La pasada semana todos los medios informativos españoles (prensa, radio, televisión, digitales) recordaron el terrible y zarzuelero intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981, cuya cabeza más visible fue el patético
Antonio Tejero con su bigote y tricornio calado. Y una de las formas más recurrentes y utilizadas de recordarlo fue preguntar ¿dónde estaba usted ese día?, copiando así la fórmula que generaciones enteras de norteamericanos han empleado cuando no sabías muy bien de qué hablar, una vez agotado el asunto del tiempo: ¿dónde estaba usted cuando mataron al presidente
Kennedy o el
11 de septiembre de 2001?
Bien, pasado unos días, yo voy a dejar aquí mi pequeña contribución al asunto, un granito de arena más a sumar a la infinitud de testimonios aportados desde diferentes posiciones y puntos de vista. El 23-F yo tenía 16 años cumplidos. La tarde del golpe de estado me quedé en casa, en el nº3, 4º derecha de la calle Camilo Alonso Vega de Santander. No estaba solo, mi padre echaba la siesta. No recuerdo para nada a mis dos hermanos, y mi madre sé que cumplía su liturgia de pasar la tarde con sus amigas en la tertulia de la ya desaparecida cafetería Lago.
No lo olvidaré jamás: yo estaba en mi cuarto escribiendo en un folio un trabajo sobre la literatura del novelista montañés
José María de Pereda; un trabajo que nos habían encargado en el instituto de la Albericial que yo acudía. No me pidan un por qué, pero mientras escribía tenía puesta la radio y escuchaba, precisamente, la sesión de investidura en el parlamento del que iba a ser nuevo presidente del gobierno,
Leopoldo Calvo Sotelo. Resumiendo, asistí en vivo y en directo al golpe de estado. Bueno, escuché en vivo y en directo el golpe de estado. Escuché sin prestar mucha atención al locutor que anunciaba que un guardia civil entraba en la sala de sesiones y escuché los disparos al aire. Recuerdo perfectamente el estado de estupefacción en el que quedé. Me levanté de la silla y acudí al cuarto de mis padres, donde descubrí que mi padre también estaba oyendo la sesión mientras dormitaba. Se levantó rápido de la cama, lo que me alarmó. Sí, ahora que lo pienso, la medida del acontecimiento me la dio la rapidez con la que mi padre despertó de la siesta. No recuerdo absolutamente nada de si hablamos algo o no. Mi padre, eso sí, encendió la televisión, y nítida veo la imagen y escuchó la música que anunciaba el comienzo del programa infantil “Un globo, dos globos, tres globos”. Aún puedo tararear la melodía. Mi padre lanzó un exabrupto al ver que la televisión no decía nada, no informaba. El mundo se tambaleaba mientras oíamos la alegre cancioncilla: “un globo, dos globos, tres globos...” Ya no recuerdo más, al menos con nitidez, hasta la llegada de mi madre, a eso de las ocho y media de la tarde.
Entrada en la Sala del Congreso de Antonio Tejero y los guardia civiles (vídeo colgado en YouTube por boazgu2b)
Yo esperaba una llegada dramática. Esperaba que mi madre llegase a casa alarmada, con el rostro desencajado..., su calma, como si aquello no fuera para nada con ella, no me tranquilizó nada. El teléfono comenzó a sonar. Eran las amigas de mi madre que llamaban para comentar el asunto una vez que llegadas a casa iban enterándose mejor de lo que ocurría. Llamó mi abuela, la madre de mi madre, recomendando la compra y acumulación de comida: “yo esto ya lo he vivido, y hay que tener la despensa completamente llena”. Sí, mi abuela se preocupaba por la intendencia. El resto de la jornada queda en blanco salvo la seguridad de la pantalla de la televisión permanentemente encendida. Y luego la
seriedad convincente del rostro del rey y una sensación de sosiego y calma. A la cama.
Al día siguiente, como si tal cosa, marché al instituto. Mi madre recomendó calma, silencio y una especie de estado de alerta preventivo. El instituto de la Albericia estaba/está pegado a la sede central de la policía nacional en Santander. Sí recuerdo que cuando el autobús pasó junto al gran edificio había varios policías armados con metralletas a la entrada que proyectaban una sensación de calma tensa. Juraría que no hubo clases. Estábamos casi todos los alumnos. Algunos faltaron, pero la mayoría estábamos en el aula. Uno de ellos, al que llamábamos
Paras (no sé porque), se subió la pernera del pantalón y dejó ver la presencia de un cuchillo de monte. “Por lo que pueda pasar”, anunció, más o menos.
José Manuel González Herrán era nuestro profesor de la literatura. Lo recuerdo joven, con gafas oscuras y traje oscuro de pana de color también oscuro. No sé qué nos dijo, cuál fue su discurso; sí sé que me hizo estar con él, con su opinión al respecto y que me tranquilizó. Del resto de la jornada solo me recuerdo viendo en la televisión de un bar de la zona la secuencia completa del esperpento de Tejero, y la sensación de vergüenza ajena que experimentó aquel casi niño de 16 años.
Hoy González Herrán es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Santiago de Compostela y director del Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo. Coincidimos en alguna ocasión en Santander. Nunca hemos hablado de aquel día. La próxima vez que le vea se lo recordaré.