerdo que estaba cansado, que necesitaba de verdad unas vacaciones, concentrarme en otras cosas, o mejor dicho, no concentrarme en nada. Hicimos turismo en Nueva York. Escuchamos Aida en el Metropolitan, visitamos museos, subimos hasta lo más alto del Empire State, nos llegamos hasta la Estatua de la Libertad en barco, caminamos por Broadway y la Quinta Avenida, comimos en Harlem, nos hicimos fotos en Times Square y Wall Street, etc, etc…, es decir, cumplimos con varios de los tópicos que parece imponer la visita. Recuerdo que al viaje me llevé una antología barata de Cernuda, y que por las noches, rendido de tanto caminar, leía poemas del sevillano antes de conciliar rápido el sueño.
En un principio Nueva York no me impresionó tanto como pensé que lo haría, y tampoco ocurrió nada durante la visita que pudiera calificarse de extraordinario. Todo transcurrió con normalidad y de forma grata y placentera. Descansé de la rutina, de eso no tengo ninguna duda. Y sin embargo, a las pocas semanas de regresar a Santander, comencé a escribir un largo poema en prosa cuyo motor de arranque es algo que atisbé y sentí por primera vez sentado en un viejo banco del vetusto cementerio de Saint Trinity Church, Lower Manhattan, a tiro de piedra de Wall Street y de la zona cero, muy cerca también del extremo sur de la isla, Battery Park. Algo sucedió en ese momento, y una tupida red de recuerdos, sensaciones, impulsos, reflexiones, ideas y conceptos comenzaron a materializarse en un poema largo, en la estela del Espacio juanramoniano, en el que continuo trabajando desde el lujo de la calma.
Juan Antonio González Fuentes: Haikus sin estación (Ediciones Carena, 2010)
Lo curioso es que mientras del hecho neoyorkino brotaba un poema en prosa de vocación extensa y en tramos autorreferencial, a la vez, de la misma red de conexiones , y en un estado casi sonambúlico, brotaban con inusitada velocidad y un automatismo alarmante, los haikus de voz impostada que hoy habitan Haikus sin estación. Creo que cualquier haiku que no sea concebido con el espíritu original oriental es solo un molde en el que puede encajar una voz poética occidental, es decir, una voz poética impostada.
A finales del mes que viene, si las huelgas en los aeropuertos españoles no lo impiden, regresaremos a Nueva York. No sé qué pasará con el largo poema en construcción. Sí que tengo ya prácticamente acabado un nuevo libro de “haikus impostados”. Su título provisional se lo debo a un pensador francés, Roland Barthes: Haikus sin comentario. Del haiku dice Barthes que se parece a nada y a todo y que hace imposible el ejercicio más corriente de nuestra palabra: el comentario. Pues eso, sin comentarios.